LECTURAS | «El desfile del amor», de Sergio Pitol

14/04/2018 - 12:03 am

La reciente muerte de Sergio Pitol nos obliga a ir a sus escritos, para perpetuarlo siempre en nuestra memoria y disfrutar de su talento infinito. Este es una de sus novelas más elogiadas, al punto que Juan Villoro ha dicho «fracasa como investigación policial pero triunfa como investigación narrativa, en el sentido de que la narrativa nunca tiene una verdad única. Toda la literatura de Pitol tiene que ver con una idea de la traducción. En El desfile del amor los personajes hablan y Miguel del Solar, el personaje principal, los tiene que traducir”

Ciudad de México, 14 de abril (SinEmbargo).- El desfile del amor –a la vez un fresco histórico, una trepidante investigación detectivesca, una divertidísima comedia de equívocos– confirma a Sergio Pitol como uno de los más notables y personales escritores latinoamericanos. México, 1942: este país acaba de declarar la guerra a Alemania y su capital se ha visto invadida recientemente por la más insólita y colorida fauna: comunistas alemanes, republicanos españoles, Trotski y sus discípulos, Mimí sombrerera de señoras, reyes balcánicos, agentes de los más variados servicios secretos, opulentos financieros judíos.

Mucho tiempo después, tras el hallazgo casual de unos documentos, un historiador interesado en tan apasionante contexto intenta esclarecer un confuso asesinato perpetrado entonces, cuando él tenía diez años, y la narración –que atraviesa los polos excéntricos de la sociedad mexicana, los medios de la alta política, la intelligentzia instalada, así como sus más extravagantes derivaciones– permite a Sergio Pitol no sólo pintar una rica y variada galería de personajes, sino también reflexionar sobre la imposibilidad de alcanzar la verdad.

Como en una comedia de Tirso de Molina, nadie sabe a ciencia cierta quién es quién, las confusiones se suceden sin cesar y el resultado es este regocijante desfile, que por algo lleva el nombre de una de las más famosas comedias de Lubitsch. El desfile del amor obtuvo en su segunda convocatoria, en 1984, el Premio Herralde de Novela, otorgado por unanimidad por el siguiente jurado: Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde.

Fragmento de El desfile del amor, de Sergio Pitol, con autorización de Editorial Anagrama

1. MINERVA

Un hombre se detuvo frente al portón de un edificio de ladrillo rojo situado en el corazón de la colonia Roma, una tarde de mediados de enero de 1973. Cuatro insólitos torreones, también de ladrillo, rematan las esquinas del inmueble. Durante décadas, el edificio ha constituido una extravagancia arquitectónica en ese barrio de apacibles residencias de otro estilo. A decir verdad, en los últimos años nada desentona, ya que el barrio entero ha perdido su armonía. Las pesadas moles de los nuevos edificios resquebrajan las casas graciosas de dos, a lo sumo de tres plantas, construidas según la moda de comienzos de siglo en Burdeos, en Biarritz, en Auteil. Hay algo triste y sucio en ese rumbo que hasta hacía poco lograba sostener aún ciertos alardes de elegancia, de antigua clase poderosa, maltratada pero no vencida. La apertura de la estación del metro, las bocanadas de desarrapados que vomita regularmente, los innumerables puestos de fritangas, tacos, quesadillas y elotes; de periódicos; los vendedores de perros, de juguetes baratos, de medicamentos milagrosos, han señalado el auténtico fin de esa parte de la ciudad, el comienzo de una época distinta.

Comenzó a anochecer. El hombre empujó la puerta de metal, caminó hasta el patio central, levantó la mirada y recorrió con ella el espectáculo escuálido que ofrecía el interior de aquella construcción al borde de la ruina. Así como el edificio no correspondía al barrio, y, bien mirado, ni siquiera a la ciudad, su parte interna tampoco era coherente con el gótico falso de la fachada, con las mansardas, las ventanas en ojo de buey y los cuatro torreones. La mirada del hombre recorrió los corredores que circundaban cada planta del edificio, los oasis creados irregularmente por conjuntos de macetas y botes de hojadelata de distintas formas y tamaños donde crecen palmas, lirios, rosales, buganvilias. Esa disposición de las flores rompe la monotonía del cemento, crea un juego asimétrico a fin de cuentas armonioso y recuerda el interior de las vecindades humildes de la ciudad.

