Author image

Susan Crowley

20/04/2018 - 12:00 am

Melómanos por accidente

Esto es México. Un país donde en una sola tarde podemos vivir el cielo y el infierno. Y más cuando se trata de ópera, en esta ocasión, la Gala Rossini en la que uno de los mejores tenores del mundo, Javier Camarena, mostró su excelsa y única voz y emitió sobreagudos con una fuerza, intensidad y perfección únicas. Al mismo tiempo, pudimos confirmar la inconsistencia de los valores locales que lo acompañaron pese a su empeño. Una inconsistencia que se advertía también entre el público mismo: asistentes apasionados y habitués de Bellas Artes, flanqueados por villamelones atraídos por la celebridad de la estrella.

El tenor Javier Camarena cantó; lo hizo como los dioses. Foto: Especial.

Esto es México. Un país donde en una sola tarde podemos vivir el cielo y el infierno. Y más cuando se trata de ópera, en esta ocasión, la Gala Rossini en la que uno de los mejores tenores del mundo, Javier Camarena, mostró su excelsa y única voz y emitió sobreagudos con una fuerza, intensidad y perfección únicas. Al mismo tiempo, pudimos confirmar la inconsistencia de los valores locales que lo acompañaron pese a su empeño. Una inconsistencia que se advertía también entre el público mismo: asistentes apasionados y habitués de Bellas Artes, flanqueados por villamelones atraídos por la celebridad de la estrella.

Todo eso en una sola tarde. Me explico. El tenor Javier Camarena cantó; lo hizo como los dioses. Lo acompañó un grupo de cantantes solistas. El evento fue para reunir fondos para la encomiable labor de reconstrucción de un centro de salud en la pobre comunidad de Ixtaltepec, Oaxaca. El apoyo que pronto llegará a esta necesitada gente estará ligado a la belleza y popularidad de una voz. Es desde luego una causa justa, sin intermediarios que se lo embolsen. Paradoja, el país unido ante el desastre saca lo mejor de sí mismo, frase que a través de los años y la experiencia se vuelve el más triste y real de los lugares comunes.

Yo acostumbro comprar mi asiento en tercer piso, pero los boletos se agotaron. No hubo de otra, me tocó estar entre los fifís, hasta abajo. Cada boleto $2,600 en ticket master que se chinga una buena comisión. Me pregunto cuántos de los que me rodeaban habían pagado para apoyar la causa. ¿Cuántos de ellos realmente aman la ópera?, ¿a cuántos les rechina el “do de pecho” en la oreja? ¿cuántos de ellos estaban allí por snobs?

Y en los palcos, ¿qué onda con los funcionarios?, ¿ellos también compran sus boletos?, ¿se los reparten entre los amigochos del sexenio y en el queda bien de la semana? ¿siguen y seguirán viniendo a Bellas Artes los mismos de siempre gane el partido que gane?. Javier Lozano desde su palco habitual observaba a los músicos con un melancólico gesto, ¿si no hubiera interrumpido su carrera de pianista sería hoy un Javier Camarena?. Supongo que la política habría perdido un activo y nosotros habríamos ganado en la misma proporción.

Más tortura, ¿por qué si la labor de reconstrucción después del terremoto es responsabilidad del estado, tiene que hacerse por la vía de la voz del señor Camarena? ¿por qué siempre tiene que venir alguien famoso, a hacer lo que no hacen nuestros políticos? Luego la pregunta obligada ante el palco presidencial vacío, ¿y por qué no viene Gaviota a estos eventos?

Regreso a la población de “melómanos por un día”. Como dice un amigo, desde que los ves extraviados buscando el baño de Bellas Artes, mides el nivel de público asistente. La concurrencia vestía como para una boda; parecían buscar desesperados al fotógrafo del Caras y del Quien; se hacían selfis como si fuera el último evento de su vida; se miraban con la estamina de “voy a ver a Luismi, digo ¡nooo!, voy a ver a este Camarena, “¡cantó dos veces en el… bueno un aria de… o sea se la echó y no paraban de aplaudirlo!”. Es decir, es como el pentapichichi pero de la ópera. Era notorio que algunos venían de comer en el legendario Cardenal y los mezcales, de moda, se les habían colocado entre el pecho y el costillar de ternera. Empezaron a padecer los estertores de la digestión entre balbuceos que pedían un Alka Seltzer que no vende el amigo Luis Bello en su bar. Se conformaron con varias dosis de Tehuacán para soportar la tarde. Aún no empezaba la cosa. Nadie se acomodaba.

Con gran expectativa del respetable el acontecimiento dio inicio. Hay que decirlo, contra toda opinión y sabiendo que no estamos con la orquesta del Met, el director Srba Dinic´ logró meter en orden a la orquesta. La popular obertura La Urraca Ladrona hizo que el público se espabilara. La cosa estuvo decorosa. Un momento después salió a escena un simpático personaje, un poco caricaturesco, saludó y se rio nervioso; provocó extrañeza que hiciera chistecitos y se jalara constantemente las mancuernillas, acomodándose quién sabe qué en las mangas. Finalmente se arrancó a cantar. Los más despistados, a pesar de la foto estampada en los programas que descansaban en sus rodillas, tardaron en darse cuenta de que el pequeño maestro de ceremonias en realidad era el Divo mismo.

