Un texto, el Ulises, que se debe releer, aunque en mi opinión requiere el sosiego, la sabiduría y la experiencia de una persona de cierta edad, por lo que me lo llevo a la isla desierta para volver a sumergirme entres sus páginas dentro de veinte años.
Por Oscar Hernández Campano
Ciudad de México, 2 de junio (SinEmbargo/Culturamas).- Escribir una reseña sobre Ulises es de por sí una temeridad. Todo lo que pueda decir o ya se ha dicho o no aportará nada al futuro lector de esta obra cumbre de las letras. Sin embargo, algo quiero aportar tras seis meses de lectura dura, reflexiva en ocasiones y distraída la mayor parte del tiempo. James Joyce escribió un texto que le proporcionó el anhelo que perseguía: la inmortalidad. Ese mérito es suyo porque casi ha pasado el primero de los cinco siglos que el autor vaticinó que traería de cabeza a estudiosos del mundo entero y poco se ha avanzado en los entresijos del Ulises.
¿Qué sabemos? Que James Joyce era un hombre de una erudición sublime, con una personalidad que ha apasionado a los psiquiatras y que escribió su libro en el momento adecuado: los años de la Primera Guerra Mundial en la neutral y alegre Suiza, conviviendo con los popes de las vanguardias como Tristan Tzara, bebiendo y viviendo mientras Europa se desangraba.
Y después, la publicación y la polémica subsiguiente. Ulises se publicó por capítulos en una revista hasta que fue prohibido por obsceno, los impresores se negaban a montar las planchas con aquel texto inmoral, Virginia Woolf se negó a publicar aquel libro repleto de expresiones soeces y de mal gusto; después se probó suerte en los Estados Unidos, tierra de las oportunidades, que acabó enjuiciando el texto; se regresó a Europa, donde la librería Shakespeare & Co. de París logró lo que parecía una utopía, aunque a todos los problemas se sumó que Joyce corregía mucho y mal debido a sus problemas de visión y que los impresores franceses no sabían inglés y muchos fragmentos contienen palabras inventadas, inexistentes o alteradas por el propio autor. Finalmente, en 1922, James Joyce recibió en su casa el primer ejemplar completo de Ulises. Ya podía morir tranquilo. O casi. Todavía tenía que enfrentarse al juicio que censuraba su libro y que logró aumentar sus ventas exponencialmente, y escribir el Finnegans Wake para sus más acérrimos seguidores.
¿Pero de qué trata Ulises para haberse convertido en un clásico? Es una pregunta que tiene múltiples respuestas. En el libro no pasa nada. En el sentido tradicional de la narración, de la ficción, no existe una trama, un conflicto o un nudo que requiera un desenlace. Ulises es un documento sobre el 16 de junio de 1904 en Dublín. Desde el alba a la madrugada siguiente, seguimos a un par de personajes —Stephen Dedalus y Leopold Bloom—, cara y cruz de la personalidad humana.
El primero, alter ego de Joyce; el segundo, quizá también. Las horas pasan y seguimos como podemos a estos personajes en el desayuno, asistimos a un funeral, a varios bares, a la playa, a un hospital, a un club de alterne, a casa, a la cama… Bloom, quien ha adquirido el rango de protagonista, es un hombre normal que se antoja desdibujado casi hasta el final. Su vida, de la que vamos conociendo detalles por lo que comentan otros personajes y por lo poco que vemos de él, es una existencia gris en la gris Irlanda de aquellos años. Su esposa, Molly, su hija Milly y el pequeño Rudy, el hijo fallecido, marcan su vida. Aunque también el sexo a escondidas, los traumas que arrastra de su familia judía y de su padre, los debates políticos sobre la relación entre Irlanda y el Reino Unido a principios del siglo XX y la religión.
Lo que importa en Ulises es la forma. Siguiendo un esquema que remite a la obra homérica, simple referencia y además no explícita, cada uno de los dieciocho capítulos del libro es un festival de sabiduría y de referencias culturales que cuajan sus páginas. El monólogo interior o flujo de conciencia es el recurso más utilizado. Además, en cada capítulo asistimos a un despliegue prodigioso de escritura que juega con las palabras y que rompe, tritura y reconstruye las normas clásicas de narración e incluso de la gramática. De hecho, hay capítulos cuya traducción resulta o imposible o temeraria, ya que trasladar al castellano en este caso palabras inventadas en inglés resulta cuanto menos simpático. La forma y el contenido —que no la trama, la historia o el conflicto narrado, prácticamente inexistente— es lo importante y lo que le dio valor a Ulises. James Joyce se zambulló en aquel mundo de vanguardias que experimentaba en las diferentes artes y lo hizo suyo en un libro —nótese que no uso la palabra novela— inmortal.
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