«Es un ciclo. Recibimos ayuda, luego ayudamos a otras. Así es como las cosas pueden cambiar, y uno de esos cambios soy yo», dice una de ellas, víctima de los desplazamientos del conflicto en el país sudamericano.
Por Laurence Cornet / Traducido por Daniela Silva
Ciudad de México, 27 de abril (SinEmbargo/ViceMedia).– En Chocó, un rincón al noroeste de Colombia tupido de bosques lluviosos y cruzado por ríos, la cocina se está convirtiendo en un catalizador económico y social para las mujeres desplazadas por la guerra.
En 2009, Ana Rosa Heredia, una cocinera de corazón y de trabajo, es cofundadora de un restaurante en Quibdó, la capital de Chocó, donde le enseña a su personal femenino cómo cocinar y las habilidades que se necesitan en la vida para ser independiente. Es miembro activo y entusiasta de Cocomacia, el consejo de la comunidad para la región de Atrata por el cual se nombra el restaurante, Heredia no está interesada en mantener ningún tipo de status quo machista. «Quiero que todos progresemos, para que las mujeres no sólo se queden en casa cocinando para los hombres». Claro, puedes cocinar para tu marido, pero él también puede cocinar para ti». Su restaurante, lo suficientemente grande como para albergar una docena de pequeñas mesas vestidas con manteles alegres y flores artificiales, tiene una amplia gama de clientes y sirve arepas, patacones, arroz con coco y pescado al vapor.
Heredia sobrevivió a uno de los episodios más sangrientos del conflicto colombiano, una masacre que diezmó a su pueblo, Bojayá, en 2002. «Perdí una sobrina allí, así como a mi pareja. Él nunca apareció, ni siquiera su cadáver; todo lo que queda de él es su nombre. Mucha gente se perdió», recuerda. Si bien el conflicto llegó a Chocó relativamente tarde, en los años 90, Quibdó contiene un gran número de personas desplazadas internamente. Incluso después de que se firmó el acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en noviembre de 2016, otros grupos que permanecen en el área continúan tratando de hacerse cargo de los territorios vacantes de las FARC y, como resultado, los desplazamientos siguen siendo los más altos en el país. El gran nivel de desempleo y la pobreza también dificultan la vida. «Fue muy difícil cuando llegué por la discriminación. Dejé Bojayá con una bolsa y dos de mis hijos. Puedo decirles que mi hijo menor no terminó la escuela porque le decían ‘la personita desplazada’. Era un niño y perdió su autoestima», recuerda Heredia.
«La cocina nos ayuda a reconocer qué mujeres en nuestra comunidad están teniendo dificultades», continúa. Además de dirigir el restaurante, imparte talleres en toda la región, incluido uno con mujeres desmovilizadas de las FARC. «Hablamos sobre el miedo y la supervivencia con las mujeres que estuvieron en la guerra y ahora son parte del acuerdo de paz. Nosotras, como mujeres, tenemos que ayudarlas», explicó.
«Es un ciclo. Recibimos ayuda, luego ayudamos a otros. Así es como las cosas pueden cambiar, y uno de esos cambios soy yo», dice Lida Cuesta Perea, quien fue desplazada en 2006 de Río Fuerte, Antioquia, a Quibdó. A su llegada, se benefició del apoyo de una serie de ONGs nacionales e internacionales.
Antes de que Perea comenzara su propio proyecto contra la violencia, trabajó en un restaurante que tenía un objetivo similar al de Heredia, a sólo unas cuadras de distancia, llamado La Paila de mi Abuela. Un gran restaurante de tamaño de almacén enmarcado con troncos de bambú, el restaurante tiene un menú similar al de Cocomacio, con un enfoque en la comida tradicional. «La comida tradicional define una región. Algunos platos son parte de nuestro patrimonio y reflejan toda la diversidad de Chocó. Ayuda a continuar con la tradición, porque en situaciones de conflicto, tanto el territorio como la cultura se ven afectados», dice Perea.
«Y eso sólo es el 2 por ciento de lo que estamos haciendo», agrega Mirla Valencia Davila, gerente de La Paila de mi Abuela. Durante 12 años, han estado trabajando con 20 municipalidades dentro de Chocó para educar y empoderar a las mujeres. Han abierto una tienda para que las mujeres vendan artesanías hechas a mano, organizaron capacitaciones para prevenir la violencia y ayudaron a organizar a mujeres que quieren involucrarse en la política. Como dice Davila, están imaginando escenarios en los que las mujeres pueden proyectarse y generar confianza.
«Cambiar las mentalidades siempre es difícil, pero siempre es posible. Todos somos responsables de lo que sucederá en el futuro», agrega Mirla. «Y eso me hace feliz saber que soy parte de este grupo de mujeres que trabajan juntas para la transformación de las políticas públicas».
Laurence Cornet y Gaia Squarci trabajaron en esta historia como parte de un viaje informativo con el apoyo de la IWMF, International Women’s Media Foundation .