«En las jardineras crecían palmas de tallos espigados», se dijo. Se preguntó si la memoria no le estaría tendiendo una celada. Su estancia en aquel lugar aparece, se pierde, y vuelve a surgir en sus recuerdos como enmarcada por un escenario palaciego. Y en ese momento, al examinar con cuidado el interior, los espacios, a pesar de su amplitud, le parecen bastante más reducidos de cómo los ha retenido en sus recuerdos. Lo inunda un torrente de palabras pronunciadas treinta años atrás, de ecos de conversaciones que insisten en la elegancia, en el prestigio social de aquel inmueble, en su interior Art Decó diseñado en 1914 por uno de los arquitectos más prestigiosos de aquel tiempo, el año precisamente de su libro, estilo sobrepuesto al original de ladrillos sin revestir, tal como aparece en el exterior. Lo que en esos momentos ven sus ojos son muros a punto de tronar, de desvencijarse.

El personaje debe de tener cerca de cuarenta años. Viste pantalones de franela gruesa, café oscuro, y una chaqueta de tweed, del mismo color, ligeramente jaspeada. La corbata es de lana tejida, ocre. En esa esquina, y, sobre todo en ese pórtico, su atavío, así como cierto modo de permanecer de pie, de llevarse la mano al mentón, resultan absolutamente naturales, a tono con las altas y sucias paredes de ladrillo rojizo, semejantes a muchos muros y pórticos londinenses. Lleva bajo el brazo las pruebas recién corregidas de su último libro y un estudio sobre el lenguaje de Maquiavelo, que acaba de comprar en la vecina librería italiana.

Podía calificar francamente de malos los dos últimos días, dedicados a revisar las pruebas del libro en que trabajó durante los últimos años: una crónica de los sucesos ocurridos en la ciudad de México, desde la salida de Victoriano Huerta hasta la entrada de Carranza. El estilo le resultó duro y presuntuoso. A momentos deslavazado y pedagógico; otros, relamido en exceso. Pero lo peor fue que el espíritu del libro comenzó a escapársele. ¿Tenía en realidad sentido haber pasado tanto tiempo sepultado en archivos y bibliotecas, respirando un aire viciado, empolvándose el cabello y los pulmones para lograr resultados tan mediocres? Tiene la impresión de que en cada una de las vacaciones pasadas en México no había hecho otra cosa que no fuera buscar, clasificar y descifrar papeles. De pronto, mientras recorría con fatiga esas planas ya limpias de erratas que sólo esperaban su aprobación final, sintió que su trabajo podía haber sido realizado por cualquier amanuense poseedor de una mínima instrucción sobre la técnica de evaluar y seleccionar la información dispersa en cartas, documentos públicos y privados, y la prensa de una época determinada. Su libro se llamaba El año 14, aunque la acción ocupaba también un amplio sector del siguiente. Había utilizado el 14 en el título por ser el año de la Convención de Aguascalientes, fundamental para el trazo de su obra. La historia de una ciudad sin gobierno: la capital que, al estar en manos de las distintas facciones, no queda bajo el control de ninguna. En semejante desamparo, en el corazón del caos todo puede ocurrir: Vasconcelos improvisa un Ministerio de Instrucción Pública; frente a su puerta los soldados de vez en cuando disparan al aire sus carabinas, a saber en obediencia a qué reflejos, etc.

Había que dejar por la paz ese México lejanísimo. Si algo lo mantenía por el momento en pie era un interés muy vivo por estudiar una serie de materiales que pugnaban ya por integrar un nuevo libro. Había descubierto hacía unos meses, aún en Bristol, la correspondencia entre el administrador de una empresa petrolera inglesa de la Huasteca y su central en Londres, durante los conflictos petroleros que desembocaron en la expropiación de las empresas y la consiguiente ruptura de relaciones entre Inglaterra y México. Extendió su curiosidad a la continuación de esas relaciones difíciles cuya reanudación hizo posible la guerra, a las visitas de destacados intelectuales y periodistas británicos al general Cedillo (¡Waugh, nada menos!), quienes se obstinaban en verlo como al buen salvaje en el cual sí había germinado la siembra de la catequización. El hombre necesario para derrotar el caos. La prensa mundial se expresaba sin el menor sentimentalismo: si Cedillo se negaba a encabezar la rebelión, o si era derrotado, el único camino a seguir debía ser la intervención armada. Poner punto final al desorden. Tomó entonces algunas notas; las había repasado y ampliado en México. Y hacía apenas dos o tres semanas, poco antes de terminar el año, encontró a una condiscípula, Mercedes Ríos, con quien comentó sus lecturas del momento y le habló de algunos aún vagos proyectos de trabajo. Mercedes le prestó unas copias fotográficas de un legajo referente a las actividades más o menos clandestinas de ciertos agentes alemanes activos en México durante ese mismo período. Habían pertenecido a un tío suyo, alto funcionario de la Secretaría de Gobernación en el período de la guerra, y supuso que podían resultarle sugestivas, pues de alguna manera se ligaban con su tema. Él había pensado en una investigación más restringida: la acción de las empresas petroleras contra México, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la participación del país en la causa aliada; soluciones de facto a los problemas creados por la expropiación, etc., pero la lectura de aquellos documentos le hizo advertir mil posibilidades nuevas. Se propuso ampliar el ámbito, estudiar la situación mexicana en relación a la internacional, y no sólo respecto a los países a quienes pertenecían las empresas expropiadas. Un período muy estimulante. En otras partes comenzó a encontrar materiales que renovaban su interés en dicha época fundamental, la que, a pesar de su cercanía en el tiempo, parecía tan remota como aquella en que José María Luis Mora intentaba ambientar en el país las tesis de la Ilustración y acercar el tiempo mexicano al Siglo de las Luces. Mercedes había acertado en cuanto al interés que le despertarían tales documentos. Se sumió en ellos un fin de semana. Un perfume amargo, el del misterio, emanaba de esas escuetas fichas biográficas. De alguna manera recreaban la atmósfera de ciertas películas, de ciertas novelas, que uno estaba acostumbrado a situar en Estambul, en Lisboa, en Atenas o Shangai, pero jamás en México. Eran poco más de cincuenta páginas. Las leyó un sábado por la noche y fue tanta su excitación que ya no pudo dormir. El domingo volvió a estudiarlas, a tomar notas, a reflexionar sobre esos datos. Debido a tal lectura estaba allí, en el patio del bizarro edificio de ladrillo rojo, y miraba de manera imprecisa una esquina del primer piso, donde suponía, sin tener ya la entera seguridad, que había estado su dormitorio hacía treinta y un años, durante los meses que pasó en casa de sus tíos Dionisio y Eduviges. Dionisio Zepeda y Eduviges Briones de Díaz Zepeda, como a ella le gustaba puntualizar.

