Mañana, domingo, Kazuo Ishiguro recibe el Premio Nobel, «un resplandeciente símbolo de la justicia por la que luchamos los seres humanos», ha declarado en su discurso que hoy reproducimos con la autorización de Fundación Nobel. «Debo seguir adelante y hacerlo lo mejor que pueda. Porque continúo creyendo que la literatura es importante y lo será en especial mientras atravesamos este difícil territorio», dijo el autor de Lo que queda del día.
Ciudad de México, 9 de diciembre (SinEmbargo).- Si alguno de ustedes se hubiera cruzado conmigo en el otoño de 1979, habría tenido algunas dificultades para ubicarme, socialmente e incluso en el ámbito racial. Yo tenía entonces veinticuatro años. Mis rasgos eran japoneses, pero a diferencia de la mayoría de los hombres japoneses que se ven hoy en día en Gran Bretaña, llevaba una melena hasta los hombros y bigote largo y caído de forajido. El único acento discernible en mi modo de hablar era el de alguien criado en los condados del sur de Inglaterra, con alguna que otra incorporación de lánguidos y ya obsoletos coloquialismos de la época hippy. Si hubiésemos entablado una conversación, habríamos hablado del Fútbol Total de los holandeses o del último elepé de Bob Dylan o tal vez del año que yo había pasado trabajando con personas sin hogar en Londres. Si hubieran mencionado ustedes Japón o me hubiesen preguntado por su cultura, habrían podido detectar incluso cierta impaciencia en mi tono al dejar clara mi ignorancia sobre el tema, ya que no había puesto los pies en ese país –ni siquiera durante unas vacaciones– desde que me marché de allí con cinco años.
Ese otoño había llegado con una mochila, una guitarra y una máquina de escribir portátil a Buxton, una pequeña localidad de Norfolk que conservaba un antiguo molino hidráulico y estaba rodeada por una llanura de campos de cultivo. Me instalé en ese lugar porque me habían aceptado en un posgrado de Escritura Creativa de un año en la Universidad de East Anglia. La universidad estaba a quince kilómetros de allí, en la ciudad catedralicia de Norwich, pero yo no tenía coche y el único modo de llegar era utilizando un servicio de autobuses que solo cubría la ruta una vez por la mañana, otra a mediodía y otra a última hora de la tarde. Pero no tardé en descubrir que eso no suponía un gran problema: rara vez se requería mi presencia en la universidad más de dos veces por semana. Había alquilado una habitación en una casita propiedad de un treintañero al que acababa de dejar su mujer. Parecía claro que para él la casa estaba repleta de las presencias fantasmales de sus sueños naufragados, o tal vez se tratase sin más de que quería evitarme; en cualquier caso, no le veía el pelo durante días. En otras palabras, después de la existencia frenética que había llevado en Londres, aquí estaba yo, viviendo en un silencio y una soledad inusuales que me ayudarían a convertirme en escritor.
De hecho, mi pequeña habitación no era muy diferente a la clásica buhardilla de escritor. El techo tenía una inclinación claustrofóbica, aunque si me ponía de puntillas podía ver desde mi única ventana los campos arados que se perdían en el horizonte. Disponía de una minúscula mesa cuya superficie ocupaban casi por entero mi máquina de escribir y una lámpara de escritorio. En el suelo, en lugar de cama, había un enorme bloque rectangular de gomaespuma industrial que, incluso en las gélidas noches de Norfolk, me hacía sudar mientras dormía.
