Jim Morrison fue un devorador de libros desde la infancia; Arthur Rimbaud y Jack Kerouac estaban entre sus autores predilectos, así lo señala el prólogo de Odeen Rocha en la novela experimental Monsieur Morrison, que cuenta con fotografía, cortometraje, música original y un show en vivo.
Esta es la primera contribución de Barbas Poéticas —revista literaria digital dedicada al rock, poesía, literatura, filosofía, beat generation y contracultura— para Puntos y Comas.
Ciudad de México, 12 de octubre (BarbasPoéticas).- James Douglas Morrison, Jim Morrison, fue un devorador de libros desde la infancia; Arthur Rimbaud y Jack Kerouac estaban entre sus autores predilectos, así lo señala el libro Monsieur Morrison, de J.M. Lecumberri, que relata la historia de los últimos pasos del Rey Lagarto en París.
«La literatura se convirtió en su vida. Sabía más de poesía y poetas que cualquiera a su alrededor. Era un pequeño de diez años que corregía a sus profesores. Su espíritu saltaba a la vista de quienes en ese instante se retorcían confusos, pero que, al final, lo recordarían el resto de sus vidas”, apunta el prólogo acerca del fundador de The Doors.
La novela multidisciplinaria (cuenta con fotografía, cortometraje, música original y un show) está editada por Barbas Poéticas, una revista literaria digital dedicada al rock, poesía, literatura, filosofía, beat generation y contracultura.
A continuación te presentamos la introducción de libro Monsieur Morrison, realizada por Odeen Rocha, editor de Barbas Poéticas.
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Por Odeen Rocha
I. When the music’s over, turn out the lights
Le poète se fait voyant par un long, immense
et raisonné dérèglement de tous les sens.
—Arthur Rimbaud
En medio de una mar de gente, entre cientos de cabezas y melenas sudorosas, la adrenalina y la ansiedad están al tope por lo que escuchan —y por lo que están a punto de escuchar—. Entonces, todos dirigen su mirada en trance hacia el mismo punto. Ahí, derrumbado sobre una tarima adornada con instrumentos de metal, madera y plástico, él sostiene entre sus manos un micrófono. El cable serpentea alrededor de sus piernas y pasa por los pliegues de una camisa que separa su abdomen del infinito. Siempre en movimiento, su cabellera ondulada —que años más tarde coronaría a miles de mentes de esa generación— enmarca un par de párpados cerrados. Ahí se encuentra un profeta, quizá uno de los verdaderos —es probable que el último— que pisó los convulsos años que dieron vida al siglo XX.
Ése era el espíritu de un joven de dos décadas y un poco más que desde hacía casi dos años sacudía y masturbaba las conciencias de una adolescencia que traía sobre sus hombros una vida entera de clamar por un mesías. Y esos jóvenes enardecidos no sólo estaban a punto de ungir a su ansiado prototipo de mago, de guía espiritual; sino que estaban —quizá sin saberlo— a punto de presenciar el nacimiento de un chamán.
Un solo hombre —su mirada, su voz, su cabellera y un par de pantalones ajustados— sería capaz de transformar su realidad y la de todos los que lo siguieron y admiraron. Ante ellos se erigía el próximo monarca de la contracultura norteamericana —amén de lo que llegó a significar—, cuya voz se convirtió en una mano imaginaria que los tomó con firmeza de los genitales y los llevó a la cima, a un rincón apartado del mundo donde nadie los encontraría jamás. Ahí, cogerían tan duro que no tendrían otra salida más que exprimir su cerebro y renacer nuevos, distintos: ser otros.
Éstos fueron tiempos de rituales, de ceremonias chamánicas de comunión con los espíritus que emergían poco a poco de entre sus labios y alrededor de sus movimientos; en la superficie, todo tenía forma de concierto de rock. Aquélla fue una suerte de reencarnación de Dionisio: lector imparable y rebelde prototípico que lideró legiones de ángeles. Juntos, el dios y sus feligreses, sucumbían a los placeres de la carne a la menor provocación.
