La guerra perdida, editada por Alfaguara y escrita por Jordi Soler, compila tres historias basadas en la huella que dejó la Guerra Civil española en una familia entera y es una invitación a ir en contra del discurso político que llama a olvidar a las víctimas de la historia.
Soler es autor de dos libros de poesía y de diez novelas, traducidas a varias lenguas, entre ellas Bocafloja (1994), La corsaria (1996), Nueve Aquitania (1999), La mujer que tenía los pies feos (2001), Diles que son cadáveres (2011) y Restos humanos (2013).
Ciudad de México, 31 de agosto (SinEmbargo).- Las batallas, sobre todo las que se pierden, se heredan a generaciones enteras; la migración forzada que provocan deja en las personas una especie de vacío, una constante búsqueda de identidad. Eso plantea Jordi Soler en las tres novelas que conforman La guerra perdida, todas con un hilo en común: Los estragos del exilio.
El volumen compila las obras Los rojos de ultramar (2004), La última hora del último día (2007) y La fiesta del oso (2009), una trilogía inspirada en la historia familiar del escritor nacido en Veracruz e hijo de españoles, quienes, por supervivencia más que por gusto, dejaron su país para huir de la Guerra Civil.
La primera novela reconstruye la historia de Arcadi, el abuelo de Jorge Soler, quien se enlistó a la guerra dejando atrás a una esposa e hija recién nacida y sus estudios como abogado. Aunque la decisión de Arcadi de sumarse al combate es la causa más directa del exilio a México de la familia del escritor, el novelista se cuestiona: ¿Quién detonó la primera mina de ese campo de batalla? La respuesta la atribuye a la decisión de su bisabuelo, quien también se unió, años antes, a la guerra.
Para el novelista las decisiones de alguien detonan una serie de minas que estallan a lo largo de generaciones y esas minas regadas convierten a las personas, casi sin darse cuenta, en soldados que enfrentan sus propias batallas.
Eso pasó con la familia de Arcadi, quien en 1939 tuvo que emigrar de España, sufrir meses en un campo de refugiados de Francia la sensación de ya no pertenecer a nada, e iniciar desde cero una vida en otro continente, entra la naturaleza y las altas temperaturas de Veracruz. Aunque los bombardeos del régimen de Francisco Franco habían quedado un océano y varios años atrás, Jorge y su familia libraron sus propios combates, se enfrentaron a una constante exclusión, al racismo, a la sensación de no sentirse parte del país que habitaron por años y desde el que reconstruyeron sus vidas.
“Lo que sigue de la guerra suele ser peor”, sentencia el también autor de novelas como La mujer que tenía los pies feos y El cuerpo eléctrico; y así lo constató con entrevistas y vivencias de la infancia que pasó en Galatea, donde Arcardi y sus amigos catalanes se adaptaron cultivando café para subsistir.
En el relato de cómo cambió la vida de españoles por una guerra de hace décadas se dislumbra también el retrato actual de las y los migrantes que arriban diariamente a otros países, incluyendo México.
Los exiliados del franquismo compartieron con quienes hoy llegan al país el arropo de discursos diplomáticos en pro de sus derechos, que en la cotidianidad chocaban con el concepto de ser «los invasores», “los extraños”.
El dibujo familiar de Soler, hecho a través de entrevistas, de las memorias escritas de su abuelo, la revisión de documentos históricos y de viajes a Europa a lugares que definieron las decisiones de sus ancestros, es, al mismo tiempo, la visión de las víctimas de guerras armadas, comerciales, diplomáticas, —todas ellas siempre ajenas— y quienes buscan, como pueden, librar los combates del día a día de los que sí son protagonistas, como las búsquedas por mejores condiciones de vida.
Los amigos de la familia del escritor, también exiliados que huyeron de España, compartieron con Arcadi, según sus memorias, un deseo de acabar con el dictador Francisco Franco por orillarlos a dejar su país, lo que casi se concreta en un atentado para matarlo.
Por otra parte, La última hora del último día se inspira en recuerdos y pasajes de la infancia del autor, lo que permite entender cómo fue vivir en La Portuguesa, la hacienda cafetalera de sus abuelos y sus amigos catalanes creada al arribar a México.
Las vivencias se entrecruzan con las de los nativos, quienes, incluso los más cercanos, no dejaban de verlos como lejanos. Estaban constantemente separados por estigmas que los relacionaban con los conquistadores de la época colonial. A ello se suman las diferencias socioeconómicas, pues los españoles eran los dueños de la hacienda y los veracruzanos sus empleados.
Los niños mitad mexicanos mitad españoles de La Portuguesa vivieron las diferencias con dolor, entre burlas, pues pese a estar rodeados de toda clase de insectos, animales, -incluso un elefante-, y naturaleza, los originarios de la zona se esforzaban por remarcar que ellos habían nacido ahí y que tarde o temprano esas tierras volverían a ser suyas.
Esa dualidad, la de estar, pero no pertenecer, se agravó conforme pasaron los años, particularmente entre los amigos de Arcadi, quienes ya no tenían más que esperar la caída de Franco porque eso significaba la posibilidad de regresar a su natal España. Los días pasaron, la muerte se cobró varias vidas y las predicciones de los de la zona se cumplieron: la naturaleza poco a poco reclamó lo que era suyo y se adueñó de La Portuguesa.
Si bien Los rojos de ultramar y La última hora del último día invitan a no olvidar, La fiesta del oso evidencia con más particularidad el porqué, pues parte de cómo habría sido la vida de Oriol, el hermano de Arcadi, de quien perdieron el rastro desde 1939, cuando ambos buscaron huir de España.
Dedicar una novela a un familiar al que no se conoce más que en imágenes es un esfuerzo literario contrario al discurso político que llama a olvidar, en este caso a una víctima de la Guerra Civil.