Antonio María Calera-Grobet
07/04/2018 - 12:00 am
Confesionario de mis comidas tristes
1. Temía comer obleas. No comía tampoco pepitorias. Me importaba poco que se pegaran a mi paladar, pero me recordaban cuando de chico iba a comulgar: representan el símbolo de Dios, atorado por la culpa, en el gañote de mi alma.
1. Temía comer obleas. No comía tampoco pepitorias. Me importaba poco que se pegaran a mi paladar, pero me recordaban cuando de chico iba a comulgar: representan el símbolo de Dios, atorado por la culpa, en el gañote de mi alma.
2. Me duelen las castañas por lo que dicen en secreto o por lo que callan de nosotros. Como si requiriéramos esos carboncitos en las manos para ser felices. Símbolo de nuestra necesidad de fuego y calor humano. Sustitución de unas manos con las nuestras, quizá. Un beso pudiera ser, también.
3. Las gelatineras, por su parte, me llenaban de tristeza. No podía con la imagen de su vendedor dado a la calle, bajo el sol, sin haber vendido una sola. Si mi abuelo me llegaba a comprar una (recuerdo sus manos apretando el papel encerado y el cuerpo tambaleante del dulce), tragaba a duras penas el comestible translúcido, escupía sin que él me viera las pasas. Y me gustaban mucho. Sobre todo las de vainilla, las de rompope. Pero me daban tristeza de la de llorar. Eran sinónimo de la pobreza del vendedor y la nuestra.
4. Lo mismo pasaba con los camotes en las casetas de cobro cercanas a Puebla. Ese olor de camiones con los vidrios rotos a cabezazos de migrantes, con los niños y las señoras corriendo tras el carro, pidiendo vehementemente que se les abriera el vidrio para poder comunicarnos sus ofertas, me deprimía profundamente. Una caja por diez, dos por diez, cuatro por diez y lléveselos. Con esas etiquetas mal impresas. Y todos sabían igual, al caer la noche en Iztapalapa. Para mí eran como tumbas en sus cajitas blancas.
5. Recuerdo unos garapiñados que grupos de indígenas de Méico vendían al entrar el bosque de Chapultepec. Cacahuates viejos a dos pesos. Y ese azúcar me hería, me hacía ver la desigualdad de los que iban por la alegría del trenecito y los que ya la habían perdido para siempre.
6. Las tortas del parque de Chapultepec se mostraban orgullosas como en un tzompantli lleno de moscas. Se lucían abiertas, con una película invisible de jamón si es que eso llevaban, y mucha col. No lechuga sino col. Dos pesos una torta de nada, para saciar el hambre de veladores, barrenderos, jardineros del parque.
7. Me dolían las tortas de un amigo de la primaria. Eran de frijoles. Una embarrada de frijoles y pan. En ocasiones, por motivos que nunca supe, y se ponía feliz mi amigo regordete, le ponían en una bolsa no una sino dos tortas para el almuerzo. Una con muchos frijoles y otra con mostaza y chiles. No supe nunca si ese era el gusto de mi amigo que me compartía de sus tortas o era todo esto el reflejo de su situación económica. Siempre me convidaba de sus tortas y yo lo quise y quiero mucho, aunque no lo vea desde hace 40 años.
8. Recuerdo a mi padre cuando abría una lata de sardinas o de chipirones en su tinta; era toda una fiesta. En esos tiempos, la gente comía esas latas con galletas saladas. Recuerdo bien aquellas latas de ultramarinos. Se abrían con un abrelatas especial que iba enrollando la lata hasta dar con el producto. Cuando la lata ya se iba a acabar, mi padre metía en la tinta o el aceite una galleta y la rebañaba de esos caldos. Era quizá de los últimos bocados y había que engrosar.
9. Cuando tenía yo alrededor de 20 años mis padres se separaron. A los pocos años mi padre moriría. Algo se pudrió en todas las Dinamarcas de mi mundo por esos años. En una noche que llegué ebrio, abrí el refrigerador. Había un jitomate y algunas tortillas. Yo intenté, mientras me detenía en pie, hacerme unos chilaquiles.
