Fue una matanza: exterminaron a 58 civiles y murieron dos militares. La decisión de Estado para exterminar al Movimiento Estudiantil a lo largo de más de una década fue calificada como genocidio por la justicia. Así nombra Joel Ortega, autor de Adiós al 68, el 2 de octubre de 1968.
Ciudad de México, 7 de octubre (SinEmbargo).- “Superviviente, sí, ¡maldita sea!, nunca me cansaré de celebrarlo. Así dice una de las estrofas de las nuevas canciones de Joaquín Sabina. Casi todas tratan de un momento muy parecido al mío, obviamente por la similitud de edad y de algunas semejanzas vitales, políticas y culturales de ambos. Por eso estas estrofas me ayudan a definir el tono de estas notas. Por ejemplo, hay una que se llama Leningrado:
Tú con tu boina y yo con barba, viva el Che.
Recién conversos a la fe del hombre nuevo.
No había caído el muro de Berlín
ni reventado el polvorín de Sarajevo,
porque la Revolución tenía un talón de Aquiles al portador.
La idea central de Adiós al 68 se refiere no tanto a situaciones personales específicas, críticas, límites, al borde del abismo, sino a la condición de sobreviviente de una generación que consiguió cierta cantidad de cambios, que soñó con tanto y que al final sufrió también un conjunto de derrotas. Por un rato largo, quizá varios decenios, medio siglo o un siglo, perdimos la batalla del “asalto al cielo”, del cambio, de la Revolución, de la lucha contra el poder”, dice en su libro Joel Ortega Juárez (Ciudad de México, 1946).
Licenciado en Economía por la UNAM y maestro en Periodismo Político por la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Fue militante de la Juventud Comunista desde 1963 y participó en el Movimiento Estudiantil mexicano de 1968, como brigadista de la Escuela Nacional de Economía de la UNAM. Sobrevivió a la represión violenta del 2 de octubre de 1968 y más tarde a la del 10 de junio de 1971. Vivió en Moscú entre octubre de 1969 y mayo de 1970, durante su estancia en la Universidad Patricio Lumumba. Impugnó públicamente al presidente Luis Echeverría el 14 de marzo de 1975, durante la imprudente visita del mandatario a la UNAM y se declara sin militancia política desde 1988. Participó en la fundación del SPAUNAM y el STUNAM, además de haber sido profesor en varias escuelas y facultades de la UNAM entre 1975 y 2013.
“Soy sobreviviente de otros momentos críticos, como cuando fuimos cercados por el Ejército en la Marcha de la Ruta de la Libertad en una carretera de Guanajuato, a la salida de Valle de Santiago, el 6 de febrero de 1968. De pura casualidad no terminamos exterminados al estilo de Tlatlaya y Nochixtlán o de cualquier otro tipo de ejecuciones como las que vemos ahora”, dice Joel.
–¿Qué recuerda de ese día, 2 de octubre de 1968?
–Creo que es una distorsión reducir todo a este día. Recuerdo más la época, el 1968 fue mucho más que esa tragedia que nunca hay que perdonar, por supuesto. Eso, más que gritarlo, hay que hacerlo. Nosotros, con otros políticos del pasado, logramos condenar y apresar a Luis Echeverría y 14 más, por el delito de genocidio. No es el mero 2 de octubre sino el acto constante del Estado para suprimir o eliminar a los estudiantes. Desde 1956 hasta mediados de los años 70 han querido eliminar a los estudiantes. Logramos que los jueces lo considerasen genocidio y por eso Echeverría sufrió prisión domiciliaria.
–¿Recién ahora se ha determinado que es un crimen de Estado?
–No, eso no es cierto. Esa fue una decisión de la Corte, lo que apenas anteayer se ha dicho (y es un dicho), un empleado de gobernación, él dijo que era Crimen de Estado. Es una expresión de un funcionario menor. El delito de genocidio fue sentenciado por un juez y por un tribunal de justicia. Echeverría es y sigue siendo un hombre muy poderoso en el control político y en el manejo de muchos medios de comunicación. Simplemente no se le subrayó esa importancia. El acto que cometió el Estado se pretende ahora aminorar. Durante siempre el Gobierno mexicano ha dicho que lo que había pasado en Tlatelolco había sido una emboscada contra el Ejército, pero entonces decía que esa emboscada la habíamos hecho los estudiantes. Por eso acusó y procesó a 68. Fueron muchos delitos y algunos acumularon hasta 17. Fueron retirando los cargos uno a uno, dejándoles uno o dos delitos para obligarlos a salir bajo fianza y que tuvieran que ir a firmar.
