Takeshi Kitano es una de las glorias nacionales de Japón: director de cine, comediante de stand up, cantante, actor, presentador, guionista, pintor y también diseñador de videojuegos de aventuras. Es más conocido de este lado del Océano Pacífico por su carrera como cineasta, aunque reúne en un material publicado y distribuido por Elefanta Editorial, Niño. Aquí, a manera de epílogo, cuenta por qué escribió “El campeón del kimono enguatado”, “Nido de estrellas” y “Okamesan”.
Ciudad de México, 3 de febrero (SinEmbargo).- En una reciente entrevista que realicé para una publicación, el periodista me preguntó: “¿Entre traicionar a alguien o ser traicionado por alguien, preferiría ser usted el que traiciona?” “¿Cómo vivir en un mundo donde el pez grande se come al chico?” o “¿Cree usted en la existencia del cielo y del infierno?” En suma, preguntas sobre la trascendencia de la vida.
Con mis respuestas quise dar a entender que sabía de lo que hablaba. Estaba resfriado y tenía la cabeza abotargada de tanta medicina que había tomado el día anterior. Traté de contrarrestar su efecto con un poco de alcohol.
“No importa cuántas veces puedas traicionar a alguien. Lo más importante es no darte cuenta de que te han traicionado. Al tomar conciencia de ello, experimentamos lo lamentable y triste que hay en nosotros, aunque tampoco hay que dejarse abatir por algo así.”
“Morir o ser devorado por alguien significa, en cierta medida, vivir en otra persona. Como en el caso de los caníbales que llevan consigo el cráneo de la persona a la que se han comido para así apoderarse de su espíritu. Por eso, nos guste o no, quienes están en la cima de la cadena trófica son los que nos representan a todos.”
“No existe el cielo. Es una idea que creamos cuando nos dimos cuenta de que tan sólo existe el infierno después de la muerte.”
Quizás había bebido demasiado. Al sentirme capaz de contestar esas preguntas, de pronto sentí todo el peso de mis cuarenta años. No sé por qué, pero en ese momento me vino el recuerdo de un día que decidí ir a buscar mariposas a la montaña Takao. Cursaba quinto grado en la escuela primaria. Alguien me había hablado de unos lepidópteros muy poco comunes que habitaban en ese lugar. Fui a buscar una jaula de insectos, una red y tomé la línea de tren de Chuo. Mi único objetivo era atrapar una mariposa que no tenía ninguno de mis amigos.
¿Pero dónde estaban? Caminé sin parar hacia lo más profundo de la montaña. Mis ojos sólo prestaban atención a lo que volaba, descuidé por completo lo que pisaban mis pies. A pesar de la maleza, de los enganchones con las ramas, no dejé de avanzar; seguía adelante, nada podía detenerme.
¿Cuánto tiempo pasó? Cuando me quise dar cuenta, un sol rojo se ocultaba ya tras los árboles. No fui capaz de encontrar las mariposas. De vuelta en el tren, muerto de hambre y escozor por las rozaduras, sólo era capaz de imaginar el descomunal enfado de mi madre: “Takeshi, ¿qué demonios estabas haciendo hasta estas horas?”
En cuanto entré por la puerta de casa, soltó chispas, justo como esperaba. No contenta con eso, me aplicó extracto de áloe sobre las heridas.
Creo que la niñez empieza realmente en el momento en el que uno descubre y obtiene su pequeña parcela de libertad. Y si la palabra “libertad” suena exagerada, podría decir que se trata de confianza en uno mismo, de la posibilidad de cumplir un sencillo deseo. Hasta ese momento, uno siempre está bajo control, entre los brazos de sus padres, pero a partir de ahí empezamos a crear poco a poco un mundo aparte hecho a nuestra medida: amigos, juegos, acciones. Descubrimos que nuestras ansias y deseos son la fuerza motriz capaz de crear ese nuevo mundo.
Obviamente, todo se construye a base de deseos pequeños y simples, pero para los niños lo significan todo. Todo o nada, como me sucedió a mí con las mariposas de la montaña Takao.
