El ensayo de Óscar de la Borbolla, así como las fotografías de Jorge Lépez Vela nos presentan dos maneras nuevas de repensar nuestra relación con el mar, ambas profundamente íntimas. Frente a la inconmensurabilidad parece que no podemos más que intentar comunicar la experiencia individual que al mar nos enfrenta.
Ciudad de México, 24 de noviembre (SinEmbargo).- Hablar del mar es un asunto peligroso, un reto a la prosa, al verso, a las pinceladas y al obturador. No podemos pensar en él sin ver frente a nuestros ojos el compendio polifónico que se ha dedicado a intentar acercarnos a sus misterios. Reseñar un libro relacionado con el mar, incluso, se antoja a reto mal librado entre las oleadas de los océanos ajenos. Cómo encontrar las palabras correctas, las metáforas adecuadas para no revisitar lugares ya gastados en el imaginario oceánico que nos inunda. Mar urbe, sin embargo, no titubea, es una fusión de dos posibilidades de explorar escorzos de mar sin temer al naufragio.
El ensayo de Óscar de la Borbolla, así como las fotografías de Jorge Lépez Vela nos presentan dos maneras nuevas de repensar nuestra relación con el mar, ambas profundamente íntimas. Frente a la inconmensurabilidad parece que no podemos más que intentar comunicar la experiencia individual que al mar nos enfrenta. Así nos recuerda un poco al poema de José Emilio Pacheco, “Mar eterno”:
Digamos que no tiene comienzo el mar.
Empieza donde lo hallas por vez primera
y te sale al encuentro por todas partes.
De manera que el libro empieza con la narración de la primera vez que lo halló Óscar de la Borbolla y se extiende a todas partes, gracias a la facilidad de Lépez Vela de identificar lo marino en lugares insospechados.
Lo que vemos en Mar urbe son bosquejos, miradas fugaces, incluso trampas para el ojo, que no puede más que seguir su nostalgia de mar para encontrar las conexiones que existen entre lo cotidiano y lo inmenso. El libro, diríamos entonces, funciona como una lupa, filtra la totalidad para que, en partes pequeñas, tomemos sorbos de agua salada. Lo que no quiere decir que se pierda la intensidad de la experiencia del océano, sino que se dosifica.
El relato autobiográfico de Borbolla nos inicia en la angustia hacia lo inmenso en lo urbano, la ciudad, las calles, la multitud, en el vértigo de contemplar el cielo, de observar el afuera sin refugio. Después, esa misma angustia se potencia por la “intemperie” océanica: “la grandeza del mar es esa furia contigua que entra por los oídos, que lastima la vista, que escuece los labios, que lo arrasa todo. ¿Cómo poder vivir, hallar un escondite, luego de haberlo visto?” (p. 10) Así, identificamos el paralelismo entre una asfixia y otra, un temor y otro —el mar y la urbe como afueras amenazantes pero necesarios. Asimismo, es a partir de la fobia que Borbolla entabla una relación amable con las capturas de Lépez Vela, con sus mares velados que son un tanto más amables en cuanto son metonimias de la inmensidad recordada.
El mar se convierte en el relato de una experiencia personal, o al menos debe serlo para poder ser contenido por el malecón de las páginas. Entre las imágenes de Vela, lo artificial y el arte urbano atrapan seres marinos, los materializa en la urbe, que no es sino su falsa antagonista. En el agua estancada que es parte de la ciudad, la fotografía encuentra algo de la neblinosa espuma de las olas. Fotografías que vemos con atención para descubrir acaso qué treta nos juega, qué mar nos engaña, cuántas olas nos hemos perdido, cuánto gusto por no imaginar más mareas como forma de descanso de la urbe. La atención al detalle es característica e invitación de la obra.
Las reproducciones marinas buscan texturas propias, juegos de luces. Esperan que en nuestra experiencia como receptores aceptemos los vínculos secretos que pueden existir entre los opuestos, entre lo diminuto y lo inconmensurable. Así, hay tortugas arrastrándose en una pared rugosa transformada en arena. También, reflejos marinos sobrepuestos al ambiente de ciudad: ventanas como peceras; un snorkel para sobrevivir, quizá, al ahogamiento de las paredes; ángulos calculados para que el brillo nos remita al del agua. No falta el acecho de un pez, cuya sombra amenazante se esconde entre las ondas de una cortina. Aquí la composición fotográfica convierte la cotidianeidad en símil de lo marino, con una sutileza que de pronto nos toma por asalto.
El cielo, también, es contraparte posible del mar, su doble, para que un caballito de mar pueda nadar en esas otras aguas menos tangibles. Encontramos retazos de océano por todas partes, entre las ondas pintadas, entre las gotas contenidas por llaves de agua. Hay, además, retratos de cuerpos abandonados a la tranquilidad, como si los iluminara un sol de playa, relajando cada músculo con el vaivén del mantra de las olas. Nos obliga esta imagen de calma a pensar en qué sonidos, qué imágenes convertimos poco a poco en el descanso marino. Acaso empezamos a entrenar el oído para cambiar el paso metálico de los coches por un atisbo de oleaje. Es, quizá, un candor infantil que nos exige un regreso a la imaginación para acceder más fácilmente a las conexiones secretas. Se extiende el alivio gracias a las imágenes que convierten a la ciudad en una extensión inesperada de la vida marina.
Los opuestos fragmento-totalidad, encierro-afuera, ciudad-mar se comunican para alimentar la exploración artística. Tanto texto como imágenes nos demuestran que el oxímoron mar-urbe no lo es tanto, que nuestra necesidad de océano hace que se reproduzca a sí mismo incontables veces, que nos lleguen recuerdos, escarceos, “asomos”. Desde las comparaciones que nos permite el texto a partir de la agorafobia, hasta las nostalgias marinas, vemos que para encontrar el mar hay que esforzarse, para sobrevivirlo, acotarlo.
De manera que la capacidad metonímica de la experiencia individual cifra la estructura del libro. Frente a la inquietud que nos obliga a preguntarnos ¿cómo escribir el mar?, ¿cómo representarlo?, los autores escogen la parte por el todo para ofrecernos nuevas conexiones. La metrópolis y la mar, filtradas por dos visiones artísticas, se encuentran en un mismo receptáculo amable. La contraposición de una y otra desaparece para dar pie a la obra literaria, fotográfica, incluso testimonial. Porque cada aproximación al mar termina por producir un escorzo nuevo de reinterpretación, de acumulación de postales más entrañables que las evidentes. Como quien se lleva un poco de mar y arena en un frasco pequeño para sobrevivir al estío, Mar urbe nos habla de otras maneras de experimentar el oleaje. Nos recuerda que incluso en escaleras, automóviles, peceras, encontramos mares encapsulados, fingidos, recortados, intuidos. Mares eternos que como en retrospectiva, o por nostalgia, nos asaltan por todas partes.