10. Cuando estudiaba la universidad, un paletero me llevó unas manzanas de Puebla para la hora del recreo. El empujaba uno de esos carritos de helados y paletas en una época en la que todos los cochecitos parecidos llevaban el mismo nombre de “Bambi”. Recuerdo bien el dibujo de un venadito con un conejito a su lado y con helados y paletas volando a su alrededor. Yo iba a comer mis manzanas, las más jugosas del mundo me decía mi amigo el paletero (“Capi” por Capitán, le llamaban por cierto) pero unos estudiantes de cursos arriba me las quitaron para pisotearlas frente a mí. El “Capi” quiso detenerlos pero abrieron su carrito y se llevaron varios sándwiches de helado y unas congeladas de rompope. Desde ese día, lo podría jurar en el templo que se quisiera, cada vez que veo un carrito de esos, o una botella de rompope, o le hinco el diente a una manzana, veo el rostro de los estudiantes y quisiera aplastar sus cabezas. Esperanzas de volver el tiempo atrás.
11. Una vez mi padre me ayudó a irme de pinta. Cosa importante, viajaríamos a Toluca a una cita de negocios. Comí en el camino, por primera vez, a un costado en un paradero de moda, machitos de carnero. No sé cómo pude haberlo hecho sin su ayuda. Ahora, por supuesto yo como lo que sea. Y entre todo eso machitos de cordero en su memoria. Luego de esa copiosa comida, luego de la cita de negocios aquella, me llevó a una tienda que se llama aún “El Socio”. Comí ese día, por su elección, un gran bombón de fresa, del tamaño de mis manos, cubierto de chocolate. Puedo decir a la fecha, habiendo probado los postres del mundo, que nunca un postre me ha sabido tan bien, dentro de un Volkswagen viejo, mareado por el camino de carretera y el ambiente pleno de olor a gasolina.
12. Me duelen los esquites en las plazas, afuera de las iglesias. Y no entiendo el porqué. En lugar de celebrar al maíz entre la gente, a los niños y jovencitas comiendo sus vasitos de granos humeantes y chilito, me parece de pronto, en un halo de lo más macabro, que simbolizan el detrito del país, el descuartizamiento de nuestra historia y nuestra cultura. Como si comiéramos ruinas.
13. Nada es más poderoso, en cuanto a la comida que me provoca dolor en el pecho, trauma hasta el sofocamiento, que el haber visto un diciembre a un par de policías comprando medio pollo para celebrar, en compañía de ellos mismos y los muros de una institución que deberían cuidar, el año nuevo.
14. Me duelen las palanquetas porque me recuerdan a mi madre más joven, y me duelen porque me recuerdan a los limones llenos de coco, a los jamoncillos, las nueces garapiñadas, las frutas cristalizadas. Descubro el motivo no muy al fondo de mi conciencia: Mi abuela materna comía dulces por sobre todas las cosas. La puedo escuchar aún toser, cortar por aquí y por allá, las bolsas abrirse y cerrarse sigilosamente, verla dando fin a un macarrón de leche quemada, a un enjambre en un dos por tres. No he conocido aún a alguien que coma no sólo tanto dulce sino con tanto gusto como mi abuela Sara. Sara García, por cierto.
15. Mi padre me llevó con unos albañiles una vez. No recuerdo el motivo por el que nos fue posible acompañarlos a comer. Y ahí sacaron las piedras, los pedazos de barrote y polín, levantaron el fuego. Recuerdo a mi padre con un saco ayudando a abrir las latas de sardinas, los chiles en escabeche, a calentar las tortillas. Y comimos tacos y más tacos, mi padre bebió unas cervezas. Al final sacaron refrescos e hicieron café. Yo tomé café, como cualquier otro niño que se hubiera vuelto adulto en un dos por tres.
16. Cuando era pequeño, fuimos los Calera invitados a la primera comunión de la hija de una señora que nos ayudaba en casa. Tomasa, por cierto, se llamaba la señora que nos ayudaba, en tiempos en que no era una monserga saber cómo decirles a las personas que ayudan al aseo de una casa y más que eso. Fuimos muy ataviados y con regalo. Habían hecho barbacoa y había mucho nerviosismo porque al parecer habían abierto el hoyo muy temprano, o algo había salido mal allá abajo en el inframundo de la comida de tierra. Y los parientes se gritaban y lloraban pero en algún momento se abrió el tesoro guardado ahí debajo y empezaron a servir los platos. Sabía la carne a humo, sabía la carne a unto de grasas y médulas y vapores duros, pero devoré los platos que por mí pasaron hasta marearme de todos sus jugos.
