Voto en contra revela un México dinámico, vibrante y complejo, en el que la inteligencia y las instituciones pueden librar y ganar las batallas más trascendentes.
Ciudad de México, 22 de junio (SinEmbargo).– En los últimos 15 años, México ha librado algunas de sus batallas más importantes… en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ahí se han debatido -y definido- los límites a la libertad de expresión, los derechos de los indígenas a juicios justos, las fronteras de la privacidad, la inclusión, el valor de los tratados internacionales e incluso el «derecho a la irreverencia«, entre muchos otros.
Y poco a poco, gracias a algunos jueces, las perspectivas más progresistas han ido ganando terreno. En esta obra, José Ramón Cossío Díaz, ex Ministro, explica con sencillez y pasión algunos de los votos más importantes de su carrera: aquéllos en los que discrepó con la mayoría, pero que a la larga permitieron más derechos, más democracia, más pluralidad.
Voto en contra revela, así, un país dinámico, vibrante y complejo, en el que la inteligencia y las instituciones pueden librar y ganar las batallas más trascendentes.
*La información anterior pertenece a Debate.
SinEmbargo comparte un fragmento del libro Voto en contra, de José Ramón Cossío Díaz. Cortesía otorgada bajo el permiso de Debate.
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La necesidad de los intérpretes y traductores indígenas
ANTECEDENTES
Imagine la escena. Usted está siendo juzgado por un delito que le puede implicar 30 o más años en prisión. Durante semanas y meses, el juez, los funcionarios judiciales, los policías y hasta sus abogados, hablan un idioma que usted no domina y actúan en un contexto cultural que desconoce. Sólo espera, angustiado, a que llegue el día en que se emita su sentencia.
Esa situación la han vivido miles de indígenas en nuestro México. Éstas son las historias de tres de ellos, de los juicios que tuvieron y de cómo su batalla llegó hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el máximo tribunal del país.
I
A Daniel y Arturo los detuvieron en octubre de 2005. Los policías que los capturaron dijeron que los habían hallado en el momento en que transportaban marihuana. El día 31 de aquel mes, el agente del Ministerio Público concluyó su investigación y envió el expediente a un juez penal federal. El juez segundo de distrito en Zacatecas consideró adecuadas las detenciones y comenzó el proceso en su contra; un viacrucis que detonaría un debate acerca de qué tan amplia es la “protección” que la Constitución Federal le garantiza a los indígenas mexicanos.
Un día después, el 1 de noviembre de 2005, Daniel y Arturo rindieron su primera declaración ante el juez. Explicaron que eran indígenas tepehuanos y, aunque desde el principio resultó evidente que su lengua materna no era el español, ellos afirmaron que lo entendían suficientemente.
Esta afirmación fue matizada poco después. Como parte del proceso se realizó una prueba pericial denominada “sociocultural y de posible nivel educativo”. En sus conclusiones, el perito escribió que Daniel entendía y hablaba el español, pero que se le tenían que explicar diversas palabras para que las comprendiera. Arturo dijo que entendía el castellano y sabía leer y escribir en esa lengua.
El 15 de diciembre, el defensor público de los procesados solicitó otro estudio pericial, esta vez de “etnolingüística”. El análisis corrió a cargo de expertos de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CNI), quienes concluyeron que, al reconocerse como miembros del pueblo tepehuano, los detenidos sí presentaban una “marcada diferencia cultural” protegida por el artículo 2 constitucional. Ésta fue la primera ocasión en que se aludió a dicho artículo, pieza clave de toda esta historia.
Poco después hubo un tercer dictamen; en él, un perito ratificó que Daniel y Arturo no tenían al castellano como lengua materna, sino “de segunda adquisición”, y los consideró como “bilingües funcionales del español”. Esto significa que podían man tener conversaciones simples o informales, pero no entender cabalmente asuntos procesales de difícil comprensión incluso para un hablante nativo.
Con base en el dictamen anterior, el juez solicitó a la CNI que designara un traductor de la lengua tepehuana para auxiliar a los procesados.
En una de sus declaraciones, estos traductores aseveraron que en el juicio sólo usaron la lengua tepehuana cuando los procesados indicaron que no comprendían. Sin considerar que en otra declaración los inculpados dijeron que la lengua que dominaban era el tepehuano.
