LECTURAS | «Honrarás a tu padre y a tu madre», de Cristina Fallarás

21/07/2018 - 12:03 am

«Me llamo Cristina y he salido a buscar a mis muertos. Caminando. Buscar a mis muertos para no matarme yo. ¿Para vivir? No estoy segura. Convocarlos, dialogar con mis muertos.» La protagonista de este libro, que no por casualidad se llama como la autora, emprende un viaje –físico e íntimo– en busca de los secretos del pasado familiar y de su propia identidad.

Ciudad de México, 21 de julio (SinEmbargo).- La búsqueda llevará a Cristina a tirar del hilo de las historias de varias generaciones, a descubrir desapariciones, huidas y muertes, heridas que nunca cicatrizaron. Uno de los mayores silencios que la rodean es el que atañe a algunos hechos sucedidos durante la Guerra Civil: un fusilamiento en Zaragoza, alguien que murió en lugar de otro, un alférez de origen mexicano que presenció ese acto bárbaro, dos personas de bandos contrarios que acabaron unidas en la posguerra… Pero esta inmersión en los secretos familiares va mucho más lejos y lleva a otros periodos, a los años veinte, a la guerra de África, a México, a líos de faldas, a niños que fueron criados en un internado…

Este libro singularísimo y fascinante está escrito a caballo entre la crónica y la novela, de modo que la ficción ayuda a iluminar, a desvelar aquellas zonas de sombra hasta las que la protagonista no logra acceder a través de sus indagaciones, de los documentos escritos que descubre y los testimonios que logra escuchar.

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Fallarás nos propone una narración que va más allá de los trillados tópicos sobre la Guerra Civil y que, a través de las pequeñas historias, retrata la evolución política y sociológica de un país. Esta es una novela que contiene muchas novelas, una saga familiar sobre hechos reales que parecen dignos de una ficción y una indagación en la que la ficción ayuda a explicar la realidad. Una obra que habla de traiciones, desengaños y violencia, pero también de bondad, resistencia y esperanza.

Fragmento de Honrarás a tu padre y a tu madre, con autorización de Anagrama

1.EL ASESINATO

Me llamo Cristina y he salido a buscar a mis muertos. Caminando. Buscar a mis muertos para no matarme yo. ¿Para vivir? No estoy segura. Convocarlos, dialogar con mis muertos.

De niña, el coronel me llamaba mostilla. Mostilla viene de mostillo y mostillo viene de mosto. Zumo dulce sin fermentar. Masa de mosto cocido, que suele condimentarse con anís, canela o clavo, define mostillo el diccionario. El coronel olía siempre a algo que había sido dulce y ya era agrio. Su esposa María Josefa, la Jefa, llamaba muetes a los niños y muetas a las niñas. Muetas y muetes vienen de mocetas y mocetes.

Yo era mueta y mostilla. Ya no.

Entonces, de pequeña, yo tenía mucho miedo. Sobre todo en la oscuridad. –¿De qué tienes miedo? –me preguntó un día mi madre.

–De los muertos –dije por decir y porque no me atrevía siquiera a pensar de qué tenía miedo. Mis terrores no tienen límite.

–No, cariñico –me contestó con gesto de sorpresa–, de los muertos no se puede tener miedo. Imagínate que un día apareciera aquí mi padre. ¡Qué alegría! –No sentí alegría alguna, ni entendí la suya–. Tendría muchísimas cosas que contarle. Qué alegría, hijica, no se puede tener miedo de los muertos. Hay demasiadas cosas que preguntarles como para andarse con esas tonterías.

EL 5 DE DICIEMBRE NO AMANECERÁ

Presentación Pérez echa una ojeada al retal de cielo que dibuja el ventanuco y murmura Mala señal, Santa Rita avisa. Después, Rosa en la altura, nieve segura, y se santigua. No hay café, no hay carbón, no hay piedad. Fuego o nieve, fulgor o advertencia, es una claridad criminal. La sangre siempre tiñe el cielo, ahí se anuncia y ahí permanece.

Presentación Pérez se toca las rodillas como quien da la última amasada al pan, el rosario enrollado en la muñeca derecha.

Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen.