17. Saliendo de la preparatoria, un amigo me invitó a su cumpleaños. Antonio se llamaba y me llamaba tocayo. Al llegar a su casa, una casa enorme, en obra negra en Tlalnepantla de Baz, observé sobre una mesa de madera, tan vernácula como ella sola, coja y con clavos por todas sus patas, con varias cabezas de res tendidas sobre de ella. “Ya no hay mucho, Tocayo”, me dijo mi amigo un tanto cabizbajo, para luego ponerme en las manos un cuchillo y un mazo. Me pidió que atestara unos golpes secos al cráneo y sacar de ahí unos sesos calientitos. Lo hice. Hendí ahí luego, en uno de los lóbulos, una cuchara que me pasó su madre. Tortilla, sesos, sal y salsa. Y luego de eso varias cervezas para bajar de mi cerebro la magnífica estampa. Una de las comidas más honestas que he hecho en mi vida.
18. Me dan tristeza los puestos de pescuezos, los de chanfaina, las sopas con mollejas de pollo o demás menudencias, menos los hígados. Me duele el corazón de la res, esté empanizado o no. No he probado su ubre pero me parece que será lo mismo. No es que sienta algo malo por un caldo de gallina pero resulta que no comprendo la sutil tristeza que se desprende de los que comen ahí, se guarecen en esos platos hondos, ese calor, apretados entre sí. La moronga me perturba según se le trate. Depende de la manera y el entorno en que se venda. Yo como moronga muchos días de mi vida y no siento tristeza, pero sí recuerdo las guerras, los cinturones de miseria, los rastros que la venden como si fuera otra cosa menos valiosa que la sangre. Me duelen los que pepenan pedazos de fruta y pan en las basuras. El alpiste me da tristeza. Como si pensara que ya no hay pájaros, o que abundan las lombrices pero no los pájaros, o que los pájaros que cantan ya no comen lombrices o ya no tienen nada que comer más que lo que les aventemos. Me causan disgusto e incomodidad los pucheros para perros viejos, esos enormes caldos que se hacían a los perros antiguos llenos de tortillas y huesos. El olor me cala, saber de esos perros que se tenían como veladores más que como compañeros.
19. No siento dolor o compasión al ver al ver a los pescados sobre su cama de hielo, tampoco al ver las caras de cerdo colgadas en las carnicerías, pero siento que algo no está bien con los pollos hacinados en el mercado. Al verlos ahí, agolpados uno sobre otro, en montañas de fiambres amarillentos, siento que su masacre ha sido excesiva y poco elegante, que no corresponde a la idea de saciar ningún hambre.
20. Me trastornan los chocolates de dos pesos en el metro, las galletas cubiertas de chocolate del transporte público porque saben a manteca vegetal, saben a todo menos a lo que dicen sus etiquetas, son comestibles o masticables, pretextos mandibulares de la pobreza.
21. Los ostiones en frasco tienen la tristeza de un barco bajo el mar, de una tripulación de ahogados.
22. No es que prefiera comer bajo los puentes repletos de mofles, no es que decida de pronto comer en las esquinas repletas de camiones, porque imagino que no tienen que ver con el comer de pie, con el comer sin tiempo, sino con un abasto absolutamente necesario, de grado cero, mera alimentación para llenarnos de algo. Como en la calle con la esperanza de encontrarme con un sabor distinto, un tesoro no descubierto, pero las más de las veces me topo con que yacen ahí los sabores que se han ido, las hechuras apenas en silueta, los decesos de esos platos para hambrientos que nos fueron señoriales. Un requiem por el pasado, pero también esperanza pongo en la calle para un pronto descubrimiento.
23. Me ponen apesadumbrado los malvaviscos, porque creo que se quedaron atrapados en el tiempo. Un tiempo en que, tramposamente, siento que fuimos profundamente felices.
24. Los basureros de los mercados son los templos del Diablo. Ahí es que da la vuelta el capitalismo, se genera el hambre, se representa la gran metáfora de “El Angelus” de Jean François Millet, en todas las latitudes y por todo lo alto.