El 19 de junio de 2006 (medio año después de iniciado el proceso), el juez segundo de distrito los consideró penalmente responsables y les dictó sentencia imponiéndoles pena de prisión. El juzgador concluyó que los procesados no ignoraban que el hecho del que se les acusaba era prohibido. Además, argumentó que al declarar ante las autoridades correspondientes, Daniel y Arturo dijeron entender “perfectamente” el español, por lo que estimó que posteriormente fueron aconsejados para alterar la verdad y decir que no entendían ese idioma.
Previsiblemente, los sentenciados apelaron y, posteriormente, acudieron al amparo, sin obtener sentencia favorable. Por lo que, como último recurso, le solicitaron a la Suprema Corte de Justicia la revisión de esta última sentencia. Fue así que el 3 de enero de 2007, el presidente del Tribunal Colegiado que llevaba el proceso de amparo ordenó remitirlo a la Suprema Corte.
En este caso, los ministros de la Primera Sala de la Suprema Corte debíamos determinar si procedía el amparo solicitado, si se había respetado el debido proceso y —muy importante— teníamos que fijar cuáles eran los derechos concretos de los indígenas.
La Sala debía elegir entre dos caminos: decantarse por un análisis centrado en la “adecuada defensa” en los procesos penales (que principalmente se refiere a que los procesados cuenten con un abogado en todo momento), o ir más allá y debatir acerca de la protección especial que el artículo 2 de nuestra Constitución otorga a los indígenas.
El Tribunal Colegiado —cuya sentencia revisábamos— había determinado que esa protección no podía ser reconocida a los solicitantes, porque el español era su segunda lengua y lo comprendían suficientemente como para rendir sus declaraciones sin necesidad de un intérprete.
Los indígenas, inconformes, replicaron que el tribunal había llegado a esa conclusión de manera precipitada, es decir, antes de que se realizara una interpretación del artículo 2 de la Constitución Federal, tal como lo habían solicitado.
En ese aspecto, los ministros de la Suprema Corte les dimos la razón: aceptamos que era importante definir quién puede ser considerado “indígena” y, por lo tanto, quién y cómo debe disfrutar de la protección del citado artículo constitucional. Paradójicamente, la mayoría decidió resolver el asunto sólo bajo el paradigma clásico de derecho a la defensa. Por otra parte, yo consideré que los indígenas tienen el derecho a ser asistidos por intérpretes y defensores que conozcan su lengua y cultura.
Por esta razón merecían que les concediéramos la protección solicitada.
Éste no fue un caso rutinario: le exigió a la Suprema Corte resoluciones que llevaron a la realidad cotidiana lo asentado en la Constitución. Pero la mayoría lo hizo de un modo que, a mi juicio, fue incompleto.
¿QUIÉN ES INDÍGENA?
Desde los años noventa muchos países modificaron sus constituciones para reconocer la diversidad cultural. Así lo hicieron, por ejemplo, Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Paraguay, Perú y Venezuela.
La cuestión que todas esas naciones enfrentaron fue definir, previamente, a quiénes aplicarían esas modificaciones jurídicas, es decir, determinar quién sería considerado indígena. Éste es un problema que también enfrenta México y la respuesta no es para nada obvia. ¿Por qué?
Vamos por partes. Primero, porque es evidente que las minorías indígenas no tienen una cultura homogénea; sus tradiciones y su grado de asimilación a la cultura mayoritaria son muy diferentes. Todas ellas combinan en proporción cambiante aspectos relativamente extraños a la cultura europea que llegó en el siglo XVI. En segundo lugar, existe una amplia variedad de patrones de asentamiento geográfico. Finalmente, hay una gran variación en lo que podríamos llamar el grado de “autoconciencia” respecto de su identidad indígena.
Estos factores complican la tarea de definir qué es “lo indígena”, identificar quiénes son “indígenas” y delimitar los contornos de esos “pueblos y comunidades” en el marco constitucional. Sin embargo, este reto se percibe como un problema más inmanejable de lo que es en realidad, porque se interpreta como la necesidad de definir en abstracto y de una vez por todas quién es o no indígena. Ello provoca que la discusión sea complicada e incluso confusa, impidiendo así que se resuelvan problemas concretos.