Se sienta en el poyete de la cocina a las tres y media en punto de la mañana. Su rutina es exacta, día tras día, hora tras hora. A esas alturas, en el momento justo en que pone las manos sobre las rodillas, aún deberían faltar cuatro horas y media largas para el amanecer helado de Zaragoza. Presentación Pérez cuelga de nuevo la mirada del ventanuco, allá arriba, por ver si era engaño de sueño, pero no. Es luz. Mala señal, Santa Rita avisa, sigue murmurando con una nueva amasada. El dolor de cristales negros en las rodillas la acompañará toda su vida, hasta que sesenta años después de este momento, en el pasillo de la casa de su hijo Félix, el menor, y cumplidos los ochenta y seis, caiga fulminada por un derrame cerebral.

Se apoya en la cocina de hierro. Extiende sus manos compactas y pulidas, toda ella prieta y redondeada, prieta, pequeña y blanquísima como la masa antes de entrar en el horno. No hay harina, no hay sal, no hay pan. Rebaña los restos combustibles que encuentra y cada movimiento para cargar la cocina es negro cristal, naranja el cielo. Entonces, con la carbonilla entre las uñas, calcula la hora y sonríe. Los ojos azulísimos de Presentación Pérez se iluminan y, como lo sabe, se pellizca los mofletes para conseguir un rubor que permanezca. La sobriedad estricta que ha sido su vida le impide buscar un espejo, ni siquiera una superficie donde comprobar su aspecto.

Cuando tararea una copla de doña Concha Piquer reconoce de memoria su aspecto. Lo verá dentro de unos minutos en los ojos de su hombre. Cada madrugada, desde el día mismo de su boda, siete años atrás, se ha levantado a las tres y cuarto en punto, ha encendido la cocina de carbón y se ha sentado a esperar la llegada de su marido, Félix Fallarás, al que llaman en el teatro el Félix Chico para diferenciarlo de su padre, el Félix Viejo. No hay calor, no hay hilo, no hay jabón. Entre el viso color carne y una toquilla de lana parda, tres capas más: camisón, bata gruesa y chaquetón de lana. Se inclina con el miedo diario a que el cordel de la basta toquilla prenda con el fuego del agujero.

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.

Cuando Presentación Pérez vuelve a sentarse brilla de sudor. Al hacerlo, entre el borde de las prendas y el arranque de unas medias gruesas enrolladas, las rodillas son dos pelotas blancas que vuelve a amasar. Después llegará el Félix Chico y los dolores serán cosa del pasado, igual que la soledad negra, negro el recuerdo, negra una pena que dejó en el quicio de la parroquia el día de la boda como la última meada de un perro a punto de morir.

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.

Menea la cabeza aún con la vista en el naranja del cielo, Mala señal, y sale de la cocina rumbo al dormitorio en busca del diminuto reloj con cadenilla. Como cada día.

Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.

Amén.

El dormitorio de los críos es un cuarto de desconchones pulcros y baldosa lavada. Huele a sueño infantil, el aroma que desprenden los sueños sin miedo. Allí duermen sus hijos Luisín y Félix. Este 5 de diciembre Luisín tiene exactamente seis años, tres meses y nueve días.

Félix, tres años, seis meses y un día.

Un día el Félix Chico le dijo a Presentación Tendremos nuestra casa. Las letras de la palabra casa dibujaron en el aire un hueco donde existir y ella empezó a llorar mansamente. Lloró el día entero y al siguiente y toda la semana. Ahora no puede pensar que las historias siempre parecen repetirse. Aún no podría hacerlo. Atiza el fuego con suavidad. Si llegara a prender con fuerza, no se perdonaría el despilfarro. No hay lumbre, no hay papel, no hay maderas.

Cuando Presentación Pérez tenía cinco años y su hermano Luis tres, después de dos meses de fiebre y rezos, murió su madre. Su padre, entonces, agarró a los críos de la mano, los llevó a casa de la abuela y allí los dejó. Después, ese mismo día, viajó hasta el pueblo donde había crecido y buscó a su novia de sus años mozos. La encontró casada con un pequeño ganadero local. Cinco mil pesetas le costó convencer al hombre de que se la llevaba consigo hasta Barcelona. No volvió a Zaragoza a por los hijos. Tuvo que estar enfermo de muerte para reclamarlos de nuevo, y aun así lo único que tuvo para ellos fueron cuatro reproches rancios y los gastos del hospital.

En cuanto Presentación cumplió los siete, la abuela aquella en cuya casa la depositó su padre consideró que ya tenía edad suficiente para aportar un jornal, así que la mandó a servir a casa de su segundo hijo, el hermano menor del que se había largado, un hogar con el padre y siete hijos varones, a los que Presentación sirvió en todo y para todo.