Fue en esa habitación donde revisé de forma meticulosa los dos cuentos que había escrito en verano, preguntándome si serían lo bastante buenos para someterlos al juicio de mis compañeros de clase. (Éramos, según ya sabía, seis alumnos, y nos reuniríamos una vez cada quince días.) En esa época apenas había escrito nada más digno de mención en el campo de la narrativa y me había ganado mi admisión en el curso con una obra teatral radiofónica rechazada por la BBC. De hecho, después de haber puesto todo mi empeño en convertirme en una estrella de rock cuando cumpliese los veinte, acababa de descubrir hacía muy poco mis ambiciones literarias. Los dos cuentos que ahora estaba repasando los había escrito en una suerte de estado de pánico, después de recibir la noticia de que me habían aceptado en el curso universitario. Uno de ellos versaba sobre un macabro pacto de suicidio, el otro sobre peleas callejeras en Escocia, donde había pasado algún tiempo con un trabajo de asistente social. La verdad es que no eran muy buenos. De modo que empecé a escribir un nuevo cuento sobre un adolescente que envenena a su gato, ambientado como los otros en la Gran Bretaña actual. Y de pronto una noche, durante mi tercera o cuarta semana en esa pequeña habitación, me sorprendí escribiendo, con una nueva e insistente intensidad, sobre Japón, sobre Nagasaki, mi ciudad natal, durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.
Debo decir que fue algo que me pilló por sorpresa. Hoy en día, el clima dominante es tal que resulta instintivo para un joven aspirante a escritor con una herencia cultural mixta explorar en su obra sus «raíces». Pero entonces no era ni mucho menos así. Todavía faltaban algunos años para la explosión de literatura «multicultural» en Gran Bretaña. Salman Rushdie era un desconocido con una única novela descatalogada. Si hubiéramos pedido una lista de los novelistas británicos más importantes del momento, la gente habría mencionado a Margaret Drabble, y entre los escritores de más edad a Iris Murdoch, Kingsley Amis, William Golding Anthony Burgess y John Fowles. Entre los extranjeros, a Gabriel García Márquez, Milan Kundera o Borges los leía una minoría y sus nombres eran desconocidos incluso para muchos lectores entusiastas.
El clima literario de la época era tal que cuando terminé mi primer cuento japonés, con la sensación de haber descubierto un importante rumbo nuevo, de inmediato empecé a preguntarme si ese punto de partida no resultaba autoindulgente, si no debía regresar de inmediato a temas más «normales». Tuve muchísimas dudas antes de empezar a mostrar mi cuento y sigo hoy profundamente agradecido a mis compañeros de clase, a mis tutores, Malcolm Bradbury y Angela Carter, y al novelista Paul Bailey –el escritor residente de ese año en la universidad– por su determinante respuesta favorable. De haber sido menos positiva, es probable que no hubiera vuelto a escribir sobre Japón. Como lo fue, regresé a mi habitación y escribí sin parar. Durante el invierno de 1979-80 y buena parte de la primavera no hablé apenas con nadie excepto mis cinco compañeros de clase, el tendero del pueblo al que le compraba los cereales de desayuno y los riñones de cordero que constituían mi alimentación, y con mi novia Lorna (hoy es mi mujer) que venía a visitarme cada segundo fin de semana del mes. No era una vida muy equilibrada, pero en esos cuatro o cinco meses me las apañé para escribir la mitad de mi primera novela, Pálida luz en las colinas, ambientada también en Nagasaki, durante los años de recuperación después de que lanzaran la bomba. Recuerdo que durante ese periodo jugueteaba de vez en cuando con algunas ideas para cuentos no ambientados en Japón, pero enseguida perdía el interés.
Esos meses fueron cruciales para mí, tanto que sin ellos es probable que no me hubiera acabado convirtiendo en escritor. Desde entonces he vuelto la vista atrás a menudo y me he preguntado: ¿Qué me sucedía? ¿De dónde salía esa peculiar energía? He llegado a la conclusión de que en ese momento de mi vida me vi involucrado en un urgente acto de preservación. Para explicarlo debo retroceder un poco.
Había llegado a Inglaterra a los cinco años, con mis padres y mi hermana, en abril de 1960, a la ciudad de Guildford, Surrey, en la próspera «zona residencial de los corredores de bolsa», a cincuenta kilómetros al sur de Londres. Mi padre era investigador científico, un oceanógrafo que había venido a trabajar para el gobierno británico. Y por cierto, la máquina que inventó hoy forma parte de la colección permanente del Museo de la Ciencia de Londres.