Es lógico que los jueces, ministerios públicos y abogados se abrumen ante lo titánico de aplicar una misma definición de lo indígena que sirva para englobar todos los aspectos regulados por la Constitución. En realidad, los preceptos constitucionales en materia indígena exigen cosas muy distintas.
Lo primero que hay que explicar es que el mencionado artículo 2 enumera cosas diferentes: a) derechos individuales ycolectivos, b) derechos reconocidos a las personas por su pertenencia a un grupo, pero que pueden ser individualmente ejercidos, c) privilegios de ejercicio exclusivamente colectivo, e incluso d) titularidades que no pueden ser descritas como “derechos”. Además, una persona puede muy bien ser “indígena” para los efectos de algunas de estas previsiones y no serlo para los efectos de otras.
Ante esto, hay que decir que los criterios para considerar “indígena” a una persona (y así otorgarle todos los beneficios que la Constitución prevé a su favor) pueden y en realidad deben ser distintos a los utilizados para delimitar a los pueblos y comunidades “indígenas” (que fungirán como unidades de autogobierno).
Otro punto que debe resaltarse es que las identidades individuales y colectivas no son perpetuas e inamovibles y que el Estado no puede encasillar a los individuos en ciertos grupos de una vez y para siempre. Ello no significa que alguien pueda declararse indígena hoy y mañana no; que pueda decidir serlo, por ejemplo, para recibir subsidios, pero no para ser destinatario de ciertas normas sobre gestión de la tierra. Ser indígena en México es, en ocasiones, una condición destinada a originar derechos, beneficios y previsiones especiales, pero también deberes y responsabilidades, y las leyes deben hacer todo por asegurar esta coherencia.
También resulta de interés que algunos de los derechos consignados en la Constitución en materia indígena pueden aplicarse directamente y otros requieren de legislación secundaria. Esto es importante porque, como veremos, el caso de Daniel y Arturo concernía tanto a una norma secundaria como a derechos directamente reconocidos por nuestra Constitución Federal.
La sentencia aprobada por mis compañeros le dio una gran relevancia al criterio de la autoadscripción, es decir, el hecho de asumirse como indígena para poder identificar a los destinatarios de las normas consagradas en el artículo 2 constitucional. Esto partiendo de la base de que el asunto tenía que ver con la identificación de los indígenas en lo individual y no con los grupos.
Delimitar quién es considerado indígena era fundamental en el caso, pues el litigio se centraba en la aplicación de un derecho que no se reconoce a todas las personas, sino precisamente a los indígenas.
El caso sería totalmente distinto si el procesado fuera, por ejemplo, un ciudadano australiano en México que no entendiera el español. Ciertamente se le asignaría un traductor (ya que el artículo 20 de la Constitución indica que “tendrá derecho a una defensa adecuada”) y el objetivo sería totalmente práctico: que el australiano fuera informado de lo que fuera ocurriendo y, así, garantizarle el debido proceso.
A un indígena también se le asignaría un traductor, pero con esto no bastaría. La lógica en este caso sería distinta. ¿Por qué? Porque el artículo 2 de la Constitución no se restringe a asuntos idiomáticos. Es una disposición de naturaleza distinta a los “derechos de debido proceso” y va mucho más allá de lo que éstos conceden.
Dicho artículo otorga a los indígenas el derecho a acceder plenamente a la justicia del Estado, y aclara que para garantizar ese derecho, en todos los juicios y procedimientos en los que sean parte, individual o colectivamente, se deberán tomar en cuenta sus costumbres y especificidades culturales respetando los principios de la Constitución. Añade que “los indígenas tienen en todo tiem-po y lugar el derecho a ser asistidos por intérpretes y defensores que tengan conocimiento de su lengua y cultura”.
En la sentencia se determinó que, por el simple hecho de ser bilingüe, una persona dejaba de ser “indígena”. Pero considerar eso era suscribir una definición de “persona indígena” que no reunía todos los requerimientos necesarios, pues la identificaba como un individuo aislado del resto de la sociedad y reducía el alcance de la categoría “indígena” hasta dejarla en su mínima expresión, pues abarcaría sólo a los cada vez menos individuos funcionalmente monolingües que existen en el país.