–Todavía no se sabe cuántas víctimas murieron
–Hay una cifra que fue producto de la investigación y que establece que murieron (así lo digo en mi libro) 58 civiles y 2 militares. Desde el inicio del movimiento se suman 68, incluyendo los que murieron en Tlatelolco. Y de todo el proceso del 68, suman en total 85, con nombres y apellidos. Puede haber más, pero esos son los que identificamos. Lo de decir que fueron 500 fue una exaltación de ira de la periodista italiana Oriana Fallaci, quien recibió un balazo en una nalga y con toda razón dijo: Ni en Vietnam me ha pasado algo así, ¡Mataron a 500!”. Esa expresión, que reprodujo The Guardian, produjo un terror espeluznante. El Gobierno dijo esa es una falsedad y no sirvió de nada.
–¿Qué piensa de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa?
–Eso es otra cosa. Totalmente inaceptable, una tragedia tremenda, terrible, pero no tiene nada que ver con el movimiento estudiantil de 1968. Es otra cosa que hay que indagar, pero tampoco tienen que ver todos los compañeros que fueron apresados, torturados y asesinados durante la Guerra Sucia. Esta cosa de mezclar todo genera confusión.
–¿Qué piensa de los porros de la UNAM?
–Los porros son el testimonio de la represión estatal. Es una estructura que existe desde hace muchos años, para reprimir, golpear e impedir que los muchachos se organicen. Está muy relacionado con la distribución de la droga y del alcohol.
–¿Fue una pesadilla el 2 de octubre?
–El recuerdo es brutal. Un horror espantoso. Una marcha pacífica y alrededor camiones y camiones del Ejército, con tanques, helicópteros y en un momento dado comienzan a disparar, la gente huyendo, no sabía hacia donde. A veces corrían hacia los mismos soldados. La pesadilla más grande que he tenido en mi vida fue esa tarde, noche. Sólo en mi caso, superada por el 10 de junio de 1971. Íbamos encabezando la marcha y me tocó directamente. Los compañeros que estaban a mi lado, uno de ellos de origen vasco, recibió una bala en la cabeza que sangraba impresionantemente. Un muchacho de 22 años lleno de sangre junto a mí. Las imágenes de la gente está llena de horror, a los que se quedaron en los departamentos los fueron a buscar y los agarraron uno a uno. Ni en batallas de la Guerra de Vietnam se producían esa cantidad de muertes. Acá no hubo batalla.
–A 50 años de aquel recuerdo, con su libro Adiós 68, ¿Qué cosas quiere destacar?
–El gran legado de 1968 fue la lucha por la libertad contra el poder. Fue un movimiento que no quería el poder, quería acabar con el poder y por eso fomentó las luchas de las minorías, del movimiento gay, del movimiento feminista, de los negros, ese es el gran legado. No estábamos ligados a la Guerra Fría del momento. No era un movimiento local ni tampoco político en un sentido estricto. Nos hubieran linchado si a alguien se le ocurre decir: –Oye, ¿por qué no convertimos esto en un Partido? Era un movimiento mucho más generoso, no era gremial, teníamos 6 puntos que eran el guión para poder actuar. Era una rebelión contra un Estado autoritario y desigual.
Fragmento del libro Adiós al 68, de Joel Ortega Juárez, con autorización de Grijalbo
PRÓLOGO
Conozco a Joel Ortega desde finales de los años setenta, aunque nos cruzamos un par de veces en París a mediados de esa década. Hemos librado varias luchas juntos, y compartido múltiples trincheras: en el Partido Comunista Mexicano en 1980 y 1981; en la búsqueda de la alternancia (cualquier alternancia), en 1988, con Cuauhtémoc Cárdenas, luego durante el decenio de los noventa y más tarde en la elección del año 2000 con Vicente Fox; y contra la vejez y la nostalgia en tiempos más recientes. Joel ha sido mi primer y mejor lector, así como compañero de innumerables juergas y viajes, y un aliado en infinitas batallas, desde las tinieblas del estalinismo hasta el autoritarismo cuasi dictatorial de las redes sociales contemporáneas. Joel padece mi amistad: carga con el pecado de ser amigo del enemigo-en-jefe del castrismo mexicano y de los pejezombis, sin figurar entre las filas de uno o de otro bando. Aprovecharme como prologuista de su nuevo libro es una magra recompensa por lo que ha sufrido Joel a mis expensas, pero también un honor para mí al poder rendirle así un homenaje a cuarenta años de amistad.