Las fotografías tomadas poco después de nuestra llegada muestran una Inglaterra ya desaparecida. Los hombres visten jerséis de lana con cuello en pico bajo los que asoman corbatas, los coches todavía llevan estribos y una rueda de recambio a la vista en la parte trasera. Los Beatles, la revolución sexual, las protestas estudiantiles, el «multiculturalismo» estaban a la vuelta de la esquina, pero resulta difícil de creer que la Inglaterra con la que se encontró mi familia siquiera lo sospechase. Encontrarse con un extranjero procedente de Francia o Italia ya era algo remarcable, no digamos a un japonés.
Mi familia vivía en una calle sin salida con doce casas en el punto en que terminaban las calles asfaltadas y empezaba la campiña. Estaba a menos de cinco minutos a pie de la granja de la zona y del camino por el que hileras de vacas marchaban con parsimonia para pasar de un campo a otro. La leche la repartían con un carro tirado por un caballo. Una imagen habitual que recuerdo muy bien de mis primeros días en Inglaterra es la de los erizos –esas adorables criaturas nocturnas cubiertas de púas, en aquel entonces muy numerosas en el país– aplastados por las ruedas de los coches durante la noche y que quedaban expuestos al rocío matinal, hechos un ovillo junto a la calzada, a la espera de que los retirasen los barrenderos.
Todos nuestros vecinos acudían a la iglesia y cuando iba a sus casas para jugar con sus hijos, me percaté de que rezaban una plegaria corta antes de comer. Asistía a la catequesis y no tardé en incorporarme al coro de la iglesia; con diez años me convertí en el primer japonés que el director del coro veía en Guildford. Estudié en el colegio de primaria del pueblo –donde era el único niño no inglés y probablemente el primero de toda la historia de ese centro– y a partir de los once años me desplazaba en tren al colegio de secundaria de la ciudad más próxima, compartiendo vagón cada mañana con hileras de hombres ataviados con traje de raya diplomática y bombín que se dirigían a sus oficinas en Londres.
Para entonces ya tenía toda la preparación necesaria para saber cómo se suponía que debían comportarse los chicos ingleses de clase media de esa época. Cuando iba de visita a casa de un amigo, sabía que tenía que ponerme en pie en cuanto entraba un adulto en la habitación; aprendí que durante una comida debía pedir permiso para levantarme de la mesa. Al ser el único chico extranjero del barrio, me perseguía una suerte de fama local. Los otros niños sabían quién era antes de conocerme. Adultos a los que no había visto en mi vida se me dirigían por mi nombre en la calle o en la tienda del pueblo.
Cuando evoco ese periodo y recuerdo que habían pasado menos de veinte años desde el final de la Segunda Guerra Mundial en la que los japoneses habían sido sus acérrimos enemigos, me sorprende la actitud abierta e instintiva generosidad con que fue aceptada nuestra familia por parte de esa comunidad inglesa normal y corriente. El afecto, respeto y curiosidad que sigo teniendo por esa generación de británicos que superaron la guerra y supieron construir un nuevo y notable estado del bienestar durante la posguerra proviene en gran medida de mis experiencias personales durante esos años.