Me tenían que poner una banquetilla frente al fregadero para que llegara al agua. Siete décadas después me lo contó como una forma de recriminarme la vida, el disfrute, ese mundo mullido y fácil en el que me observaba crecer. A cambio, la familia le pasaba unos duros al mes a la abuela, y ella, Presentación, recibía comida, cama y jabón.

Uno de los hijos, el mayor, le enseñó a dibujar las letras.

Cumplidos los doce, decidió que, servir por servir, mejor lo hacía en alguna casa que le pagara el jornal a ella misma, un empleo donde poder pensar al menos en el futuro.

Allí fue donde la encontró el Félix Chico siete años después, y en el portal de aquel mismo edificio de la calle Royo de Zaragoza la hizo llorar bajo las letras de aire de la palabra casa y con la idea de una casa propia y quién sabe si besos, y quién sabe si hijos.

En la cama, los críos sueñan desmadejados en franelas. Son una invitación al refugio. Valiente refugio, piensa Presentación, una covacha seca de huesecillos tiernos. Como cada madrugada, comprueba que están cubiertos y que su sueño es hondo. En unos minutos llegará su padre, cansado de la jornada de trabajo en el teatro, moviendo decorados, telones, cambiando escenarios, y luego ordenándolo todo. Hacia las tres de la mañana acaba su turno.

Un café, un pitillo, y a casa.

Su Félix Chico no es como el padre. Al Viejo le dan las claras entre soflamas y alcoholes. El Félix Viejo, capitoste de la UGT en Aragón, también tramoyista, beberá y tejerá muertes que nunca llevará a cabo, ataques y emboscadas de drama sin tablas, mientras su hijo vuelve a casa, encuentra a su mujer caliente de cocina y expectación, la abraza, la conduce a la cama, la vuelve a abrazar, y algunas veces hasta la hace llorar de nuevo.

En su reloj con cadenilla no han dado las cuatro de la mañana. Mira la claridad venenosa que se filtra tras las contraventanas. Hoy va a ser día de nieve a lo que parece, murmura flexionando casi nada las rodillas. Y luego, con la mano sobre la cadera de uno de los dos críos, no sabría decir cuál: Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno.

Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta.

Amén.

La Nueva Novela De Cristina Fallarás Foto Especial

2

Yo conocí a Presentación Pérez. Tallada en abedul, betula pendula. Blanco el abedul, blanca reciedumbre betulácea.

Dicen que de corteza de abedul son las canoas esquimales, que sirve para pisar, para evitar el hielo y para los caminos. La corteza de plata que señala el rumbo en los caminos.

Las tallas de abedul son claras, uniformes, sin apenas vetas, son fuertes. Sus interiores, sin embargo, no aguantan bien la intemperie. Ni la humedad.

Qué forma de brillar en inocencia, Presentación Pérez. Límpida carnedumbre de interior, Betula Pérez. Qué forma de haberse hecho con los golpes

y ser ya golpe.

Dicen en Japón que el abedul espanta a los demonios, el abedul símbolo de Azrael, arcángel de la muerte.

Con la rama tierna y plata del recuerdo de Presentación Pérez azotaría los labios de los cínicos hasta hacer de ellos una masa de pulpa y sangre, rama de abedul que espanta a los demonios, arcángel de la muerte, qué sabremos nosotros.

3

Me llamo Cristina y salí de Barcelona a pie hace cuatro días. Al amanecer. Eché a andar con la sensación flotante que imprime en el ánimo la total desposesión. Sencillamente eché a andar. No queda nada atrás. Nada de lo que fui. Nada de lo que tuve.

A la altura del cementerio de Montjuïc, me di cuenta de que partía, de que efectivamente había echado a andar sin nada más que lo puesto y no pensaba volver atrás, al menos siendo la que era.

En la falda del cementerio hubo en tiempos un puñado de viviendas cochambre donde se juntaban los yonquis más duros, los terminales de la heroína. Nosotros a veces íbamos en autobús para ser un poco malos. Nos drogábamos sin rozar el dolor. Malos de puro aburrimiento. Caminando por el borde de la autopista recordé a los desgraciados que acudían a pie hasta aquel moridero. A veces se tambaleaban peligrosamente apoyados contra el quitamiedos y los automovilistas tocaban las bocinas para sacarlos de su sopor. Ellos se rascaban entonces con saña.