El aria “Que les destins prospères…” de la ópera El conde Ory dio lugar a una epifanía. Majestuosa, hizo entender al público que lo que estaba presenciando eran palabras mayores. Todos volteaban a verse entre sí y sin entender muy bien, recibían el influjo de lo que hoy llamamos, ¡no mames, que voz tiene este güey! A pesar del anuncio previo de guarden sus celulares, empezaron a salir compulsivamente; nadie podía creer lo que escuchaba, “hay que subirlo a las redes sociales a la voz de ya”. “¡Que no pase un minuto!”.

La salida de la soprano, De la Mora, entendemos pariente del famoso Fernando, nos puso un poco nerviosos por el tieso vestido que la incomodaba y los agudos que la incomodaban más; el tenor Leonardo Sánchez, batalló con la Tarantela. Muy amanerado, trataba de ser gracioso a lo Javier (pero sin el talento). El barítono cantó muy bien y se dedicó a perseguir a la fisicoculturista, una correcta mezzo soprano que iba de verde y que cuando quiera puede ser modelo de gimnasios. En general, cuando cantaban a coro, sacaban al buey de la barranca. No es que fueran malos, simplemente es que Camarena es de otras ligas.

Interpretar a Gioachino Rossini (el gran compositor italiano), no es cosa fácil. Así lo cuenta mi madre, una conocedora de su música y por lo tanto, con el derecho de amarlo y detestarlo (legítimo entre los apasionados de la ópera). Legendarias interpretaciones hablan de la sofisticación del belcantismo: legatos, registros vocales nunca antes logrados, elementos de gran virtuosismo, coloraturas, trinos, agudos y sobreagudos que requieren una respiración perfecta; es como un deporte de condición extrema. Además, hay que ver su lenguaje musical que está construido a base de auténticos trabalenguas; es como si quisiéramos cantar a toda velocidad, “el arzobispo de Constantinopla se quiere desconstaninopolizar!” ¿a ver, trata?, pero ahora, cantando.

Está bien, regresemos a la gala. Para estas alturas, el intermedio. Los de los primeros pisos vivían la misma emoción que en el primer tiempo de un partido de la selección mexicana ganándole a Alemania. Este milagro se debe a un solo hombre que, además, se da el lujo de hacerse el gracioso y que parece no tomarse nada en serio. Javier Camarena nos hace fácil la ópera y nos acerca a ese universo que puede ser tan lejano; un privilegio que rara vez se da. Sabe y se ha preparado para llegar a donde está, y eso es muy serio, no un chiste. Su capacidad técnica lo coloca entre los mejores del mundo. México tiene ese talento y es una lástima que no lo sepamos aprovechar. No hay educación artística suficiente.

La atmósfera en el Palacio era de pasión desbordada por la ópera; Camarena logró entusiasmar a propios y extraños, a conocedores y a neófitos. ¿Cómo es posible tener una institución operística mediocre con este teatro tan hermoso y contando con tanto talento?.

La segunda parte es buena. Pero no es perfecta y debería serlo. El talento de Javier Camarena trata de cargar la barca a lo Fitzcarraldo. Lleva a todos a cuestas, parece por momentos que no lo logrará. ¿Algún día habrá una gala en la que todo salga perfecto y en la que los intérpretes sobre el escenario sean unos Camarena, ¿por qué no?. Mientras, nos seguiremos conformando con los “llenos” seguros y la perfección de estrellas como la Netrebko, Dudamel y Camarena.

Javier Camarena bromeó de nuevo, pero lo que siguió fue espectacular: “Sí, ritrovarla io giuro!…” de la Cenerentolla. El aria que ha roto records en el mundo de la ópera, la que lo ha consagrado y que ha tenido que “bisear” en los teatros del mundo.

Última epifanía: voz, temple, fuerza, tensión, magia, espíritu. Nos hizo entenderlo todo. Con una humildad única, agradeció a los presentes ser parte de un sueño hecho realidad. Es un hombre bueno, feliz, generoso, con un don que lo ha llevado a ser uno de los mexicanos consagrados. Un mexicano que sabe lo que quiere y lucha por ello, que se entrega al abrazo del éxito y que no se achica ante la adversidad.

Desearía que todos los que salieron al escenario a cantar con él El Barbero de Sevilla, logren entender su genialidad y se la apropien y no se queden en la banca viendo pasar el triunfo. Ojalá los funcionarios que aplaudían desde sus palcos se sientan avergonzados por el poco apoyo que ofrecen a los talentos. Sería maravilloso que ese público, melómano por accidente, algún día se convierta en un verdadero conocedor y exija la Ópera que merece Bellas Artes.

@suscrowley
www.susancrowley.com.mx

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.
en Sinembargo al Aire

Opinión

más leídas

más leídas