«Tu interpretación de ‘El Triste’ jamás se repetirá. Es irrepetible, José….», dijo el periodista Martín Moreno al cantante en un bar en la década de los 90. El intérprete, que murió ayer a los 71 años en Miami, tomó un trago de coñac y reconoció «nunca, hermano, nunca se repetirá».
Ciudad de México, 28 de septiembre (SinEmbargo).– Lo primero que llamaba la atención era su enorme marquesina luminosa a la que, invariablemente, siempre se le fundía una letra. La o, la a o la e. Y eso me daba mucha risa. “Con lo que aquí cobran y no les alcanza para una lamparita…”, bromeaba al capi de la entrada. Solo le daba risa. El Cordiale, se llamaba. Lugarzaso que recibía a noctámbulos. En el portal olía a tabaco, a perfume, a mujer de Iztapalapa o de Polanco. De la Guerrero o del Pedregal. Daba igual. Era una amalgama donde todos eran clientes, donde todos pagaban y no se discriminaba a nadie. Era 1990.
Afuera, los carrazos de moda: Gran Marquis negros o color perla. Los de lujo: en esa época, los Cougar. ¡Guau! Tras un Cougar, eres ley. ¿Y tú con quién vienes? Pues con el director de Aduanas. ¿Y tú? Con el comandante. Mucho policía. Harto influyente. Uno que otro periodista. El Cordiale estaba a una calle de Paseo de la Reforma, sobre la calle de París, justo detrás de lo que era el imponente cine Roble.
Tenía tres pistas:
A la derecha, el piano bar. Bohemios. Allí llegaba en ocasiones Freddy Noriega a cantar, por el puro gusto de cantar, “El Farolero”. Llegaban maduros de traje y dama colgando del brazo, como si fueran a la ópera: de rigurosa etiqueta. Solemnes, la figura cuidada. Como si fueran Emilio Tuero y María Elena Márquez en una película de gángsters de los años cincuenta. Iban directo a las pequeñas meses en cuya base de aluminio estaba empotrada la rueda de caoba, mientras un mesero con saco lustroso, aunque limpio, les ofrecía de beber, dirigiéndose siempre al caballero. Con respeto.
– Vamos al piano bar…-, me dijo Édgar Galeana, veterano reportero de espectáculos. Jarocho. Regordete, con chapas encendidas, blanco y lenguaraz. Siempre me contaba anécdotas de artistas. Buen tipo. Ignoro si siga vivo. “¡Vamos!”
– No, Galeana. No me chingues. Ese es para viejitos. A mí solo me gusta la disco, ya sabes. Vinimos con esa condición. ¡Allí me voy a quedar dormido, cabrón…!
– Está bien, está bien…
Del lado izquierdo estaba la disco. ¡Guau! Aún retumbaban los resabios de la disco music. KC. Tavares. Kool and The Gang. Silvester, aunque los ochentas ya la habían eclipsado. Pero muy buena música, siempre. Yo tenía 28 años. Galeana andaría en los cincuenta y tantos. Mujeres guapas. Una de ella, Mary –blanca como la luna, formas generosas bien marcadas y sonrisa de niña–, enfundada en una red color naranja, parecía sirena. Una amazona. No les exagero. Verla. ¡Uh!
Galeana conocía al dueño del lugar. Preguntó por él. Omitiré su nombre porque sus hijos aún andan por ahí y pues ya estoy a tope de broncas gratis.
Un par de güisquis después, vi que un chaparrón mal encarado, trajeado, se acercó a Galeana y algo le dijo al oído. Galeana lo vio, volteó y me jaló del brazo.
– ¡Dice el dueño que si vamos arriba…!
¿Qué era “arriba”?
El cabaret. Las vedettes. Los pesados. Los artistas que llegaban al Cordiale rara vez iban a la disco. La mayoría enfilaba hacia el centro y subía las escaleras alfombradas y desgastadas que los llevaría al show de las princesas: Lea, Yamal, de Claudia Tate. Era más caro, por supuesto, que el piano bar o la disco music. Era terreno minado.
Casi a gritos, le respondí a Galeana:
– ¡No me gusta! ¡Yo aquí estoy bien!
– ¡Carajo, nada te gusta…!
Algo le dijo al chaparrón, que le respondió con una seña y otro comentario. Dio media vuelta y se marchó.
Galeana se acercó y me soltó:
– No te vayas. Voy a saludar al dueño. Es que allá arriba está José José echando trago…
– ¡Qué dices…!
– ¡Está José José de invitado…!
Me levanté como resorte humano. “Por allí hubieras empezado, carajo…!
*****
Esa noche actuaba Claudia Tate. Un afeminado le servía de maestro de ceremonias y patiño. Bajo la tonadita de “La Abusadora”, canturreaba como si fuera telonero:
– ¡¿Quién será el abusadooor…Claudia o yo…Claudia o yo…?!
Seguí a Galeana. “Me presentas a José José”. Se reía. ¿No que no subías cabrón?