El legajo que lo había emocionado consistía casi exclusivamente en eso: una seca colección de fichas biográficas, carentes casi por completo de comentarios marginales. La mayor parte de esas biografías sinópticas estaban en apariencia desprovistas de interés, al menos por el momento. Como historiador, lo único cierto que ha aprendido es que no hay punto que, en determinado momento, no sea propicio a las más jugosas revelaciones. Existía la posibilidad de que los nombres incluidos en esa lista y la serie de datos que la acompañaba, por el momento neutros, una vez que comenzaran a ligarse con otros, con las personas e instituciones correspondientes, se dilataran, se expandieran e introdujeran al investigador en campos más amplios, algunos de verdadera significación.

Su existencia en sí conformaba un pliego de preciosa información:

Johannes Holtz, por ejemplo. Desembarcó en Veracruz en febrero de 1938; trabajó como ingeniero químico en una empresa de fabricación de esencias y perfumes. Tenía veintisiete años cumplidos a la fecha de su llegada. Fijó su domicilio en Anatole France, 68 bis, colonia Polanco. Estableció contactos en los primeros meses de su estancia en el país con Rainer Schwartz y Bodo Wünger, propietarios ambos de negocios de fertilizantes. Holtz viajaba a menudo, a veces solo, otras con algunos de los mencionados súbditos alemanes, a Cuernavaca, donde asistía a reuniones de las que se sospechaba una finalidad de instrucción política, aunque bien pudieran ser de mero recreo. Tenía relaciones, cuyo carácter íntimo se daba por descontado, con la viuda Eliza Franger, hija de padre alemán y madre colombiana, en cuyo departamento, sito en Luis Moya 95-9, dormía regularmente todos los viernes. El 10 de abril de 1943 embarcó en Tampico con destino a Brasil. Hasta donde se sabía, no había vuelto a ingresar a México, por lo menos con el nombre de Johannes Holtz.

Una parte de los enlistados eran alemanes nacidos en Guatemala, educados en Alemania, perfectamente bilingües, ocupados en realizar una labor no demasiado peligrosa: establecer contactos con los alemanes residentes en México y propiciar labores de proselitismo. En un local, situado en un edificio de la avenida Juárez, casi esquina con Dolores, dos o tres de ellos, ésos sí profesionalmente adiestrados en trabajos complejos y delicados, perfeccionaban métodos de alta sofisticación, según el informe de Gobernación, para despachar mensajes a una central receptora en Alemania. Todo aquello formaba la pequeña crónica, las andanzas de un puñado de individuos grises, comunicados sólo de modo tangencial con alguna arista de lo que consideramos la verdadera historia. De hecho, se trataba de un pobre y somero expediente policiaco. Fichas, fichas y más fichas de individuos con nombres teutónicos, que repetían con monotonía el año de ingreso a México, el domicilio, las conexiones y viajes por el país. No existía allí ninguna mención, que sería lo que las podría hacer de verdad interesantes, de sus contactos con los centros del nacismo nacional, con esos apóstoles dementes y exaltados de la derecha radical mexicana. Tal vez eso estaría reseñado en otro expediente, en algún archivo de manejo reservado. ¡La temida quinta columna! En fin, debían ser otros los expedientes importantes y era posible que ya hubiese llegado el momento en que fuera accesible su consulta. Debía intentarlo. Hacer tal vez una visita al Archivo General de la Nación. Cabe decir que entretanto no había permanecido inactivo, y en las pausas en que no corregía las pruebas del libro en el que prefería no pensar, había hecho una visita a la hemeroteca y leído los diarios del mes de noviembre de 1942. Necesitó corroborar ciertos datos de 1914 de los que no estaba muy seguro, aunque en verdad debía confesar que hizo esa visita por una razón más íntima.