Pero durante todo ese tiempo yo llevaba una vida distinta en casa con mis padres japoneses. En casa había reglas diferentes, expectativas diferentes, un idioma diferente. La intención inicial de mis padres era que regresásemos a Japón después de un año, tal vez dos. De hecho, durante nuestros primeros once años en Inglaterra vivimos en un permanente estado de vuelta a casa «el año que viene». El resultado de esta situación era que la actitud de mis padres seguía siendo la de unos visitantes, no de unos inmigrantes. A menudo comentaban entre ellos las peculiares costumbres de los nativos sin sentirse en absoluto impelidos a adoptarlas. Y durante mucho tiempo se dio por hecho que yo volvería a Japón para vivir allí mi vida adulta, de modo que en casa hacían un esfuerzo por mantener viva la parte japonesa de mi educación. Cada mes me llegaba un paquete de Japón con los cómics, revistas y boletines educativos del mes anterior, que yo devoraba con fruición. Esos paquetes dejaron de llegar en algún momento de mi adolescencia –tal vez tras la muerte de mi abuelo–, pero los comentarios de mis padres sobre viejos amigos, parientes y episodios de sus vidas en Japón me siguieron proporcionando un suministro regular de imágenes e impresiones. Y además yo tenía mi propia provisión de recuerdos, sorprendentemente abundantes y claros: de mis abuelos, de mis juguetes favoritos que había dejado atrás, de la casa tradicional japonesa en la que había vivido (que incluso hoy en día soy capaz de reconstruir habitación por habitación), de mi parvulario, de la parada del tranvía, del perro feroz que vivía junto al puente, de la silla de barbero adaptada para niños pequeños con un volante de coche incorporado ante el enorme espejo.
Todo esto significaba que, mientras crecía, mucho antes de que siquiera se me pasase por la cabeza crear mundos ficticios en prosa, ya estaba muy ocupado construyendo en mi cabeza un lugar repleto de detalles llamado «Japón», un lugar al que de algún modo pertenecía y que me proporcionaba cierta sensación de identidad y confianza. El hecho de que durante todo ese tiempo no hubiera regresado nunca físicamente a Japón solo contribuía a hacer que mi visión del país fuese más vívida y personal.
De ahí la necesidad de preservarlo. Porque cuando tenía veintitantos años –aunque entonces nunca articulé esta idea de un modo claro– empecé a darme cuenta de algunas cosas importantes. Empecé a aceptar que «mi» Japón tal vez no se correspondiese mucho con ningún lugar al que pudiera ir tomando un avión; que el modo de vida del que hablaban mis padres y que yo recordaba de mi primera infancia había desaparecido en gran medida durante las décadas de 1960 y 1970; que en cualquier caso, el Japón que existía en mi cabeza quizá no fuese otra cosa que una construcción emocional orquestada por un niño mezclando recuerdos, imaginación y especulación. Y quizá lo más importante, me había dado cuenta de que cada año que pasaba ese Japón mío –ese lugar tan valioso con el que había crecido– se iba desdibujando.
Ahora estoy seguro de que esta sensación de que «mi» Japón era único y al mismo tiempo tremendamente frágil –algo que no podía verificarse desde fuera– fue lo que me impulsó a escribir en aquella pequeña habitación en Norfolk. Lo que estaba haciendo era fijar en un papel sus particulares colores, costumbres y formalidades, su dignidad, sus defectos, todo aquello que se me había pasado por la cabeza sobre ese lugar antes de que se me borrase de la mente. Deseaba reconstruir mi Japón a través de la narrativa, garantizar su pervivencia, para después poder señalar un libro y decir: «Sí, aquí está mi Japón, en estas páginas.»
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Primavera de 1983, tres años y medio después. Lorna y yo vivimos en Londres, alojados en dos habitaciones en el ático de una casa alta y estrecha sobre una colina en uno de los puntos más elevados de la ciudad. Cerca de allí había una antena de televisión y cuando intentábamos escuchar discos en nuestro tocadiscos unas voces fantasmagóricas invadían de forma intermitente los bafles. Nuestra sala de estar no disponía de sofá ni de butacas, en su lugar teníamos dos colchones en el suelo cubiertos de cojines. Había también una mesa grande en la que yo escribía durante el día y en la que por las noches cenábamos. No era lujoso, pero nos gustaba vivir allí. Yo había publicado mi primera novela el año anterior y también había escrito un guion para un corto que no tardaría en emitirse en la televisión británica.