Además, se olvidó que la Constitución habla de intérpretes y defensores que conozcan no sólo su lengua, sino también su cultura; que no sólo traduzcan, sino que sean verdaderos intérpretes frente a lo que sucede en el proceso de la persona indígena. Deben ser los puentes entre los indígenas y las autoridades estatales, no sólo por sus conocimientos lingüísticos, sino por su familiaridad con su cultura y el derecho indígena, así como con la cultura y el derecho estatal.
Ante la importancia de identificar al titular de los beneficios que otorga la Constitución, cabía preguntarse cuál sería una buena forma de hacerlo. A mi juicio, sería posible que el “pueblo indígena” que constitucionalmente está llamado a ser autónomo, establezca un procedimiento de “identificación del sujeto”. Sin embargo, esto no existe.
En este contexto, sostuve que siempre que una persona solicite ser asistida por un intérprete y se declare indígena (aunque sea bilingüe o multilingüe), debe presumirse que lo es y que, por lo tanto, se le debe conceder esa solicitud a menos de que existan pruebas que demuestren lo contrario.
Adelantándome a aquellos que puedan pensar que dicho método puede prestarse al “abuso”, dije que el hecho de que alguien pueda abusar de un derecho no es nunca una justificación para negar su existencia o no reconocerlo.
Paralelamente, la decisión de proveer de un intérprete no sólo dependería del Ministerio Público, sino que también podría ser adoptada por un juez.
Resulta importante recordar aquí que en la sentencia que resolvió el caso de Daniel y Arturo se concluyó negar la concesión del amparo. Por el contrario, de conformidad con todo lo que he expuesto, en mi opinión procedía conceder la protección de la justicia federal para que se reiniciara el juicio y que el juez, atendiendo a la condición de personas indígenas, ordenara la participación de un intérprete y un traductor que conocieran de la cultura de los procesados para poderlos asistir durante todo el juicio, aun cuando hablaran un poco de español.
II
El 9 de marzo de 2009, el agente del Ministerio Público del fuero común en Altamirano (San Luis Acatlán, Guerrero) recibió una llamada telefónica. Jesús, comisario municipal de Yoloxóchitl, le informó que había aparecido un cuerpo en el paraje Arroyo Lodo de aquel municipio. La víctima ya había sido identificada. Se trataba de Fernando.
Después de realizar su investigación el Ministerio Público determinó que Mario era uno de los probables responsables. Así, el juez que conoció del asunto ordenó el 22 de agosto su aprehensión por homicidio calificado.
Cuando Mario fue detenido y ofreció su declaración (el 3 de septiembre) dijo que hablaba y entendía el idioma castellano, pero que pertenecía al grupo étnico indígena mixteco. Pese a dicha circunstancia, la autoridad no le nombró traductor para que lo asistiera a lo largo del juicio.
El proceso siguió y, finalmente, el 14 de diciembre de 2010 el juez estimó que Mario era culpable y le impuso una pena de 30 años de prisión. Él decidió interponer un recurso de apelación en 2011 y después solicitó un amparo.
Ante la complejidad del caso, el Tribunal Colegiado competente solicitó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación que resolviera el caso, argumentando que el indígena mixteca no fue asistido por ningún perito traductor y tampoco se verificó si el defensor tenía conocimientos de la lengua y la cultura de su defendido. Por ello era indispensable que la Suprema Corte ejerciera su labor de intérprete constitucional, para determinar si el artículo 2 de la Constitución Federal implicaba que los indígenas tenían el derecho de que su abogado conociera su lengua y cultura o si bastaba con tener traductor e intérprete.
En abril del 2012, la Suprema Corte determinó conceder la solicitud para analizar el caso, pues se estimó que resolverlo implicaba fijar un criterio de importancia y trascendencia para el orden jurídico nacional. Comenzó así un debate de vital importancia para el 21% de la población mexicana que se asume indígena.