Las neutras fichas de su amiga le habían resultado apasionantes por dos motivos, uno menor, y más bien divertido: saber que el padre de un compañero de leyes, a quien en un momento había comenzado a detestar, estuviese ligado a esa red de actividades clandestinas y hubiera transportado a algunos agentes alemanes en una avioneta de su propiedad, una vez a Tampico y en reiteradas ocasiones a San Luis Potosí. Lo había llegado a conocer. Sí, una figura borrosa a la que vio atravesar dos o tres veces el jardín de la casa de su detestado compañero con la mirada vaga y el aire de estar metido en un laberinto de salida imposible. Al final de la ficha, un comentario lo descalificaba como agente peligroso; por el contrario, celebraba sus múltiples indiscreciones (gracias a las cuales había sido posible enterarse de algunos movimientos sospechosos de aquella gente). El alcohol, según se decía, le producía una verborrea incontenible. Le extrañó que el personaje pudiera ser el viejo maniáticamente silencioso a quien había conocido; sin embargo, no había lugar a dudas sobre la identidad. Ahí estaban registrados su nombre y dirección, la misma casa a la que fue tantas veces durante la adolescencia y a la que cada vez juraba no volver. Se imaginó al padre de su amigo en aquella época: un joven fanfarrón, recién llegado al país, a quien dos copas de aguardiente convertían en un papagayo dispuesto a hablar hasta por los codos. La jactancia de sus hazañas había sido aprovechada ampliamente por las autoridades. Tal vez su silencio posterior tuviese un carácter expiatorio. Todos los proyectos en que intervino fracasaron por su culpa.

La otra sorpresa, y ésa sí le produjo un sobresalto, una indefinible excitación, estaba contenida en los dos renglones finales del expediente. Se indicaba que los asesinatos del edificio Minerva, el mismo en cuyo patio se encontraba en ese momento, estaban posiblemente ligados a un drástico ajuste de cuentas entre agentes alemanes y sus secuaces locales. ¡Él había vivido en esta casa en el momento de ocurrir tales hechos! Tendría entonces diez años. Una edad en que es posible recordar todo, o casi todo… Y, por supuesto, recordaba muchas cosas… ¡Pero de qué absurda, desmadejada e incoherente manera! Posiblemente los hechos que fuesen los aludidos en el legajo. ¿En dónde se había producido la balacera?, por ejemplo. ¿En el patio frente al cual estaba? ¿En las escaleras? ¿Dónde en realidad habían tenido lugar los disparos? Alguna vez, al recordar su infancia, había sentido un aleteo, el eco de recuerdos perdidos, que lo relacionaba con los disparos y la gran perturbación producida en la vida de sus familiares. Lo que le llegó fue un eco muy vago, a pesar de la significación que aquella noche tuvo en su vida. Tan importante, que no pudo concluir el año escolar y tuvo que abandonar la ciudad de México.

Mil veces, al pasar frente al edificio durante los años universitarios, cuando sus compañeros comentaban con una mezcla de entusiasmo y burla la excentricidad de aquella arquitectura, el aire espectral que gradualmente fue envolviéndola, el aspecto de ilustración de novela de Dickens que se desprendía de sus balcones, muros y torres, él se enorgullecía en descubrirles que parte de su infancia había transcurrido en ese mismo edificio. Y repetía frases extraídas del legajo de nostalgia familiar: nadie podía imaginarse al pasar frente a esa ruina la elegancia de sus interiores, la excelente madera de sus pisos y puertas, la amplitud de los salones, la altura de los techos. El edificio, explicaba, había sido construido, igual que otro gemelo situado en las calles de Marsella, con el propósito de ofrecer un alojamiento de calidad al personal de las embajadas y legaciones extranjeras, menos costoso y más fácil de atender que una casa independiente. Los departamentos de la planta baja no podían considerarse buenos; eran oscuros y pequeños. Los del primer piso, donde vivió con sus parientes, eran, en cambio, palaciegos. El piso estaba ocupado por dos únicos departamentos, cada uno con buenos salones, amplio comedor y largos pasillos que comunicaban a un sinfín de dormitorios, estudios, cuartos de costura, etc. En los pisos superiores, las viviendas perdían espacio, aunque no categoría: sencillamente estaban hechas para familias menos numerosas.