Tardé más de lo que suponía en alcanzar las huertas del río Llobregat. La salida de Barcelona por el sur, junto al puerto de mercancías, se convierte en un scalextric de autopistas y vías de ferrocarril. Nadie camina por allí.

Echar a andar no es algo que pueda planearse. Uno planea una ruta, planea un camino, planea una excursión o una huida, pero echarse a andar sucede, y entonces se descubre como una forma de seguir viviendo, y también como la evidencia de que no hay a mano otra manera de hacerlo.

En las parcelas del Delta, cogí algunas frutas y tomates y me senté sobre los terrones de un lugar lleno de plásticos, a la sombra de una nave vacía aparentemente abandonada. Nunca había caminado por lugares sin calles ni caminos. Agradecí que el trayecto fuera plano.

–¿Qué se le ofrece?

Esa no es expresión para un negro. Eso pensé.

Me había quedado adormilada. Abrí los ojos y pensé exactamente eso, que aquella no era expresión para un negro.

Parecían más bien términos para un abuelo de pueblo. En España no hay abuelos de pueblo negros.

–Nada, muchas gracias.

–Hace calor. –El hombre tenía unos cuarenta años y vestía la camiseta de un equipo de fútbol con la palabra Qatar grabada en la pechera.

–Sí, mucho calor. ¿Es usted de Qatar?

–No, de Senegal. ¿Tiene cigarrillos? No tenía cigarrillos ni nada de nada. Caí en la cuenta de que, por no llevar, ni siquiera llevaba encima el carné de identidad o algún billete. Nada. Eso era difícil de explicar.

–No, amigo. No llevo cigarrillos.

–Abrí los brazos para que quedara claro que iba sin blanca. No tenía miedo, pero sí pensé que sería un engorro tener que echar a correr. Eran aproximadamente las tres de la tarde y a la sombra la temperatura superaba los treinta grados.

–¿Tiene algo?

No entendí la pregunta. ¿Qué es algo? Eso pensé: ¿qué quiere decir si tengo algo? No entendí la pregunta pero me pareció que un tipo que dice ¿Tiene algo? no debe de ser un tipo que te golpea para comprobarlo. Me levanté. Llevaba puestos unos vaqueros que había recortado algo más arriba de medio muslo y una camiseta de manga corta. Una no piensa en su aspecto cuando echa a andar. Metí las manos en los bolsillos y los saqué, dos pedazos de tela blanca. Entonces el hombre se sentó cerca de donde yo me había quedado adormilada, sacó un paquete blando de Lucky Strike y me ofreció un pitillo arrugado y caliente. El sol pintaba los terrones de un blanco sucio, exhausto. Me senté junto a él y permanecimos en silencio hasta que terminé el cigarrillo.

Al despedirme, no se levantó ni hizo ademán de darme la mano o un beso.

4

Anochecía cuando terminé de bordear el área del aeropuerto, una zona sembrada de alcachofas y naves industriales. Una nave industrial es lo único que da más miedo que la planta -4 de un aparcamiento. También pensé en restos humanos, niñas descuartizadas, trozos de uñas con restos de sangre seca entre lo granulado del cemento. Mis terrores no tienen límite. En algunos tramos corrí.

Cuando llegué de nuevo a la línea de la costa ya no me cabía ninguna duda de que iba a continuar andando, y que lo haría pegada al mar. El mar aclara mucho las ideas, porque tiene la costa, o sea el lugar donde la tierra muestra su borde. En el borde de la tierra una toma decisiones y puede contemplar sus pérdidas. Creí entonces saber hacia dónde me dirigía, cuál iba a ser el final. No estaba lejos.

Castelldefels era un buen lugar para la primera noche. Es un lugar confuso, abarrotado de apartamentos para clases medias que ahorraron cuatro perras en la Barcelona de los sesenta, y también con otro tipo de residencias, muchas menos, para controladores aéreos o jugadores de fútbol. La decadencia playera muestra siempre un punto pornográfico, de antiguas estrellas en remotas orgías, viejos bronceados minutos antes del suicidio.

Cuentan, está escrito, que allí se instalaron un par de cómicos muy populares en los años setenta. Y que, llegados allí, empezaron una vida de sexo y carreras automovilísticas que acabó con la compra de un hombre. Un esclavo negro. Leí en alguna crónica nostálgica que lo paseaban por las noches sin amanecer con collar y correa.