El caso de Mario fue una nueva oportunidad para que la Suprema Corte de Justicia de la Nación analizara los derechos de los indígenas. La Primera Sala discutió si resultaba válido el procedimiento penal iniciado en contra de personas pertenecientes a diversas comunidades indígenas que durante su enjuiciamiento no recibieron la asistencia de un perito traductor o defensor que conociera su lengua y cultura.
La Sala determinó, por unanimidad de votos, conceder el amparo solicitado por el quejoso, ya que la ausencia de ese auxilio procesal obstruyó los derechos fundamentales de acceso a la justicia y a una defensa adecuada.
A la vista de dicho daño, ordenó la “reposición del procedimiento” hasta la fase procesal conocida como “preinstrucción”. Es decir, recomenzar el juicio desde la primera declaración del procesado ante el juez.
Importa resaltar que esta decisión no implicaba una declaración de inocencia ni la libertad de la persona sujeta a proceso. Sólo ordenó “reiniciar” el juicio, porque lo correcto era que se permitiera a los indígenas contar con un intérprete, un traductor y un defensor.
DEFENSOR, INTÉRPRETE Y TRADUCTOR
Todos estarían de acuerdo en aceptar que las personas indígenas sometidas a procesos penales deben contar con la asesoría de “alguien” que conozca su lengua y cultura. Sin embargo, no existe un acuerdo en torno a si, además de intérprete y traductor, el defensor debe contar también con conocimiento de la lengua y cultura de la persona indígena.
Para explicar por qué no compartí la totalidad de las consideraciones que llevaron a conceder el amparo es necesario distinguir entre el intérprete, el traductor y el defensor, ya que son tres figuras procesales distintas.
El “defensor” es la persona que durante el proceso se dedica a asistir al imputado con sus conocimientos jurídicos.
Las figuras de “intérprete” y de “traductor”, en cambio, comparten la función de trasladar significados de una lengua a otra; tienen como objetivo acercar la realidad del indígena a la del juzgador y al resto de las partes, tanto en el aspecto estrictamente lingüístico, como en el cultural y simbólico.
Entre estas dos figuras existen diferencias relevantes. La función del traductor es trasladar el significado de las palabras de una lengua a otra; la del intérprete va más allá de los meros vocablos, a fin de revelar los pormenores de una cultura a través de la explicación de sus tradiciones, educación e interpretación de la realidad.
Como se puede ver, ni el traductor, ni el intérprete, ni el defensor podrían ofrecer a un indígena, por sí solos, una defensa de calidad tal y como lo requiere nuestra Constitución.
Importa destacar aquí que la labor del intérprete no sólo le es útil al defendido, sino también al juzgador: el intérprete le ofrece al juez elementos que van más allá de lo meramente jurídico para que logre una mejor comprensión de las condiciones en que ocurrieron los actos de la persona procesada y así pueda emitir una sentencia completa.
Si queríamos garantizar el acceso a la justicia por parte de los indígenas no podíamos admitir acciones incompletas de los actores procesales ni la “subsidiariedad” de poner en un segundo plano la relevancia que el pleno entendimiento del lenguaje tenga en los casos.
La adecuada defensa de un indígena hace necesaria la comprensión del proceso y sus condiciones técnicas, lo cual deberá aportar la figura del defensor. También el entendimiento de las lenguas empleadas, lo que corresponde al traductor. Finalmente, es preciso incorporar la cosmovisión y contenido cultural que ha nutrido la comprensión de la realidad de la persona indígena, lo cual corresponde al intérprete . Sólo el cumplimiento cabal y armónico de estas tareas puede asegurar el derecho de los indígenas a la justicia.
En la sentencia se afirmó que la frase constitucional “intérpretes y defensores que tengan conocimiento de su lengua y cultura” no debía implicar, necesariamente, a personas distintas. Yo diferí. A mi parecer era necesario el concurso de todas esas figuras y, más aún, que compartan conocimientos acerca de la tradición y cultura a la que pertenece el procesado. Ello es así, pues el acceso a la justicia, tratándose de personas indígenas vinculadas con un proceso penal, es diferente de cualquier otro proceso judicial. Por eso, los rasgos específicos de su cultura obligan a las autoridades a realizar juicios que sean sensibles a ellos.