El sistema de corredores en torno a un amplio patio interior, tan poco usual en la época de su construcción, a finales del siglo XIX, cuando ya se había desatado en México una feroz especulación inmobiliaria, lo hacía diferente a cualquier otro edificio de la ciudad, contemporáneo o posterior. Desde las ventanas interiores los inquilinos podían enterarse de la clase de visitas que recibían los vecinos. Eso, en un México como el de los años cuarenta, lleno aún de resabios provincianos, debió de tener muchos atractivos. Veía a los inquilinos extranjeros saludarse pausadamente, cambiar unas cuantas palabras en idiomas incomprensibles, despedirse con la misma prosopopeya y seguir su camino. Imagina que se visitarían sólo cuando lo hubieran convenido previamente. Nadie se inmiscuiría en los asuntos ajenos, aunque no puede saberlo con exactitud, pues en lo referente a su tía Eduviges, ésta no había hecho sino entrometerse en los asuntos de los demás. Su hermano, Arnulfo Briones, un vejete que siempre le inspiró disgusto, de voz chirriante, dientes y bigotes manchados de un amarillo sucio, y ojos inexpresivos que parecían de vidrio, lo sometió en varias ocasiones a verdaderos interrogatorios, secos, inhóspitos, carentes de afecto, sobre los niños con quienes solía jugar en el patio central y sus familias; interrogatorios a los que según vio después sometía también a su tía Eduviges, a Amparo y hasta a las sirvientas. Sí, era cuestión de hurgar en la memoria. Ya él había cumplido diez años cuando mataron al alemán.