Cuentan también, y de esto doy fe, que un actor de la misma época venido muy a menos vende todavía hoy cocaína en un yate varado y pintado de oro, y que le acompaña la corista que ya entonces mostraba un par de tetas desinfladas, implanteables ahora.

Castelldefels era ese lugar de segundas residencias, desguaces, pizzerías argentinas y restos de serie ideal para una mitómana de mi calaña.

Pasé ante centenares de viviendas con los carteles de En venta colgando, y otras que anunciaban alquileres. Yo, a lo mío, iba haciendo recuento de lo que suelen guardar las segundas residencias: novelas malas, latas de atún y tarros de espárragos blancos, azúcar húmeda y cafeteras con incrustaciones de moho seco.

Eso esperaba y eso fue lo que encontré.

Elegí una casita a la salida del pueblo, frente a la playa, con mimosa, palmeritas y un cartelón amarillo en la puerta donde, sobre un número de teléfono, se indicaba que estaba disponible para alquilar. Bien podía ser la residencia de un escritor olvidado por los nuevos tiempos, un escritor que aún pergeñara sus libros a mano, un engorro para las agentes literarias. Además de las latas, encontré una buena colección de discos con el lomo pelado de aquellos que llamábamos elepés, negros, grandes y brillantes como el corazón de la bestia, un viejo tocadiscos, miles de libros y un mueble bar con botellas de whisky, coñac y ron oscuro.

No me hacía falta beber, me sentía agotada, pero bebí. Bebí como se bebe cuando ni el puño has notado antes de despertarte con la moradura, como cuando solo puedes seguir haciendo eso mismo. Luego, en algún momento sin luz, me dormí tratando de recordar la letra de un bolero de Bola de Nieve en el que el negro dice que tiene las manos cansadas.

Desperté al día siguiente con el sol ya en lo más alto, y volví a beber. Durante todo el segundo día no hice nada más que eso, hasta que cayó la noche. Bebí lentamente, sin ceremonia, sin prisa, sin pensamientos, con la certeza de que no estaba sola, de que alguien ahí atrás, yo misma por ejemplo, en algún sitio, agazapada, esperaba su ocasión.

En algún momento de la tarde, tras darme una ducha, me enfrenté en el espejo empañado con una mujer.

–¿Quién eres?

–Nadie ya.

–¿Quién coño eres?

–Ya veremos.

Al despertar, seguí mi camino. Todo quedó en orden. En la mochila que encontré colgada en la entrada metí dos botes de body milk, uno mediado de champú, la cafetera, un paquete de café sin abrir y un par de chancletas de playa.

Durante toda la mañana y parte de la tarde recorrí la carretera llamada de las Curvas, una vía puta que serpentea entre el mar y el macizo del Garraf como la bicha mala tras recibir una patada. Sube, baja y se retuerce sin arcenes. Pegada a los quitamiedos, recordé algo que se contaba entre los motoristas, en aquel tiempo en el que yo traté con motoristas. Decían que uno que había recorrido aquellos veinte kilómetros de curvas con su novia a la espalda se dio cuenta al llegar por fin al siguiente pueblo, Sitges, de que ella había perdido un pie. Por eso, aseguraban, salían todos de vez en cuando a exigir a las autoridades que sustituyeran los afilados quitamiedos de acero por otros, creo que de caucho o similar. Muchas veces le he dado vueltas a la posibilidad de que algo, pasando a la suficiente velocidad, te rebane un pie tan limpiamente que ni lo notes.

Mis terrores no tienen límite.

La resaca trae a mis costas extrañas historias, no siempre de motoristas, aunque sí a menudo. Crucé Sitges y dormí mi tercera noche en una casona a la entrada de Vilanova i la Geltrú. No necesité pasar adentro. El porche enmarcado en buganvilla me pareció mejor.

5

En la época en la que entró el gorrión por la chimenea, a mediados de los años ochenta, largos trenes de mercancías cruzaban todavía este pueblo semiabandonado desde el que ahora, cuatro días después de salir de Barcelona, escribo. El pueblo al que le salió una urbanización, esta en la que ejerzo de única vecina, inmaculada. Grand Oasis Park.

No queda nada, así que más vale mirar atrás, quizás volver.