Adiós al 68 es un relato de vida, más que un ensayo histórico. En él se entremezclan recuerdos, personajes, momentos, reclamos y denuncias, defensas y autocríticas. Como abundan los pretextos y temas para un prólogo y en tanto cualquier selección es necesariamente arbitraria, he escogido cuatro reflexiones de Joel para yo mismo cavilar sobre ellas y alentar así al lector a repasar el libro entero.
Primero, el tema del título: el Movimiento Estudiantil mexicano de 1968. Incluyo adrede, como Joel, el calificativo nacional por una poderosa razón argumentada in extenso por Ortega. México fue un reflejo, fiel y a la vez borroso, de un fenómeno internacional de enorme significado y efecto transformador. No exclusivamente, ni quizás principalmente, en el ámbito político. Al igual que el Che Guevara, cuya muerte aconteció casi exactamente un año antes de la matanza de Tlatelolco, las rebeliones estudiantiles –y en algunos casos obreras– de 1968 en el mundo lograron un objetivo no buscado. El médico argentino vuelto revolucionario cubano y mártir boliviano no sólo no construyó un hombre nuevo, ni extendió su delirante foco guerrillero al resto de América Latina, sino que su fracaso ayudó a transformar a la isla de sus sueños en uno de los últimos refugios inatacables del estalinismo: lo que menos deseaba.
Los dirigentes del 68 mexicano, cuyos retratos esbozados por Joel hacia el final de su texto constituyen algunos de los pasajes más enriquecedores del libro, no lucharon por una revolución cultural en Occidente. Esgrimían una y otra vez su pliego petitorio de seis puntos, su repudio al “sistema” mexicano; nunca pensaron que su verdadera victoria y su auténtico legado consistiría en arrastrar a las nuevas clases medias mexicanas hacia la modernidad occidental. No cambiaron al país completo, pero sí a una minoría significativa. Joel lo formula de otra manera, pero análoga: “Una de las grandes aportaciones del Movimiento Estudiantil fue ese rescate de la lucha contra el poder, contra el poder familiar, contra el poder escolar, contra el poder militar, contra todos los poderes que estaban lesionando, lastimando, oprimiendo al conjunto de la sociedad”.
Segunda reflexión: Ortega le reprocha al movimiento haber contemplado al “ejército mexicano como pueblo armado y por tanto incapaz de practicar una política de represión y mucho menos una matanza contra el Movimiento Estudiantil”. Los jóvenes sencillamente no imaginaban que los militares pudieran dispararles, torturarlos, desaparecerlos. La razón: el origen en teoría popular del instituto castrense, su respeto por una legalidad ficticia y la omnipresencia y omnipotencia de la ideología de la Revolución mexicana, del nacionalismo revolucionario. Nada de todo eso perduraba ya en esa época, si es que en alguna ocasión existió. Creer todavía en 1968 que subsistía un sector progresista dentro del Estado mexicano, que los “buenos” tenían manera, agallas y poder para enfrentarse a los “malos”, encerraba una dosis de ingenuidad comprensible entre dirigentes de poco menos de 25 años, pero con más experiencia política de lo que parecía.
Tercera reflexión: la incapacidad de dialogar y “no cambiar la forma de lucha y levantar la huelga”. Aquí también figura un dejo de anacronismo, en el sentido estricto de la palabra: algo que no podía suceder en su tiempo. Por otro lado, este reclamo se vincula estrechamente a los dos anteriores. Si no se creía en la represión, si todo se centraba en los seis puntos, no había ni necesidad real de dialogar para evitar un impensable desenlace sangriento, ni margen de maniobra para negociar el pliego petitorio. Pero si no existía el espacio de la negociación, ¿para qué dialogar o levantar la huelga como primer paso, cuando no podía haber pasos subsiguientes? Se trataba de cambiar de forma de lucha, de aceptar una propuesta del rector Barros Sierra, de modificar la correlación de fuerzas dentro del Consejo Nacional de Huelga y de la propia Juventud Comunista a la que pertenecía Ortega. Nada de eso fue posible; el chantaje de entreguismo, reformismo y conciliación fue más fuerte que el realismo y el cálculo. Como siempre sucede con las grandes movilizaciones populares.