A esa edad se recuerda todo, había dicho; pero sucedía que en su caso no era verdad. En dos o tres ocasiones estuvo en la galería de Delfina Uribe, había cambiado algunas palabras con ella, y, sin embargo, no tuvo una noción precisa de que estuviera tan ligada a la tragedia, sino hasta días atrás, al visitar la hemeroteca y consultar una serie de periódicos viejos. Conocía mejor, aunque tampoco eso significaba mucho, a Julio Escobedo. En una época lo había tratado con relativa frecuencia. En su boda, unos primos de Cecilia, su esposa, les habían regalado un óleo suyo, que llegó a convertirse en su cuadro favorito: un gato gris jugando con un trompo. Al fondo, un vaso de flores azules y moradas. Nunca, está seguro, supuso que aquella fiesta que tan mal fin había tenido hubiera sido ofrecida en su honor. Lo cierto es que sabía y a la vez no sabía nada de lo allí ocurrido. Tampoco un niño de diez años tenía por qué saber que en el departamento de al lado se ofrecía una fiesta a un pintor que con el tiempo se volvería famoso. No había ido a la hemeroteca con el propósito de enterarse de los detalles del caso (en el expediente de Gobernación se usaba, cosa que le intriga, la palabra «asesinatos», en plural, como si el hijastro de Arnulfo Briones no hubiera sido la única víctima), sino para cotejar algunos datos sobre los que de pronto no se había sentido muy seguro al leer las últimas pruebas de El año 14. Se quedó satisfecho. No encontró errores. Los datos sobre los que en cierto momento había tenido dudas eran los correctos, pero ya que estaba allí, se dijo, aprovecharía la oportunidad para leer la prensa de 1942. No fue difícil precisar la fecha. Cursaba el cuarto año de primaria, de modo que debía ser 1942. La época de los apagones: simulacros de ataques aéreos sobre México. La ciudad se oscurecía por entero bajo el ruido de los aviones que volaban sobre ella. La balacera debió ocurrir, creía, hacia el final del año. No le llevó más de media hora encontrar los diarios que buscaba. La fiesta, según comprobó, tuvo lugar la noche del 14 de noviembre de 1942. En la primera página de un periódico aparecía con grandes titulares la noticia: «Crimen cometido en casa de una hija de Luis Uribe», y se remitía al lector a dos secciones interiores, a la página de sociales y a la nota roja. Leyó primero la crónica social. Delfina Uribe celebraba la apertura de su galería y la exposición de Escobedo con que la había inaugurado la semana anterior. Leída treinta años después, la lista de invitados era un revelador documento de época. Esa noche había estado presente medio mundo. Pintores, escritores, políticos, cineastas, gente de teatro. Figuras legendarias, en su mayoría desaparecidas. Lo impresionó lo compacto del medio. Una ciudad pequeña donde, por lo mismo, sus individualidades sobresalían con mayor nitidez. Las relaciones familiares de Delfina y su talento personal le permitían sin demasiados esfuerzos reunir al todo México. La cronista describía con algo semejante al éxtasis la elegancia de aquel «departamento insólito que, por el modernismo de su atmósfera, hubiera sido el orgullo de lugares como Los Ángeles o Nueva York», al que concluía por calificar como «¡un sueño de Hollywood!». Citaba comentarios de algunos concurrentes sobre unas columnas de aluminio, un conjunto de máscaras prehispánicas, y el retrato de la anfitriona, hecho años atrás por el joven Escobedo. Hablaba de los platillos franceses y mexicanos de la cena; se detenía en describir los trajes de algunas de las figuras sociales más destacadas del momento, el contraste, por ejemplo, entre el opulento traje bordado de Oaxaca de Frida y la túnica drapeada al estilo griego que llevaba la Del Río. Comentaba el ambiente cosmopolita que súbitamente floreció en algunos salones de la ciudad donde «para el espíritu refinado, una reunión como la de Delfina Uribe constituía una auténtica efemérides, la entrada a un espacio privilegiado donde se podían escuchar y practicar todas las lenguas». La nota era un canto a la armonía. De haber sido cronista político, su autora hubiese hecho alusión a la consigna de unidad nacional que estaba a la orden del día. Políticos y artistas convivían en esa reunión en una paz perfecta; damas y caballeros descendientes de las antiguas familias se mezclaban y departían sin recelo con quienes sólo en fechas muy recientes, ¡ayer como quien dice!, habían ascendido en la escala social. Igual que los platillos servidos esa noche, los invitados nacionales y los extranjeros parecían coexistir de la manera más tersa. La cronista de sociales abandonó alborozada la reunión para caer en un nuevo deliquio ante el espectáculo celeste. La noche, aún demasiado fría para esa época del año, dejaba ver un cielo más claro que el habitual. Cada una de las estrellas que integraban la constelación de Orión entonaba loas en honor de Delfina Uribe y su nueva galería, y presagiaban felicidad a los demás presentes. ¿Acaso la comentarista se habría retirado de la fiesta antes de los disparos? Le parecía evidente que fuera así, y, sin embargo, sentía en su tono oropelesco una inflamación hecha de intento de ocultar algo terrible. En el mismo periódico, en la bronca página criminal, se comentaba la misma reunión en términos muy diferentes. La calificaban de tenebrosa. Un artero complot dispuesto por un cerebro altamente criminal. El saldo: un alemán asesinado y dos nacionales que agonizaban en el hospital. El muerto, eso lo sabía muy bien, era el hijastro de Arnulfo Briones, el hermano de su tía Eduviges, un muchacho llegado hacía poco a México. Los heridos, el propio hijo de Delfina y un tal Pedro Balmorán, cuyo nombre le sonó vagamente conocido, sin lograrlo ubicar. Revisó los periódicos de ese y los siguientes días. Por desgracia, no encontró en la hemeroteca revistas escandalosas de la época, las que con seguridad serían más explícitas. De cualquier modo, las secciones de los periódicos dedicadas a la nota roja eran virulenta y escandalosamente amarillistas. Delfina declaró no conocer al occiso, de nombre Erich María Pistauer, ni haberlo invitado a su casa. Durante los diez días posteriores todos los diarios aludieron a los motivos pasionales y políticos del crimen. Las notas de una u otra manera insinuaban alguna liga de Delfina con el asesinato. Un periódico la consideraba ejemplo de la corrupción revolucionaria: dinero fácil, lujo escandaloso, amores de paso, frivolidad a pasto. Se decía que la pelea había empezado en su departamento, que los hermanos Uribe habían corrido a los alborotadores y que al llegar a la calle se habían producido los disparos. Otro periodista comentaba algunos rumores circulantes: el esfuerzo de realizar desde arriba, por decreto, una artificiosa unidad nacional había resultado un fracaso. Desde un principio se habían advertido unas fisuras que terminarían por convertirse en grietas profundas. Aquel crimen se presentaba al público como fruto de una nueva escisión de la familia revolucionaria. El general Torner había amenazado pistola en mano a Julio Escobedo, un pintor. El programa unitario no dejaba de ser una ficción. Los militares, eso era evidente, hacían sentir el peso de sus armas sobre los civiles. ¿Volvían los caciques a luchar por el poder? ¿Qué era lo que a fin de cuentas se proponía el maquiavélico licenciado Uribe? ¡Que hablara! ¡Que pusiera con honradez sus cartas sobre la mesa! Un periodistillo con resabios de letrado comentaba en un periódico de la extrema derecha que no era una anomalía que la tragedia hubiese ocurrido en ese lugar. El edificio Minerva se había vuelto una nueva peligrosísima Babel, invadido por extranjeros de la peor calaña. Semitas surgidos de las cloacas más turbias de Lituania y el Mar Negro lo habían convertido en su teatro de operaciones. Pero la policía seguía con atención sus actividades. Hizo hincapié en el hecho de que la hebrea Ida Werfel había iniciado la batalla al intentar transmitir un mensaje cifrado usando como cobertura, ¡el colmo!, frases del inmortal religioso español, autor de autos sacramentales, Tirso de Molina. ¡Debían tener cuidado la Werfel y sus secuaces! Las autoridades no eran ciegas ni sordas; en unos cuantos días se revelarían noticias asombrosas. No se publicó ninguna esquela. El nombre de Arnulfo Briones se mencionó con relativa discreción en dos o tres ocasiones. Quince días después desaparecieron las noticias, salvo una que otra muy fugaz, colada en los diarios más incontrolables, referidas a la pelea entre el general Torner y el pintor Escobedo. Siempre en un mismo tenor de irrealidad. Era evidente la intervención del padre o los hermanos de Delfina para acallar el escándalo. Quizá la importancia de varios de los asistentes a la fiesta, dos miembros del Gabinete entre ellos, contribuyera también a ese silencio.