Durante algún tiempo me había sentido razonablemente orgulloso de mi primera novela, pero esa primavera ya me había invadido una exasperante sensación de descontento. El problema era el siguiente: mi primera novela y mi primer guion televisivo eran demasiado similares. No en el tema, pero sí en el planteamiento y el estilo. Cuanto más analizaba la novela, más me parecía un guion, con sus diálogos y acotaciones. Hasta cierto punto no estaba mal, pero en esos momentos mi empeño era escribir ficción que solo pudiese funcionar de forma adecuada «sobre una página». ¿Para qué escribir una novela si iba a ofrecer más o menos la misma experiencia que se podía obtener encendiendo el televisor? ¿Cómo podía esperar sobrevivir la ficción escrita contra el poderío del cine y la televisión si no ofrecía algo único, algo que otras formas narrativas no podían ofrecer?
En esa época, un virus me obligó a pasar varios días en la cama. Cuando quedó atrás lo peor y ya no estaba el día entero dormitando, descubrí que el objeto duro cuya presencia entre las sábanas me había estado molestando todo el rato era un ejemplar del primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Y ya que lo tenía a mano, me puse a leerlo. Quizá contribuyese el que todavía tenía fiebre, pero el hecho es que me quedé obnubilado por el arranque del texto y las partes dedicadas a Combray. Las leí una y otra vez. Aparte de la absoluta belleza de esas páginas, lo que me entusiasmó fue el modo como Proust hacía que un episodio llevase al siguiente. La ordenación de los acontecimientos y escenas no seguía la lógica de la cronología, ni la de una trama lineal. En lugar de eso, eran las asociaciones tangenciales de los pensamientos, o los caprichos de la memoria, los que parecían arrastrar a la escritura de un episodio al siguiente. A veces me preguntaba: ¿por qué la mente del narrador ha colocado juntos estos dos momentos en apariencia inconexos? Y de pronto descubrí una manera interesante y más libre de escribir mi segunda novela; un planteamiento que enriquecería las páginas y ofrecería movimientos internos imposibles de capturar en ninguna pantalla. Si podía saltar de una situación a la siguiente siguiendo las asociaciones mentales y el vaivén de los recuerdos del narrador, podría escribir de un modo similar a como un pintor abstracto distribuye formas y colores en el lienzo. Podría colocar una escena de hacía dos días junto a otra de veinte años antes, y pedirle al lector que reflexionase sobre la relación entre ambas. Empecé a pensar que de este modo podría sugerir las múltiples capas de autoengaño y negación que envuelven la visión de cualquier persona acerca de sí mismo y su pasado.
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Marzo de 1988. Tenía entonces treinta y tres años. Ahora disponíamos de un sofá y yo estaba echado en él, escuchando un disco de Tom Waits. El año anterior Lorna y yo nos habíamos comprado una casa en un barrio pasado de moda pero agradable del sur de Londres y en esta casa, por primera vez en mi vida, disponía de mi propio estudio. Era pequeño y no tenía puerta, pero yo estaba encantado de poder desplegar mis papeles y no tener que recogerlos cada noche. Y en ese estudio –o eso creía yo– acababa de terminar mi tercera novela. Era la primera que no tenía ambientación japonesa, después de que mi Japón personal hubiera superado su fragilidad gracias a escribir mis dos novelas anteriores. De hecho, mi nuevo libro, que iba a titularse Los restos del día, parecía extremadamente británico, aunque esperaba que no al modo de muchos autores británicos de la generación anterior a la mía. Había puesto mucho cuidado en no dar por hecho, tal como creía que hacían muchos de ellos, que todos mis lectores eran ingleses y estaban familiarizados desde la cuna con los matices y preocupaciones propios de los ingleses. Para entonces, escritores como Salman Rushdie y V. S. Naipaul habían trazado el camino a una literatura británica más internacional y abierta al exterior, una literatura que no proclamaba la centralidad e indiscutible relevancia de Gran Bretaña. Su escritura era poscolonial en el sentido más amplio del término. Y yo quería escribir como ellos ficción «internacional» que pudiese superar con facilidad los límites culturales y lingüísticos, aunque al mismo tiempo hubiera escrito una historia ambientada en lo que parecía un mundo singularmente inglés. Mi versión de Inglaterra sería una suerte de visión mítica, cuyos contornos estaba convencido de que ya formaban parte del imaginario de mucha gente alrededor del mundo, incluyendo a los que jamás habían visitado el país.