Pero todo esto no estaba planeado, sencillamente eché a andar. Mirar atrás o volver son la misma forma de claudicación para cierto tipo de triunfadores, qué sé yo, tengo mi empresa, hago deporte, ya no me drogo, las niñas gracias a Dios siguen vírgenes y delgadas. Ese tipo de triunfadores.

ESTA GUERRA DURA CUATRO DÍAS

–Esta guerra dura cuatro días. Lo que yo diga, cuatro días, pero nos van a sacar hasta las muelas que perdimos, compañeros.

El viejo Félix Fallarás se alisa la camisa gris de diario y se arremanga en un gesto inútil hasta encontrar la tela brazo arriba, un bulto arrugado bajo el sobaco. Por la mañana de esa jornada que ha empezado veinte horas antes, decenas de trabajadores han ido presos por la huelga de ferroviarios. No se habla de otra cosa.

–Tenemos que armarnos, compañeros, armarnos como soldados, ¡coño!, no como coristas, y plantarles cara a los fascistas, que nos van a dejar en pelotas, ¡que nos van a dejar en la tapia de Torrero, joder!

El Félix Viejo enarbola en la mano un recorte arrugado sacado de la página 6 del ABC, «Diario Republicano de Izquierdas».

La hora de cierre de espectáculos y cafés

Barcelona, 3 de diciembre, 3 de la tarde. El consejero de Seguridad Interior ha manifestado esta tarde a los periodistas que, de acuerdo con el Gobierno, iba a dictar un bando imponiendo que las funciones en los teatros y cines terminen a las doce y media de la noche, y que los bares, cabarets, cafés y demás establecimientos cierren a la una y media de la madrugada.

–Con esta disposición –dijo– espero excitar el sentido de responsabilidad de la retaguardia. Se le preguntó si podía decir algo acerca del viaje del presidente de la Generalidad a París, y contestó que Francia tenía a gala ser un país muy acogedor, por lo que esperaba que el recibimiento que tributaría al Sr. Companys sería extraordinario.

Al Félix Chico esas palabras de su padre, las últimas que le oirá, le alcanzan en la puerta trasera del Teatro Argensola. Piensa, al recibir el aire de una madrugada pálida de frío, que aquella huida en la sombra le va a costar varios días de burlas agrias en familia. Se acomoda varias hojas de periódico bajo la pelliza y deja que el cuerpo de su hembra vuelva a ocuparle la cabeza. La necesita duro desde hace horas, su calor y el de los chicos. Le acompaña su amigo Revilla, que acaba de contarle cómo los perros huelen la mala muerte y hasta del cementerio huyen.

–Me han dicho que los perros andan huyendo como conejos –le ha dicho–. Cuentan que en Torrero la tierra está empapada de sangre.

–Me largo para la casa –le contesta el Félix Chico encogiéndose de hombros, para quitarle importancia–. Por lo que pueda pasar, tú.

–Nos van a joder bien.

–Revilla tiene cara de rata, por los dientecillos y anda como si rebotara, talón arriba y punta, talón arriba y punta, talón arriba–. Dicen que a los ferroviarios los van a poner contra la tapia.

–Juan, el de la General, los ha visto marchar.

–Sí, he oído que marchaban sin dientes, coño, Félix, ¡sin dientes!

El Félix Chico recuerda que a su hijo mayor Luisito se le han caído las dos palas de arriba. Solo desea llegar a casa.

–Hay que dar muy fuerte con la culata para saltar los dientes, ¿no, tú? –dice.

–Pues no sé. Lo peor son los labios.

–¿Por qué los labios?

–Quedan en medio.

–…

–Sí, en medio, Fallarás, en medio. Lo peor de un golpe es lo que queda en medio.

–Eso va a ser. Cruzan el centro de la ciudad hasta llegar a la puerta principal del Central, el mercado de abastos, como cada día. Allí, el trasiego de carros les cambia el ánimo. El Félix Chico trata de esconder las manos enrojecidas bajo los sobacos porque las mangas de la pelliza, no recuerda heredada de quién, le quedan cortas.

–Me comería una cabeza de cordero, mira lo que te digo. El joven se detiene ante un carro donde descansa un montículo de carnes coronadas por una pieza grande de ternasco. Mira la cabeza con sus carrillos, la lengua y las tiernas encías.

–No jodas, Fallarás, qué asco.

–Asco, los gusanos de las lentejas, déjate.