Esta oscura aura musical pronto se mezcló peligrosamente con la evocación a su héroe, Arthur Rimbaud —el enfant terrible—, quien vomitó toda la poesía que pudo desde el fondo de su podredumbre espiritual hasta que no quiso otra cosa. No quedaba más que someterse al sueño dorado del iluminado: desaparecer. Desvanecerse: a primera vista, quizá, para dedicarse al comercio y contrabando en Abisinia; sin embargo, para los paganos que observamos desde las lejanas nubes del futuro, representó una desaparición esencial, un corte definitivo en la actividad del genio, en el latido sagrado de la creación. Para ambos poetas.
El muchacho yace en el escenario. Sus ojos siguen sin abrirse. Este pequeñísimo ritual es parte de un ritual mayor en el que mira hacia dentro —dentro de sí—, hacia las cavernas que se esconden justo detrás de nuestros propios párpados —porque la mirada del profeta es nuestra mirada; somos uno con él, que entonces no es nadie—. Ahí se ocultan los secretos que acaso nunca lleguemos a descubrir. Tal vez sólo haya luz un pequeño momento antes de despedirnos de este plano, cuando toda la vida pase frente a nosotros. Aunque venga de ninguna parte —de Otrolado, diría el propio Lecumberri—, emergerá desde las tinieblas para obsequiarnos una última sorpresa y una última sonrisa.
No hay que olvidar que el profeta —el chamán— es capaz de ir y regresar de este viaje una y otra vez.
II. We want the world and we want it: Now!
Do you know we exist?
—Jim Morrison
Cuando James Douglas Morrison era un niño, sus compañeros lo veían como un devorador de libros. La literatura se convirtió en su vida. Sabía más de poesía y poetas que cualquiera a su alrededor. Era un pequeño de diez años que corregía a sus profesores. Su espíritu saltaba a la vista de quienes en ese instante se retorcían confusos, pero que, al final, lo recordarían el resto de sus vidas.
Poco antes de que Jim cumpliera catorce, un libro llegó a los estantes de las librerías norteamericanas y sacudió las mentes de aquéllos cuya alma no cabía en el molde del american way of life. La historia narraba la vida de un joven en sus veintes, nacido en Lowell, Massachusetts, quien había recorrido Estados Unidos a lo largo de la última década. Sus pies iban enfundados en un par de zapatos desgastados, pero llenos de fe. Pasó por trenes de carga, pidió aventones a desconocidos y compartió el viaje con intrépidos pilotos que se convirtieron en héroes americanos. Tomaba notas sin parar, imaginaba la vida on the road: una vida de libertad, música, baile, hierba y poesía —mucha poesía—.
Kerouac escribió:
[…] the only people for me are the mad ones, the ones who are mad to live, mad to talk, mad to be saved, desirous of everything at the same time, the ones who never yawn or say a commonplace thing, but burn, burn, burn like fabulous yellow roman candles exploding like spiders across the stars and in the middle you see the blue centerlight pop and everybody goes “Awww!”
Jim, entonces, ardía. ¿Qué más podía hacer un chico de 14 años en San Francisco, ante esta invitación a lanzarse a los caminos y experimentar la vida como es: infinita?
Empezó por largarse de la escuela, por supuesto. Escapó uno de esos tantos días, entre la neblina que rodeaba el edificio de su secundaria, justo donde encontraba a sus ídolos: los poetas, los escritores, los libertarios héroes de las carreteras. No se detendría hasta llegar al 261 de la Avenida Columbus, donde —asegura la historia— el mismo Ferlinghetti lo saludó con una amplia sonrisa desde el otro lado de la vitrina. Así, selló de una vez y para siempre el destino del hijo del almirante Morrison —primer capitán de un navío atómico—, en el camino de lo espiritual y lo sagrado, en el amasijo eléctrico entre la poesía y el rock.
Pero el sendero místico lo había llamado desde mucho antes. No hay que olvidar que un chamán es elegido por los dioses, es recibido desde antes de la concepción para asignarle la tarea que será su ocupación sagrada por el resto de su vida.