Antes de concluir con un comentario sobre la tesis más importante de Ortega, a saber, la sobrevivencia/anacronismo/dominación de la ideología de la revolución mexicana, rescato dos secciones importantes del libro, además de aquellos ya mencionados a propósito del 68. La primera es el episodio del 10 de junio de 1971 y los debates previos y posteriores a esos trágicos acontecimientos. Como dice Joel: “Gracias a la manifestación [del día de Corpus], nunca más han disparado armas y matado manifestantes en la Ciudad de México”. Quizá se deba retener una excepción en el 2012, pero la afirmación es fundamentalmente cierta. Muchos partidarios conservadores de la mano dura lo lamentan, pero los demás lo valoramos y agradecemos. Los cuarenta y tantos jóvenes asesinados por los Halcones fueron las últimas víctimas mortales de la represión en la capital. Ha transcurrido casi medio siglo y el saldo sigue blanco. No es poca cosa.
El otro acontecimiento, mucho más reciente y más ignorado por la comentocracia y los historiadores, pero muy resaltado por Joel, es la consignación de Luis Echeverría por el delito de genocidio y su arresto domiciliario entre 2004 y 2007. Algunos lectores recordarán que Vicente Fox, a raíz de un empate de fuerzas en el seno de su gabinete, creó la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), presidida por Ignacio Carrillo Prieto. Dicha Fiscalía se vio obligada a recurrir a la figura del genocidio para configurar un delito posible y logró procesar a Echeverría por los eventos del 10 de junio. Al final, un juez otorgó un amparo al expresidente y Fox disolvió la Fiscalía el último día de su mandato, como parte del primer pacto de impunidad con el PRI; según Joel, esto ocurrió a cambio del apoyo del PRI a la toma de posesión de Felipe Calderón. En todo caso, queda para la historia la investigación, el cargo y el arresto domiciliario: la primera y única vez que un expresidente mexicano se ha encontrado en tal situación.
Una idea obsesiva, motriz y decisiva impregna casi cada una de las páginas de Joel. Se trata de la noción, que comparto plenamente, de los efectos perennes, perniciosos y omnipresentes del nacionalismo revolucionario en la vida entera de la izquierda mexicana. Ortega contempla al nacionalismo revolucionario (y a su sinónimo funcional e innegable: la ideología de la Revolución mexicana) como una ideología en la acepción más fuerte del término: una visión virtualmente althusseriana de los aparatos ideológicos de Estado. Para él, ese nacionalismo enfermizo invade y permea todo en México: la ley, el ejército, la universidad, los medios, la cultura, la política exterior, el arte y, sobre todo, su víctima principal: la izquierda mexicana. Para Joel, más allá de las infinitas y eternas divergencias y rencillas dentro de la izquierda, allí gobierna no sólo un hilo conductor único o factor unificador primordial, sino un verdadero chip nacionalista-revolucionario, al final de cuentas priista.
En la idea de Joel Ortega, ningún sector de la izquierda mexicana –comunista prosoviético, maoísta, castrista, trotskista, cardenista o francamente reformista (lo que Joel llama los “mapaches”)– está libre del virus de la revolución mexicana. Ninguno permanece al margen de la influencia surgida del cataclismo de hace más de un siglo. Nacionalismo económico y en ocasiones folclórico y ramplón; autoritarismo autojustificado, entre otros factores, por un imperativo de soberanía; invocaciones populistas sustentadas en una retórica social casi nunca acompañada de hechos reales; solidaridad con regímenes semidictatoriales en otros países, donde ningún integrante de esa izquierda desearía vivir; estatismo todo terreno, sin mayor transparencia, rendición de cuentas o pluralismo: he aquí algunos de los rasgos del nacionalismo-revolucionario aborrecido por Joel, y de cuyas garras, según él, la izquierda mexicana, hoy menos que nunca, no ha podido escapar. El contraste con lo que denomina el espíritu libertario del 68 no podría ser mayor.
Persisten algunas lagunas o dificultades en este libro, que el lector fácilmente descubrirá. Ubicar a esa izquierda en un contexto latinoamericano representa una de las primeras; omitir detalles y puntillismo en las telas pintadas a grandes brochazos constituye una de las segundas. Pero si alguien busca recorrer rápidamente este último medio siglo de la historia del país a través de la vida de un actor y observador excepcionalmente perspicaz y sofisticado, cuenta hoy con el mapa de navegación para hacerlo. Es un recorrido que bien vale la pena. Jorge G.Castañeda