–Tú te comes la cabeza –responde su amigo Revilla mirando hacia donde queda el puente que cruza el Ebro–, me dejas a mí las paticas, y tan contentos.

Por un momento, el Félix Chico se imagina a Revilla royendo la pata del cordero y le ve la rata de familia.

Hasta que no se paran en el punto donde cada día, a esa hora exacta, se despiden, frente a la puerta del Mercado Central, no deciden darse cuenta.

–El fuego está muy cerca –mueve el hocico Revilla.

–A ver si va a nevar hoy.

–Y mira el joven Fallarás hacia el cielo como si de verdad aquel resplandor pudiera ser de nieve.

–Eso es fuego, no fastidies. Dicen que andan quemando iglesias.

–Mi padre lo dice. Se muere de ganas el viejo de coger la mecha y echársela a los curas.

–Va a acabar teniendo problemas, tu padre.

–Que yo recuerde, tiene varios problemas cada día.

–El Félix Chico enfoca hacia su zona, junto al Mercado Central, y está el aire naranja–. Cada día desde que le conozco.

Faltan aún horas para el amanecer, pero pisa el barrio bajo una luz muy parecida a la luz del alba. Solo que aún tardará la madrugada. De aquí y de allá asoman vecinos entre el rompecabezas de parroquia vieja. Revilla alza la vista al cielo y sin mirar a su amigo levanta la mano derecha en señal de despedida.

Como cada día, entretiene el paso frente a la puerta del mercado. En las austeras columnas de ladrillo del edificio modernista, tallados, un caballo y su cesta, una perdiz cazada colgando de la pata, varias granadas y una regadera, y dos peces sobre la red, todo en piedra. Mentalmente, el Félix Chico retoca las figuras, mejora los contornos y las proporciones, traza otras perspectivas, durante el tiempo que dura un cigarrillo. Después, tira la brizna que le queda en la mano, la pisa e inicia una cuenta que siempre es la misma: cien pasos exactos desde la esquina del mercado hasta el número 18 de la calle Torre Nueva, su casa, aquella que una tarde de lágrimas felices le prometió a Presentación, el lugar donde ser matrimonio por fin y al margen de familias y de heridas.

En el número 18 de la calle Torre Nueva, segundo piso, habitan un hombre y una mujer con sus dos hijos y 001-224 honraras padre madre toda la esperanza de lo que nunca soñaron llegar a tener pero tienen. Félix Fallarás, el Félix Chico, y Presentación Pérez se tienen el uno al otro, conservan en almíbar el deseo, salieron de las casas de familia para fundar su estirpe, y ya van por dos críos. En el número 18 de la calle Torre Nueva, esa pareja joven lleva una vida austera que sabe a buñuelos de nada, sopitas claras y calor de piel con piel, qué más pedir, si ni siquiera osaron desearlo.

El hombre joven se recuesta contra la fachada. Un minuto lleva allí en silencio cuando desfila por delante Asunción, la de casa de Calvo, todavía ataviada con una bata acolchada de flores bajo el abrigo como piel barata, achicando el paso.

–A los buenos días, vecino.

Murmura el Félix Chico sin prestarle más atención que a un gato casero, e inclinado hacia delante empieza a liarse el cigarrillo diario antes de entrar en casa. Lenta, concienzudamente, como lo hace todo.

–Parece que hoy va a haber nieve –masculla para sí Asunción cuando ya lo ha rebasado.

El hombre enciende el pitillo mirándose las puntas de las botas remendadas, por evitar conversación. Vuelve a apoyarse contra el muro bien encalado hasta la altura del hombro de un hombre. Cuando el cielo parece dar un fogonazo, chasquea la lengua, se lleva un dedo a la sien a modo de despedida y, sin pronunciar palabra, entra en su casa.

Sobre la puerta de madera no hay imagen del Sagrado Corazón, en vos confío.

Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968) ha ejercido como periodista en diversos medios de comunicación y ha publicado varios libros, entre los que destacan las novelas No acaba la noche (2006), Así murió el poeta Guadalupe (2009), Las niñas perdidas (2011), Premio Internacional de Novela Negra L’H Confidencial y Premio Internacional Dashiell Hammett y Últimos días en el Puesto del Este (2011), Premio Ciudad de Barbastro de Novela Breve, así como el testimonio en primera persona A la puta calle. Crónica de un desahucio (2013).

 

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