El pequeño Jimmy escribiría años después: Indians scattered on dawn’s highway bleeding / Ghosts crowd the young child’s fragile eggshell mind. Ése era su ritual de iniciación. Fue casi imperceptible para un niño tan chico que —dada la profesión militar de su padre— se veía arrastrado una y otra vez, transferido de ciudad en ciudad —también on the road, por qué no— a bordo del auto familiar. Su vista parecía ocupada con el exterior del mundo, pero en realidad se hallaba en lo profundo: en el interior de su propia mente. Más tarde escribiría:
Me and my — ah — mother and father — and a / grandmother and a grandfather — were driving through / the desert, at dawn, and a truck load of Indian / workers had either hit another car, or just — I don’t / know what happened — but there were Indians scattered / all over the highway, bleeding to death. / So the car pulls up and stops. That was the first time / I tasted fear. I musta’ been about four — like a child is / like a flower, his head is just floating in the / breeze, man. / The reaction I get now thinking about it, looking / back — is that the souls of the ghosts of those dead / Indians… maybe one or two of ’em… were just / running around freaking out, and just leaped into my / soul. And they’re still in there.
El chamán había nacido
III. All right, all right… I wanna see some ACTION!
The key of joy is disobedience.
—Aleister Crowley
En Estados Unidos, necesitas ser un héroe o un asesino para convertirte en una verdadera superestrella. Jim ya estaba en ese camino.
Sigue ahí, tendido en el suelo. Guarda el micrófono entre las manos con los ojos cerrados. La mirada se dirige hacia el nebuloso interior de sí mismo. Segundos antes se sostenía del pedestal, como si no hubiera otra cosa en el mundo que pudiera mantenerlo de pie, ni siquiera sus propias piernas. La música es el único asidero.
Un redoble de tambores que parece eterno anuncia lo inevitable: el paredón, en medio de la jungla. Es uno más de los soldados que enviaron a combatir una guerra inútil, los que condenaron a convertirse en muertos caminantes. Historias, palabras, llantos, miradas: todo aquello enfundado bajo el uniforme. Las miradas perdidas nos observan fijamente por debajo de sus cascos.
Uno. Dos. Tres. Cuatro.
Silencio.
Morrison ha desobedecido los últimos meses. Ningún productor de televisión lo quiere de nuevo ante sus cámaras. Y aunque toda la nación lo reconoce, sus propios compañeros de armas voltean a otro lado cada vez que empieza un show. ¿Qué hará ahora Jimmy para meterlos en problemas?
This is the end, beautiful friend. La vida lo puso en el camino del chamán, de aquél que presagia el final con una sonrisa en la cara. Esa sonrisa morrisoniana —tan bella y particular—, capaz de mantener la respiración de un planeta entero a lo largo de medio siglo. This is the end, my only friend. The end.
Se entregó —por fin— a la poesía más que al rock. Aunque para él, siempre fue la poesía: el rock era sólo un instrumento para explotar los versos como armas de construcción masiva. Y, ¿de qué otra manera puede construirse un mundo nuevo si no es prendiéndole fuego, como en una pira funeraria?
Nuestro chamán sostuvo la antorcha bien arriba. A veces tuvo que resguardarla bajo la mirada hipnotizante de un Dionisio que resucitó de entre los vivos; a veces, detrás de la melena que hacía que la clase media estadounidense —ésa que busca sostener una vida moralina al norte y también al sur del Río Bravo— suspirara con desesperación. No fue posible que ellos lo aceptaran, que lo miraran sonreír sin sentirse amenazados, sin temer por sus almas puritanas. Al final, tenían algo de razón: eran violadas con violencia por un terrible gurú de la poesía eléctrica —aunque no tuvieron nunca la menor idea de lo que eso significó—.
Compañía: ¡Alto! ¡Presenten armas!
El auditorio está callado. Lo que presencian ahora ha dejado de ser un concierto. Ya no es el evento por el que pagaron una entrada. Ya no está incluido en el boleto. Ya no van a ver a un excéntrico y hermoso joven interpretar canciones junto a su banda, como lo han hecho los últimos años. Ya no es otro show como el de otros grupos que los animan a desobedecer y a dejarse crecer el cabello. Ya no podrán volver a casa, al final del día, despertar y ponerse su traje, ir a trabajar, cobrar su cheque y seguir actuando como rebeldes. Ya no más.
Están frente a un acto de muerte y resurrección. El redoble de John continúa por más tiempo. Se alarga más de lo que cualquiera de ellos espera. Pero —aunque cueste trabajo entenderlo— éste ya no es un concierto de rock.