25. Las tortillas puestas a secar, viéndolas bien, no deberían causar ningún daño. Son una resurrección, la vuelta a la a vida de un hermano.
26. Me enfadan los últimos chiles, los ajos que se han secado con su rabo de fuera, las salsas que después de darnos tanto, de pronto, se truenan. Quien no se duela por una cebolla rancia, por un aguacate oxidado, un refresco sin gas, un queso enlamado, algo tiene adentro ya pasado. Me duelen también los músculos de los pollos moreteados.
27. Los huevos de tortuga, porque no deberían ser comida de humanos.
28. Las pollas de huevo y jerez me llenan de ira tanto como los jugos de naranja con huevo crudo. Son el desayuno arrojado al vacío de los que van con resaca al trabajo, que intentan aguanta el todo sobre sus lomos, el pobre desayuno del proletario en la intentona de aguantar los embates de sus imbéciles autoridades y, al mismo tiempo, llevar el pan a casa.
29. Mi padre me contó una aberración que le propinaba su propia madre. Lo mandaban por pan caliente, recién salido del horno y al llegar a casa salivando, ella le decía: “Hoy vamos a comer el de ayer para que no se haga duro”. Le imponían a diario y sin recato, el “hoy no fío y mañana sí” del pan, la promesa eterna de comer con pan vivo.
30. Me duelen las tilapias y las truchas en tinajas de metal. Mojarras de criadero las primeras, especies trasplantadas las segundas, son todo un caso del pescado fresco para los idiotas de la capital.
31. Duele el pan duro y el vino agrio. Tal vez por ello la eucaristía. Yo nunca pude pasar un bocado viendo “Marcelino, pan y vino”.
32. Duelen la malanga, los tostones, la yuca cubana, toda la vianda y el refresco y la cerveza dispendiada, todo eso que vemos que compran los hermanos cubanos con su carnet. Y nada tiene que ver esto con los cubanos a quien amo. Por eso tomo ron cubano, para recordar la seriedad de estar vivo, la kunderiana levedad del ser.
33. Me duelen los centros botaneros del Estado de Morelos porque los músicos que tocan ahí, las rocolas que suenan ahí, las mismas botanas que se malcomen ahí parecen venir directamente del Mictlán.
34. Las ancas de rana son ese sofisticado plato que no lleva a su comensal a nada. Y lo que lleva a la nada es algo que no queremos asequible.
35. Los cacahuates con su cáscara me parecen pequeñas y redondetas cucarachas.
36. Se clavan en la memoria por tristes y denigradas las gorditas de nada. Esos discos long play de maíz, enjutos a más no poder, que disponen las gorderas listas para comer. Los paseantes abiertos caerán en la trampa. Aire es lo que tienen más esas gordas, aire más que chicharrón y más, incluso, que masa.
37. Una vez fui a probar quesos al mercado de La Merced. Probé todos los quesos habidos y por haber. Hasta que llegué a uno que el marchante me ha recomendado como el queso pizzero, el queso que compran los puestos que venden pizza y sincronizadas en el Metro. Lo llevé a la boca y no pude comerlo. Discretamente lo escupí. Un queso pizzero que cuesta, por kilo, $20 pesos. Daría de comer ese queso a los políticos mexicanos, los más altos rateros del mierda que hay en el planeta.
38. Comer en Tlacotalpan es triste por razones que tienen que ver con Oporto más que con otra cosa.
39. Duelen los charales fritos y apretujados en su bandeja de unicel, esos en los que un brillo leve aún resplandece, con sus ojitos salidos y su costillar minúsculo a la vista. Y duelen porque son el cardumen del cristianismo pero al revés. El limón o el vinagre los proveería aún más de un sazón anti humano.
40. Las rebanadas de jamón de la clase media en los años ochenta, la mortadela, el pastel de pollo duelen retroactivamente. Era esa una manera de confiar en que se probaba que éramos exitosos, nos hallábamos en la cresta de la ola.
41. Los aviones repletos de cajas de Krispy Kreme hacen las veces de salvoconducto actual hacia la felicidad. Es un mimo inofensivo, claro, pero también una vaga certeza, una conjuro o un ritual. “Con esas rosquillas la familia está bien y nada nos faltará”.