La asistencia de un defensor, un intérprete y un traductor es un mecanismo óptimo para asegurar una defensa adecuada. Nunca hay que olvidar que el objetivo es reducir la distancia cultural entre una persona indígena y un sistema judicial inspirado en códigos que no comparten.
Otro motivo de mi disenso fue la falta de precisión en el uso de los conceptos “intérprete” y “traductor”. En la sentencia se utilizaron indistintamente, pero es central distinguir con precisión las dos figuras.
Como ya se dijo, el intérprete cuenta con un conocimiento completo de la cultura a la cual pertenece la persona indígena, por lo que puede robustecer el sentido de lo que debe interpretarse, contextualizando y poniendo en juego diversos elementos de entendimiento. Gracias a él, el indígena acusado puede ser escuchado plenamente en todos los actos y por todos los partícipes del proceso penal y mostrar las peculiaridades de su cultura.
Por su parte, el traductor limita su labor a trasladar frases de una lengua a otra. Al conocer la lengua, es probable que en algunos casos el traductor pueda realizar lo exigido al intérprete. Sin embargo, no es posible asumir sin más tal condición. Es necesario diferenciar a las personas y sus funciones.
LOS INDÍGENAS Y EL SISTEMA JUDICIAL
Lo ordenado por la Constitución sobre tomar en cuenta las particularidades de las culturas indígenas en los juicios no se aplica sólo a las personas que no hablan español. Por el contrario, la persona indígena sobre la que está pensada la Constitución es, curiosamente, la persona multilingüe, pues es ésta la que sin perder su lengua materna tiene contacto con una comunidad política más amplia en la que predomina la lengua española y en la que tendrá que defenderse durante un juicio.
Es posible cuestionar si la cosmovisión indígena debe ser tomada en cuenta a la hora de declarar culpable o no a la persona por la comisión de un delito. Lo primero que habría que decir es que todo Estado que presuma ser pluricultural debe hacer lo posible para evitar “castigar”, así sea indirectamente, la diversidad cultural. Debe fortalecer el respeto a los parámetros culturales diversos. Más aún, debe abandonar el dogma según el cual los funcionarios judiciales sólo deben tomar en cuenta la ley sin atender datos importantes del contexto social.
Para que la justicia penal no discrimine a los indígenas, debe admitirse que nuestra realidad es multicultural, y diferenciar las políticas públicas que el Estado debe implementar con los pueblos originarios.
Entiendo que era difícil cumplir con los requerimientos derivados de una lectura integral del artículo 2 constitucional. Formar cabal y diferenciadamente a defensores, traductores e intérpretes, es complicado. Consideremos que el número de lenguas indígenas existentes en nuestro país es de 68. Si a eso le sumamos los pocos centros de capacitación y la disponibilidad actual de los mencionados sujetos procesales, la dificultad de garantizar este derecho queda evidenciada.
Llegar a una situación en la que en cualquier proceso penal un indígena cuente con defensor, traductor e intérprete, es un trabajo arduo y costoso que requerirá de un largo esfuerzo. Sin embargo, ésta no fue la discusión analizada por la Suprema Corte. Muy por el contrario, el verdadero eje de la cuestión fue un aspecto teórico: el alcance del artículo 2 constitucional. Analizar el artículo para identificar los derechos a favor de los indígenas que, por la posición superiorde la Constitución Federal, determinarán todas las normas y actos de nuestro orden jurídico en la materia.
Por ello, la solución que propuse para el caso de Mario era más protectora que la que se determinó en la sentencia. No sólo se debió ordenar la reposición del procedimiento para que se contara con un intérprete, sino que se debió ordenar que el procesado fuera auxiliado por un intérprete, más un traductor, más un defensor, todos con conocimientos de su lengua y cultura.
Es mucho lo que tendrá que hacerse para satisfacer los derechos de los indígenas. Sin embargo, un muy buen comienzo es determinar lo que la Constitución dispone. A partir de ello será posible identificar las acciones que deberán realizar las autoridades legislativas, administrativas y judiciales. Para delinear así un México que en verdad sepa escuchar a los indígenas cuando más lo requieren: cuando necesitan defenderse.