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Tomás Calvillo Unna

22/08/2018 - 12:00 am

Relato 2

Mira, si sigues pensando que tu abuelo pudo haberse comportado de otra manera, te descubrirás solito en un callejón sin salida, o encerrado en su closet con aquel olor a naftalina tan peculiar que lo identificaba; y su chaleco gris con rombos cafés, ¿recuerdas?, ajustado pero le quedaba bien y le gustaba. Tu abuelo se […]

subir Y Bajar Hasta Quedar Quietos Pintura Tomás Calvillo Unna

Mira, si sigues pensando que tu abuelo pudo haberse comportado de otra manera, te descubrirás solito en un callejón sin salida, o encerrado en su closet con aquel olor a naftalina tan peculiar que lo identificaba; y su chaleco gris con rombos cafés, ¿recuerdas?, ajustado pero le quedaba bien y le gustaba. Tu abuelo se fue de casa por una razón muy simple, sintió que le quedaban unos cuantos días de vida y creyó que desapareciendo así como lo hizo, podría el mismo escribir la palabra <>, y evitar de esa manera que alguien se le adelantara.

Nunca imaginó el escándalo familiar que provocó. Tu abuela llevaba ya años de no hablarle. Le había impuesto la afamada y nunca bien ponderada ley del hielo, una sistemática tortura silenciosa del alma. Siempre sospechó que sus ausencias eran aventuras amorosas. En realidad se había acostumbrado a su forma de ser, desde antes de comprometerse. Él siempre le dijo, te quiero pero no eres la única. Y aunque sabía que no era un mujeriego, entendió que él ya estaba casado hasta el último día de su vida con la libertad. Esa era su pareja y compañera inseparable y ella lo entendió. Pero una cosa era la libertad y otro su gusto por la risa, el baile, la copita y su distancia cada vez más exagerada de la iglesia. Ella eso no lo perdonó, se había salido del camino al cielo, y no iba a permitir que fuera un mal ejemplo para sus hijos.

En una palabra, tu abuela creía ciegamente que su marido había hecho un trato con el maléfico, y por lo mismo lo mejor era no escucharlo, ni hablarle. Se amuralló, ya ves qué hay gente así, que se encierra para protegerse.

Lo qué pasó en las últimas semanas se debió al diagnóstico médico que le advertía de su muerte inevitable en dos o tres meses más, es decir, moriría en marzo al inicio de la primavera.

Arregló sus cosas, tomó su bastón y su sombrero, compró un boleto de tren y se fue al sur, lo más sur que pudo. Llegó a Chiapas y subió a San Cristóbal de las Casas y ahí buscó a sus viejos amigos. Encontró vivos sólo a dos, un hombre y una mujer.

Esos últimos días se dedicaron a recordar, la adolescencia a la cual bautizaron como la edad de oro, el paraíso del tiempo, el reino de los dioses y de los chamacos y chamacas.

Y eso hicieron, se desvelaron para desmenuzar los años y mirarse en esa primera juventud que cantaba en cascadas y bailaba en montañas. Otro mundo, otro mundo que había dejado y ahora regresaba para morir ahí, acompañado por esa pareja de hermanos que lo asistieron cuando se despidió con una tos que sólo pudo contenerse con su última sonrisa, al escuchar la voz de ella que le decía: -¡Mariano está fresca la noche vamos a caminar!-, mientras una sábana de franela caía sobre su rostro, en la pequeña habitación del hostal junto al Carmen.

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