Tomás Calvillo Unna
11/07/2018 - 12:00 am
La construcción de lo social o reinventar el país
El discurso hegemónico del capital, sin contrapeso, derivó en una degradación social encarnada en los excesos del ejercicio del poder sin balance alguno y en la expansión de la violencia en el ámbito cotidiano de los ciudadanos.
El discurso hegemónico del capital, sin contrapeso, derivó en una degradación social encarnada en los excesos del ejercicio del poder sin balance alguno y en la expansión de la violencia en el ámbito cotidiano de los ciudadanos.
Política y crimen se entrelazaron y la sombra de un régimen de terror ganó terreno en muchas de las localidades y regiones del país.
México, sus habitantes, no pueden vivir amenazados. Es lo más indigno. La rebelión electoral lo manifiesta con claridad y expresa la resistencia activa de millones, que advierten de la urgencia de romper ese pacto siniestro que estaba esclavizando a la población.
No se trata de ideologías, ni de proyectos renovados de desarrollo nada más, es la expresión básica y vital de una sociedad que se reconoce a sí misma en su capacidad de reorganizarse y comenzar a despojarse de lo grilletes del poder usurpado por gestores de la violencia y el saqueo.
Desde lo más profundo del país ha surgido ese reclamo. La degradación política y social acelerada en los últimos años, obliga a un esfuerzo comunitario que registra en la memoria histórica una expresión: “La grandeza mexicana”. Este anhelo de ser distintos para poder encontrarnos, de recuperar los espacios de libertad y paz sociales, de no permitir más, nunca más, chantajes y amenazas, tienen que encontrar su cauce en una operación política compleja.
El Estado Mexicano, con su nuevo gobierno, debe romper de ya, las redes crimínales que estrujan el sistema de justicia, los circuitos económicos y el andamiaje político. No será fácil, pero hay una ciudadanía que salió a las calles, perdió el temor y está dispuesta a sumarse a las tareas para recuperar el espacio público.
El nuevo gobierno federal no se puede equivocar en su ejercicio de justicia; la gobernabilidad del país está en su capacidad de reconocer a los actores locales y regionales que pueden articular los cambios que se requieren.
Como no lo fue antes, y no lo es ahora, las alianzas verdaderamente democráticas no están encasilladas en los partidos políticos, son diversas y responden a distintas experiencias. El horizonte zapatista no es ajeno a ello, como no lo son otras experiencias comunitarias, urbanas y rurales, que enriquecen la cultura política de la Nación.
Durante cerca de tres décadas, se ha erigido en el espacio público y privado, un imaginario dominante, que ha impregnado la misma lengua, las palabras, los símbolos, las frases, la retórica y las enseñanzas, girando en torno al dinero como único fin y modelo del poder convertido en la máxima aspiración. No es la referencia histórica-literaria del poema de Quevedo, si no la abrumadora edificación de un discurso unívoco que deja a sus pies ruinas y un profundo dolor. Miles buscan a como dé lugar en una sociedad trágicamente desigual, enriquecerse a costa de lo que sea.
El mismo templo, como lugar de devoción, se ha reemplazado por la bolsa de valores; acumular es el verbo predilecto de este periodo, y en su dinámica se anidan las pesadillas sociales.
Los excesos en la política no son ajenos a las distorsiones en la cultura, en el fondo, se aprecia una desarticulación del sentido de las cosas, que provoca un vaciamiento y abre las puertas al crimen tanto en las altas esferas sociales, como en las bases de una pirámide carcomida.
Aspiración de ascender no inspiración de ser, el lenguaje está trastocado.
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