Manzarek, de espaldas, extiende los brazos en señal de que ha llegado el momento de la iluminación. Krieger levanta su guitarra a la altura de los ojos. El brazo del instrumento apunta directo al corazón del soldado. Morrison está listo para el sacrificio.
Uno. Dos. Tres. Cuatro.
Silencio…
Y, entonces, ¡el estruendo! Jim está en el suelo.
El Estado de Miami no pudo soportarlo más, y él tampoco. New Haven no lo toleró. Su amado Los Ángeles también lo rechazó. Embriagarse en público, arriesgar a la gente en las calles, simular una felación en el escenario —a un desconcertado Robby que hacía llorar su guitarra-sexo-alma—. El caos se apilaba.
México lo recibió como a un dios, pero lo trató como a un cliente. La casa presidencial lo echó a la calle por ser él mismo. Masturbación, blasfemia, lujuria, lascivia en público. El caos crecía. Quizá sólo abrió la puerta a la multitud de vicios que todo el mundo practicaba en privado. Él quitó el antifaz. Desvistió a la hipocresía y el mundo se escandalizó ante el desnudo —como si se vieran frente al espejo—.
You are a bunch of fuckin idiots! You are a bunch of slaves! Maybe you love to have your face stuck in the shit! What are you gonna do about it? All right, all right, all right… I wanna see some action out there! What are we waiting for? I wanna see some fun! I wanna see some dancing! The are no rules. No limits. No laws. This is your show.
El chamán se enfrentó al mundo y el mundo no pudo más con él. Fue un ritual de iniciación —quizá de confirmación— ante los espíritus que desde hacía tiempo habitaban en su interior. Fue imposible continuar entre la gente que no soportó verse a sí misma reflejada en los ojos de otro.
La policía se convirtió en el miembro visible, de lenguas bífidas, que lo acusó y lo puso detrás del estrado. La oscuridad tomó la forma de un rechoncho juez que desayunaba “justicia” en las rocas.
Unborn living, living, dead. Bullet strikes the helmet’s head. La guerra había terminado. Para Jim, la única trinchera posible quedaba en la poesía y la forma de llegar a ella era, claro, a través de la muerte.
Barbón y gordo, Morrison dejó las grabaciones de L.A. Woman para irse a París. Pamela y poesía están allá. Era irresistible.
—Hola, Mr. Morrison. ¿A París?
—Sí. Dos asientos.
—¿Quién lo acompaña?
—La poesía.
En el aeropuerto, la gente lo recibe emocionada pero expectante. Aquel tipo barbudo de los periódicos está frente a ellos.
Una voz que emerge de entre la niebla le habla directo a Jim.
—Bienvenu, Monsieur Morrison —el joven entorna los ojos como si reconociera a un viejo amigo, quizá ese espíritu que encontró años atrás—. Nous savons que tu es venu ici pour mourir.
Él sonríe. Y el mundo gira de nuevo.
IV. Bienvenu, Monsieur Morrison
Is everybody in?
Is everybody in?
Is everybody in?
The ceremony is about to begin.
Wake up!
—Jim Morrison
Ella estaba dormida. Él, mientras, moría en la bañera. Estaba sonriendo. Eso, a fin de cuentas, me hizo sentir mejor.
Maintenant, tu es Monsieur Morrison. Bienvenu.
Antes conocido como James Douglas Morrison, el hermoso muchacho de ojos azules que enamoraba unodostrescuatrocincoseis pichones se alista para asistir a su propio funeral. Así, José Miguel Lecumberri da voz a este texto: una visita, un recorrido interior a aquella maquillada tumba en Père-Lachaise. Un viaje lleno de simbolismos y rituales, alrededor, hacia y dentro de un sepulcro enteramente vacío.
En este plano, J.D.M. no existe más. Nadie —ya ni nosotros— existe. Desaparecimos en el momento exacto en que aquel joven y su par de pantalones ajustados yacieron sobre el escenario. Abrazó su propia voz. Escondió su alma tras los párpados y su hermosa cabellera.
Monsieur Morrison nació porque llegó para morir. Es el deseo que experimenta el excéntrico, el chamán, el mago. El poeta. Sí, la poesía es sólo el primer paso del resto del viaje. No es siquiera el acercamiento de la cámara, no es ni el tomar aire antes de saltar. Aún queda mucho por recorrer. La travesía está escrita en las páginas de este libro. Monsieur Morrison lo es —aquí en nuestros ojos y allá en la mente de Lecumberri— TODO.