Los niños ponen toda su alma en la logro de sus deseos. No disponen de grandes conocimientos ni técnicas. Por eso, cuando chocan con la realidad sienten el impacto con todo su cuerpo. Todo parece grande: la victoria, la derrota, el placer, los errores o las decisiones. En mi caso, a pesar de que ya he cumplido los cuarenta, aún sueño como si fuera uno de esos niños.
El entrevistador, mientras tanto, ya había pasado a la siguiente pregunta: “¿Qué significa la mujer para un hombre?”
Era una pregunta tópica. Sin embargo, le contesté: “La mitad de los objetivos de mi vida lo constituyen las mujeres.” Aunque entenderlas es otra cuestión. Sinceramente, considero que los hombres y las mujeres somos seres completamente distintos. La diferencia entre nosotros en el orden de los homínidos, es como la de los chimpancés y los gorilas en el de los simios.
El Día de los Deportes representaba para mí la única ocasión solemne del año. Nunca superé a mis hermanos y amigos en los estudios, pero tenía mucha confianza en mis capacidades de corredor. Por eso me quedaba absorto practicando sin parar desde el día anterior. No estaba satisfecho si mis tabis no eran nuevos. El Día de los Deportes me dedicaba a la carrera en cuerpo y alma. Estaba exultante de alegría o me derrumbaba dependiendo de los resultados.
Sin embargo, ¿qué hacían las chicas? Cruzaban la meta juntas de la mano. Si una de ellas llegaba en primer lugar, su gesto se torcía, como si no le hubiera gustado ser la primera. Aún hoy es algo que me resulta un auténtico enigma.
Hablemos sobre las libélulas, las que normalmente conocemos como shiokara tombo. Para mí no eran más que bichos de la estopa más baja, especialmente si los comparaba con los oniyanma, los ciervos volantes, a los que cuidaba con sumo cuidado, hasta el extremo de que cuando se me morían los disecaba para conservarlos. No trataba igual a las libélulas comunes: les sacaba un ojo para liberarlas después, las condenaba a dar vueltas sobre sí mismas al arrancar una de sus cuatro alas, metía pajas por su culo o pegaba con pegamento al macho y a la hembra para gastar la broma de que estaban haciendo cosas obscenas. Las libélulas no eran más que un juguete para mí. Hacía con ellas lo que me daba la gana. No pensé nunca que fuera cruel o despiadado. Sin embargo, las chicas me miraban con muy malos ojos: “¿Cómo haces esas cosas? ¡Pobrecitas!”, me reprochaban en tono de persona adulta. “¿Qué les importa? No es asunto suyo”, contestaba yo bruscamente, aunque en realidad mi corazón estaba herido y conmovido por sus palabras en lo más profundo.
Las chicas sacuden a los chicos, les muestran la vida. Las chicas abandonan pronto su niñez para convertirse en mujeres. Da miedo. A pesar mis cuarenta años, continuo seducido y espoleado por esa cosa tan aterradora y difícil de entender que son las mujeres. Me dedico a ellas y a mí mismo por completo.
“¿Qué pretendes comportándote como un eterno niño?” De vez en cuando escucho ese comentario, pero cuando escribo algo, por alguna razón que no comprendo, lo que más deseo es bucear en el corazón de un niño. Quizás en mi vida sólo atiendo a la voz del niño que habita dentro de mí, tal vez anhelo su mundo. Al final, escribir no es más que revivir episodios de la infancia.
Me gustaría que estos relatos fueran los últimos en lo que escribo sobre el mundo de los niños, aunque no sé si lo lograré. Siempre he atendido a una máxima en mi vida: Vuela antes de pensar, así que ni yo mismo sé sobre qué escribiré la próxima vez.
Takeshi Kitano, Umeshima, Adachi, Tokio, 18 de enero de 1947. Director de obras maestras como Flores de fuego, El verano de Kikujiro y Dolls es uno de los directores más interesantes del cine japonés, un realizador único cuya visión es particular.
LITERATURA Y CINE | Takeshi Kitano es ahora novelista romántico