Al fondo, del lado derecho, rodeado de un comandante, el dueño del Cordiale y dos federales, estaba «El Príncipe». Impecable. Traje beige, camisa blanca, corbata café. Lo recuerdo como si fuera ayer. Nos acercamos. Frente a José Rómulo Sosa Ortiz había una botella de coñac. XO. Por supuesto. Una copa globo a medio llenar con el líquido oscuro, y otra más con cheisser de agua mineral. Así lo bebía el Príncipe. Yo no me la creía. ¡Pinche Galeana…!
Se levantó el dueño y escandaloso abrazó a Galeana. Lo estimaba. Era evidente. Me presentó con él. “Es el jefe de información del periódico”. ¿Tan chavo?, me preguntó mientras me daba un abrazo. Solo sonreía. ¿Así que este muchacho es tu jefe, cabrón? “Pues sí…”, contestó Galeana. Yo atajé: somos amigos. Yo estimo a Édgar…
El comentario le cayó bien al dueño. Me apretó el brazo, me acercó a la mesa y al primero que me presentó fue a José José. A mí me temblaban las piernas. Lo juro. Me recorrió una procesión de hormigas por la espalda, por el cuerpo. Se llaman nervios.
Años después –2004–, cuando lo entrevisté para mi noticiero en Radio13, al despedirlo, le recordé la anécdota a José José. Se acordaba perfecto. Tenía una memoria privilegiada. ¡Me acuerdo muy bien de ti! El Cordiale, ¡claro! ¿Yo con quién iba? Con unos agentes, José. ¡Híjole, hermano…! ¡Qué amistades tienes…! ¡Yo no…! Llegué y ya estaban.
Reíamos. José José era muy elocuente al hablar. Tenía una dicción perfecta y riqueza de palabras. Fue un alcohólico, pero jamás un pelafustán. Fue adicto, pero jamás un rufián. Y valga la comparación porque hay diferencias.
Reíamos, sí, pero antes yo estuve en problemas.
Al recibirlo en la cabina de radio, me quedé sin palabras. Enmudecí. Se los juro. Ni siquiera cuando entrevisté a admirados y legendarios: Saramago, Vargas Llosa, Pelé, David Copperfield (me recibió en un enorme salón, sentado al fondo sobre una silla, solo, y cubriéndose con la mano izquierda la mitad del rostro para intimidar), o Banda Chicago, me ocurrió algo similar a lo que enfrenté con José José, quien de inmediato percibió mi nerviosismo en la voz. Articulaba la pregunta, pero mi voz era trémula. Parecía el fuego lívido chisporreante de una vela. Algo no funcionaba. Mandé a un corte forzado para tranquilizarme.
Jamás se me olvidará lo que ocurrió tras anunciar la pausa.
José José estiró su mano derecha y la colocó sobre la mía. Me sorprendió, por supuesto. Dibujó un gesto diáfano sobre su rostro de bohemios – “te daré, una mirada diáfana”–, me sonrió, sabedor de mi nerviosismo momentáneo, y me dijo:
– Tranquilo, querido hermano. Respira profundo y se saldrán los nervios. También le ha pasado muchas veces. Tranquilo…
Asentí. Respiré pausado. Me tranquilicé.
(Para mis adentros, me dije: Pues sí, pero tú eres José José…)
Charlamos, AL AIRE, casi una hora.
*****
El dueño del Cordiale nos presentó. José, él es el joven jefe de información de Ovaciones. Estreché la mano cálida de José José, quien se levantó, me dio un abrazo y me soltó su clásico “querido hermano…”. ¿Cómo estás?
¿Le pido que cante «Almohada»?–, me dije para sí.
Nos llevaron unos güisquis. Galeana platicaba con el dueño porque quería entrevistar a Claudia Tate. Me salió lo periodista porque el comandante no se movía de su asiento y acaparaba a José José. Aproveché que se acercó el dueño y le dije al policía: Comandante, ¿me permite un minuto?
De mala gana, accedió. José José le dijo: “Ahorita platicamos”.
Me senté junto al Príncipe. Por supuesto que no lo iba a entrevistar. Claro que no. Era su vida privada y esa yo la respeto como regla periodística. Lo privado es privado. Punto. Afuera es otra cosa.
– ¿Cómo estás, Príncipe?
– Bien hermano, con mucho trabajo gracias a Dios…
– Salud…
– Salud…
¿Y tu salud?
– Allí va hermano, como sube y baja, a veces arriba, a veces abajo, pero allí vamos, gracias a Dios…
– ..
– Salud…
– Tu interpretación de “El Triste” jamás se repetirá. Es irrepetible, José….
Le sirvieron otro coñac. Asimiló la pregunta. Chocamos los vasos. Bebió de un tirón. Me dio una palmada en la pierna y me dijo, a manera de confidencia:
– Nunca, hermano. Nunca se repetirá…¡ni siquiera conmigo…!
Reímos de buena gana.
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