Monsieur Morrison es lo que el diablo hubiera querido ser, de no haber sido un ángel o una Punta Maquínica, sino un hombre, barro y aliento, légamo y hálito, fango y soplo, sedimento y respiración.
Las posibilidades son infinitas.
París lo recibió a sabiendas de que aquello terminaría con un sacrificio. Monsieur Morrison se ofrecería como comidilla para chamanes, brujos y esotéricos, y luego también para los detectives, que manosearían y profanarían su cadáver. Ésa fue su misión desde que vio la luz del mundo por primera vez. Sus padres lo sabían, pero decidieron olvidarlo. Él también lo olvidó. Fue sobre el escenario que el recuerdo lo golpeó con toda la fuerza del universo. Cuando tenía los ojos cerrados: visiones y gritos y clamores, todo fuera de su tiempo.
Monsieur Morrison aún canta en las oscuras cintas, en el apolillado vinil, y Alicia sigue ahogada escogiendo para siempre su camino entre las venas de los muertos.
Para siempre…
Después de recibir la bienvenida parisina, todos los nombres cambiaron. Sin embargo, todas las almas nacieron una vez más. ¿Muerte? ¿Desaparición? ¿Sacrificio? Todo al mismo tiempo, y quizá nada, a fin de cuentas. De cualquier forma su nombre sigue goteando desde la punta de la lengua de media humanidad. Todos, alguna vez en la vida, clamamos ser Jim Morrison, sólo por juego o por disfraz o porque las almas de esos indios que sangraban sobre la autopista revolotean aún entre nosotros.
Monsieur Morrison caía tan lentamente que parecía soñar. Esto es lo que el amor le hace a tu alma. Es la pesadilla, lo que pasa en el deshabitado palacio del amor. La jaula se ha vuelto león…
Todos, alguna vez en la vida, estuvimos encerrados en jaulas como rugientes bañeras, con el agua hasta las narices y los cabellos como anclas hacia el sur. Todos hemos tenido las manos extendidas en un rictus de dolor.
Con esa sonrisa de quien sabe con certeza a dónde va, M.M. se deja ir. Deja que los demás lo toquen, lo respiren. Deja que los mortales extraigan algo de Bourbon de sus pulmones, para drogarse, con la esperanza de ser un poco más como él.
El señor Muerte, Moloch, juega con su precioso chico de ojos azules. Con su voz de teatro griego se hace un collar de gemas que aúllan, que construyen pirámides en la luna.
Nosotros, los mortales, dirigidos por el autor, jugamos con los espíritus de los muertos. Le pedimos al infierno que nos conceda un miligramo de poesía para llevar y un poco de maravillosidad perdida.
Monsieur Morrison nos da la bienvenida al interior. Pasamos por el umbral del asombro y dejamos atrás la historia que se cuenta desde hace cuarentaisiete años. Nadie recordará Chicago, ni Miami, ni Los Ángeles. Nos sentaremos, trago en mano, al final de la barra, a reescribir su pasado.
Lecumberri se posa al Otrolado. Viste el sucio uniforme de cantinero y se inclina ante Él. No deja vacío el vaso mientras mira cómo escurre el Bourbon entre las barbas llameantes y hasta los pulmones donde —ambos lo saben con certeza— se acumulará más y más hasta que M.M. se eleve al cielo y baje nuevamente hacia nosotros.
Hoy canta el infierno: un F14 vomita pétalos radiactivos sobre el Tíbet, las prostitutas cantan bajo el Arco del Triunfo, se avecina el otoño como una marejada de cuervos oxidados.
La lectura de este texto requiere abandono. Y oído afinado y ojos abiertos hacia el interior. Es un recorrido literario y es un disco de música y es una cinta de video y es un carrete de fotografías bellísimas y oscuras.
J.D.M. hizo todo eso, J.M.L. lo materializó, y M.M. lo llevó hasta el final.
He venido al mundo para vaciarme, no voy a morir sino a desaparecer.
Amemos pues, depuremos pues, las puertas de la percepción hacia el infinito. Seamos, por un momento y quizá para siempre: INMACULADOS.
Bonne nuit, Monsieur Morrison: Hemos venido a morir.