La consternación reinó en casa de sus tíos. Mentiría si dijera que había oído los disparos esa noche. Su habitación no tenía ventanas a la calle. Por la mañana, Amparo lo despertó a primera hora para decirle que habían matado a Erich, el hijo de la esposa alemana de su tío Arnulfo. Se vistió con toda rapidez y se reunió con la familia en el comedor donde estaban ya desayunando. Su tía parecía haber enloquecido. Ni ella ni su tío Dionisio se habían acostado en toda la noche. En un momento, se puso de pie y con gesto imponente les hizo jurar a él y a Amparo que no saldrían del departamento en todo el día. Luego se dejó caer sobre una silla y con voz y gestos de derrota les pidió que no entraran en la habitación de Antonio a preocuparlo con las noticias, pues para un niño enfermo del hígado cualquier sobresalto podía resultar fatal. Con nadie debían hablar de lo ocurrido. Ni con los vecinos ni con las criadas. «¡No hablar! ¡Cerrar la boca! ¡Ni una sola palabra a los extraños!», gritaba. Ella, en cambio, no hacía sino enviar a las sirvientas a averiguar lo que pudieran y luego transmitir por teléfono la información recibida a quién sabe cuántos lugares. Cuando al mediodía volvió su tío, la encontró desfallecida aunque capaz de revivir de inmediato para enterarse de algún nuevo rumor proporcionado por la portera, los vecinos, las sirvientas de Delfina y las de los diplomáticos colombianos y uruguayos que vivían en un piso superior. Se encerró un rato con su marido, salió después muy alterada, diciéndole que estaba equivocado, que en su familia no se conocían hechos de sangre, que el responsable de lo ocurrido, lo venía afirmando desde la noche anterior, lo había profetizado desde mucho antes, era uno de los heridos, a quien Del Solar pudo identificar en los periódicos como Pedro Balmorán. El hecho de que hubiera resultado herido de gravedad parecía no convencerla de su inocencia. Durante el día entero trató de localizar a Delfina, pero no había vuelto del sanatorio donde operaron a su hijo. Supo que varios inspectores de policía fueron a su departamento, y que los Uribe se habían encargado de recibirlos y despacharlos. Amparo y él estuvieron largo rato en una cómoda al lado de una ventana para ver trabajar a los fotógrafos con sus cámaras. Luego también al departamento de ellos llegaron los inspectores y su tía Eduviges gritó que no sabía nada, que estaba aterrorizada, que era una pobre madre desolada con un hijo enfermo de hepatitis precoz cuya vida peligraba a cada minuto, que eso le pasaba por vivir en aquel edificio siniestro, que lo único que podía declarar era que Pedro Balmorán, quien se decía escritor y periodista y vivía en el último piso, era un pillo de marca mayor, seguramente inmiscuido en el asesinato de Pistauer.