42. Un anciano fontanero que alguna vez trabajó en casa se hizo un querido amigo de la familia. Arreglaba tubos, resanaba paredes, ayudaba en una y otra cosa. En alguno de sus trabajos impidió que ocupáramos el gas de la cocina. Así que durante unos días cocinamos cosas sencillas con una parrilla eléctrica. Tortas, un día para ser exacto. Ofrecimos algunas a nuestro amigo, “Nachito”, por cierto, pero casi siempre se negaba. Resultó que Nachito llevaba siempre su almuerzo en unas bolsas de plástico. Eran unas tortas de huevo. Alguna vez accedió a cambiar de almuerzos así que le dimos unas tortas de las que hacíamos nosotros en dicha parrilla metálica. Las comió como si fueran cualquier cosa. Nachito murió al poco tiempo. No así sus delicias en nuestra memoria. Esas tortas suyas tan celadas, escuetas, frías, hechas por sus manos, son de los bocadillos más queridos de mi vida. Cada vez que como una torta de huevo lo recuerdo. Y ese recuerdo, duele.
43. Alguna vez, en San Luis Potosí vi a un cura comiendo un pozole con las manos.
44. Alguna vez la visita a un amigo me invitó a ver una escena por demás dolorosa. Una tepachería por la zona central de la ciudad regalaba a los teporochos de la colonia decenas de litros de tepache echados a perder. Ellos la bebían como si fuera maná. La imagen de los chorros escurriéndose por sus cuellos, las sonrisas de los bebedores al saciar su sed, ha quedado tatuada en mi cabeza.
45. Cuando era estudiante, en la cantina “La Vaquita” de la calle de Mesones, acostumbraban dar una sola botana. Era un plato de agua con una cucharada de consomé de pollo y un chile verde picado. Muchos éramos los que ahí comíamos esa sopa, dos o tres platos eso sí, con dos o tres tortillas por plato. Los viernes regalaban salsa.
46. La avena fría duele, como el cereal convertido en piedra. Es algo que en todo caso subraya el hambre. Avena como poner un hoyo en el estómago. Un mazacote de tierra yerma. Para sembrar sed, sed y algo más: más nada.
47. Cuando niño, pasaba a la cuadra un camión de la “Marinela”. También abordaba a los estudiantes al salir de la escuela. Vendían sus productos en una bolsa, caducos ya. Varias bolsas de pastelitos y galletas dentro de una bolsa mayor, que se presentaba con un brochazo de pintura color pistache. Para identificarlo me imagino, de otros. Las madres de mis amigos de escuela, las madres de mi cuadra, salían a comprar esas bolsas cuyo costo era tres veces menor al de tiendas y supermercados. No sabían podridos. Quizá duros. Me pregunto ahora si no era la precariedad lo que hacía a las madres comprar esos productos de por sí tan venenosos para sus hijos.
48. Son perturbadoras las imágenes de las bolsas descomunales de frituras que se venden en los mercados. Palomitas, frituras de harina de muy diversas formas. Son del tamaño de esos osos de peluche ingentes que se ganan en los juegos de las ferias en las películas. No sabemos quién las hace ni cómo, no sabemos nada de esos productos más que son baratos, grandes y difíciles de transportar. Comida que refleja el interior de un pueblo, la forma en que concibe su cuerpo, el placer, la felicidad. Nada de alegría en ese reflejo.
49. La comida de los aviones es algo que no deberíamos comprender. Sobre todo porque no es posible que a uno le ofrezcan comida hecha por equis chef, como si tal cosa de la creación culinaria de “altos vuelos” fuera posible. Es el ego del mundo el que los obliga a ello. El dinero, la competencia, la estupidez. Comida de cine por chefs, comida de hamburguesería por chefs, comida de restaurantes de cadena firmada en cursiva por ese chef que sale en la televisión. Y realmente no es necesario nada más que pan, algo de fiambres, ginebra, vino y café. O un par de huevos cocidos. Poco más. Volar es otra cosa. Abajo es donde se come, con todo lo que ello significa para la historia de una cultura o la vida personal. Porque hay comidas alegres y comidas un tanto tristes, en la vida de los hombres.
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