Jorge Alberto Gudiño Hernández
14/04/2018 - 12:02 am
Hacer trampa
Veo un partido de futbol entre niños. Son pequeños y juegan en un parque, sin árbitro, sin porterías en forma, apenas un par de piedras delimitando el área por donde deben entrar los goles. Juegan con más entusiasmo que habilidad, todos corren hacia la pelota, no hay estrategia y, mucho menos, posiciones definidas más allá […]
Veo un partido de futbol entre niños. Son pequeños y juegan en un parque, sin árbitro, sin porterías en forma, apenas un par de piedras delimitando el área por donde deben entrar los goles. Juegan con más entusiasmo que habilidad, todos corren hacia la pelota, no hay estrategia y, mucho menos, posiciones definidas más allá del portero.
Un niño, a quien llamaré F, es un poco mayor y nada habilidoso. Es el portero de uno de los equipos, ambulante, dado que son pocos niños. Le viene una pelota elevada y la para con una mano. Varios del equipo rival le dicen que es mano. Está a media cancha. F dice que no, que él es portero, puede hacer eso. Los otros niños aceptan con un poco de enfado. Éste se acrecienta tras dos o tres repeticiones de la flagrante mano a mitad de la cancha. Se quejan pero no pasa nada.
Un papá decide intervenir. Le explica que puede tomarla con la mano sólo en determinada zona. F, algo molesto, acepta, la autoridad se impone. En una jugada posterior, F detiene a un niño más pequeño, bastante bueno para su edad, jalándolo de la camiseta. El niño se cae y los de su equipo reclaman falta. F dice que no, que no fue, que sólo son faltas cuando hay patadas. Como es más grande, los otros ceden. El papá que andaba por ahí interrumpe de nuevo el juego y explica. F argumenta pero, de nueva cuenta, termina por aceptar. El papá es didáctico, explica cada regla.
Imagino que, sin el padre presente, los niños terminarían hartándose. F es tramposo y se le nota. Cuando una bola pasa cerca de la piedra que delimita su portería dice que fue poste, cuando otra pasa unos centímetros arriba de su cabeza, argumenta que fue alta. No hay parámetro más que su estatura (o su incapacidad por detener el tiro) para definir cuándo es alta y cuándo no. Además, reparte patadas por doquier. En el pleno conocimiento de que, aunque se marque falta, los rivales se la pensarán antes de intentarlo de nuevo. Por fortuna está el árbitro. Ese señor amable que lo aparta a un lado y le explica que se pueden lastimar.
Unos minutos más tarde, F gana la pelota tras empujar a un pequeño por la espalda, la pelota sale casi un metro de la cancha pero F va por ella, la regresa al campo y mete gol. No lo es pero F lo celebra pues es el que le da el triunfo a su equipo. Los niños reclaman. El señor se ha alejado un poco para contestar una llamada. De cualquier modo, anula el gol haciendo una negativa con el dedo. Un niño del otro equipo anota y, entonces, ellos ganan.
F, airado, toma el balón y le reclama al señor. Él lo ignora un poco, no le explica como otras veces. Entonces, en un fantasioso vuelco de la realidad, F se declara vencedor toda vez que el árbitro no le dio derecho de audiencia al no explicarle las razones por las que anuló el tanto definitivo. Enojados, los niños del otro equipo aceptan el argumento y la derrota.
¿Suena ridículo, verdad? Pues así suenan ciertas resoluciones del Trife, al incluir al Bronco en la boleta. Estamos tan acostumbrados a ciertas trampas, que preferimos dejarlas pasar a luchar por la causa justa. Véase si no: el Bronco contenderá por la presidencia, al día siguiente los niños volverán a jugar con F, y eso que ni siquiera es el dueño del balón.
Así las cosas en nuestro país.
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