Al correr los días, la calma pareció volver al edificio, pero no a reinar en casa de sus tíos. Arnulfo dejó de visitarlos. Del Solar nada supo sobre el entierro de Erich. A la madre, alemana, sólo la recuerda haber visto en una ocasión, cuando su tía lo hizo acompañarla a una visita de la que volvió muy disgustada. No habían logrado entenderse porque la alemana, una mujer alta, rubia, que no sonrió una sola vez, no hablaba español ni francés, y su tía no comprendía una palabra de alemán. La visita, muy breve dada la enemistad con que fueron recibidos, consistió en una mera inspección a la cocina, en especial al refrigerador, en muchos gestos desesperados que habían querido significar que la mantequilla no era tan buena como la que ella compraba en el mercado de San Juan, que con el pescado había que tener mucho cuidado y que sólo debía comprarlo cuando conociera muy bien al pescadero, que el mejor filete de res se compraba en una carnicería de la colonia Juárez, aunque también en San Juan sabían cortarlo como era debido; y en ulteriores y amargos comentarios, ya de regreso a casa, exclusivos para él, pues Amparo se había quedado haciéndole compañía a Antonio, sobre los disparates de su hermano Arnulfo, el último consistente en liarse con aquella mujer tan antipática que acabaría por meterlo en un lío. Lo que finalmente ocurrió. La policía detuvo a las dos muchachas que trabajaban en la casa para ser interrogadas, y su tío tuvo que ir a buscarlas a la comisaría, pero ya no quisieron trabajar con ellos; volvieron, muertas de miedo, sólo a recoger sus bultos. Su tía permaneció muda, o casi, durante varios días, con los ojos llorosos. Amparo se enteró de que tendrían que mudarse de casa, que su tío Arnulfo había desaparecido junto con su mujer y ya no les pagaría la renta; que les habían ofrecido una casita de alquiler más modesto en el mismo rumbo, a unas cuantas cuadras del edificio. El médico estaba muy preocupado por la mala evolución de la enfermedad de Antonio; decía que el nerviosismo de la casa penetraba en su dormitorio y envenenaba su organismo, que a lo mejor lo internarían unos días en un sanatorio para que el cambio de casa no le afectara. Él ya no vivió la mudanza, pues, aunque le faltaban varios meses para finalizar el año escolar, sus padres decidieron que se reuniera con ellos en Córdoba, donde vivió los siguientes años, continuó sus estudios, hasta que llegó el momento de volver a México e ingresar en la Universidad.

Al examinar de nuevo el edificio sintió que los juegos en el patio, la experiencia de los apagones, las exaltadas confidencias de su tía habían formado parte de una existencia paradisíaca que el olvido apenas había velado un poco. Más falta que los juegos infantiles le habían hecho los misterios sin fin intuidos en los diálogos de su tía Eduviges con su marido, con su hermano Arnulfo, con interlocutores desconocidos con los que se comunicaba por teléfono. La exuberancia incontenible de su tía, que de adulto le pareció siempre detestable, resultó quizá el elemento entonces más añorado. ¡Aberrante pero cierto! No advertía que Eduviges monstruo y que con el tiempo se volvería peor. El hecho de hablarles a él y a Amparo como a un par de personas mayores, y comentar con ellos, casi en calidad de cómplices, las mil y una peripecias de su vida diaria, a pesar de que ellos sólo pudieran comprender una mínima parte del torrente verbal, le había proporcionado a Miguel del Solar un placer que nunca más volvió a hallar en el trato con la gente. A Antonio, por supuesto, casi no lo registra en esa época, invisible como estaba en su cuarto de enfermo.

Tal vez el hecho de alimentarse en una fuente que siempre confundió las tribulaciones familiares con los desastres del país definió su vocación posterior, su empeño en seguir contra la opinión familiar, que los consideraba poco serios, demasiado imprecisos, los estudios de historia. Sí, abandonó la carrera de derecho al año de iniciarla para dedicarse de lleno a la historia.

Aquel edificio de muros gangrenados, el Minerva, no era ni la sombra del que había conocido. Le faltaba pintura, carecía de dignidad; su excentricidad se mezclaba con la miseria, categorías que juntas jamás funcionan bien. Algunas partes le recordaban más una vivienda popular colectiva que los recintos originalmente construidos para inquilinos elegantes. Aún así, no se le podía negar su encanto. El departamento de sus tíos comprendía dos alas, que formaban una escuadra. Sin embargo, no logró precisar el sitio de su propia habitación.

En el fondo del patio, alrededor de una pequeña fuente, unas personas trataban de hacer funcionar, al parecer sin éxito, una bomba de agua. Una mujer joven, humilde, de sonrisa muy fresca, se le acercó a preguntarle si buscaba a alguien, si se le ofrecía algo, y añadió:

–Soy la portera.

Se sintió descubierto en una acción inocua. Dijo atropelladamente que al pasar por allí se había interesado en saber si estaba disponible algún departamento.

–Me parece que no –le respondió la joven–. Pero ¿quién puede saber si pronto va a desocuparse alguno? El administrador podría informarle, pero ahora no está. ¿No quisiera usted pasar más tarde?

Se despidió. No, desde luego no pensaba vivir allí. Volvió a recorrer con la mirada el interior del edificio. Una casa de brujas. Una ruina, con mucho carácter, sí, pero seguramente inhabitable. Si no estuviera por terminar el año sabático, tal vez lo pensaría. Minutos después se encaminó hacia las calles de Tabasco, donde debía entregar las planas ya recogidas de su libro.

Es historiador, eso ha quedado claro. Se llama Miguel del Solar. Ha enviudado hace poco. Desde hace unos siete años vive en Inglaterra, donde es profesor de historia latinoamericana en la Universidad de Bristol. La visita que acaba de hacer lo ha conmovido. Siente una necesidad casi física de conocer las circunstancias y pormenores de ese crimen relacionado con el edificio Minerva. Considera que lo toca muy de cerca.

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