La novela que acababa de terminar versaba sobre un mayordomo inglés que descubre, demasiado tarde, que ha llevado una vida basada en valores equivocados y que ha dedicado sus mejores años a servir a un simpatizante nazi; que al no haber asumido una responsabilidad moral y política a lo largo de su vida, tiene una honda sensación de haberla malgastado. Y algo más: que en su empeño por convertirse en el sirviente perfecto se ha prohibido amar o recibir el amor de la mujer que le atrae.
Repasé el manuscrito varias veces y me sentía razonablemente satisfecho. Sin embargo, tenía la exasperante sensación de que faltaba algo.
Y, como he dicho, ahí estaba yo en nuestra casa una noche, en el sofá, escuchando a Tom Waits. Y Tom Waits empezó a cantar una canción titulada «Ruby’s Arms». Tal vez algunos de ustedes la conozcan. (Incluso me planteé cantarla para ustedes, pero al final he cambiado de opinión.) Es una balada sobre un hombre, probablemente un soldado, que ha dejado a su amada dormida en la cama. Es muy temprano por la mañana, recorre una calle, toma un tren. No hay nada extraño en lo que hace. Pero la canción se nos presenta a través de la voz de un hosco vagabundo americano, poco acostumbrado a revelar sus emociones más profundas. Y llega un momento, hacia la mitad de la canción, en que el cantante nos dice que se le rompe el corazón. Ese momento es conmovedor casi hasta lo insoportable por la tensión que se establece entre ese sentimiento y la enorme resistencia que sin duda ha debido vencer para confesarlo. Tom Waits canta ese verso con una catártica magnificencia, y uno percibe cómo toda una vida de estoicismo de tipo duro se desmorona ante la avasalladora tristeza.
Escuchando a Tom Waits me di cuenta de lo que le faltaba a mi novela. Tiempo atrás, sin reflexionarlo, había tomado la decisión de que mi mayordomo inglés mantendría sus defensas emocionales, que se las apañaría para ocultarse tras ellas, de sí mismo y del lector, hasta el final. Pero de pronto comprendí que tenía que modificar esta decisión. Solo durante un instante, hacia el final de la historia, en un momento que debía elegir con sumo cuidado, tenía que hacer que su armadura se resquebrajase. Debía permitir que debajo de ella se vislumbrase un vasto y trágico anhelo.
Debo añadir que en varias ocasiones más he aprendido lecciones cruciales de las voces de algunos cantantes. Y me refiero aquí menos a las letras que cantan y más al modo en que lo hacen. Como sabemos, una voz humana que canta una canción es capaz de expresar una mezcla inconmensurablemente compleja de sentimientos. A lo largo de los años, aspectos concretos de mi escritura han recibido la influencia de, entre otros, Bob Dylan, Nina Simone, Emmylou Harris, Ray Charles, Bruce Springsteen, Gillian Welch y mi amiga y colaboradora Stacey Kent. Al captar algo en sus voces me he dicho a mí mismo: «Oh, sí, es esto. Esto es lo que necesito atrapar en esa escena. Algo muy próximo a esto.» A menudo es una emoción que no puedo expresar en palabras, pero que está ahí, en la voz del cantante y que me ha proporcionado un objetivo hacia el que dirigirme.
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En octubre de 1999 el poeta alemán Christoph Heubner, en representación del Comité Internacional de Auschwitz, me invitó a pasar unos días visitando el antiguo campo de concentración. Me alojaron en el Centro Juvenil de Auschwitz en la carretera que unía el primer campo de Auschwitz y el campo de la muerte de Birkeneau, a tres kilómetros de allí. Me mostraron ambos lugares y mantuve un encuentro informal con tres supervivientes. Tuve la sensación de haberme acercado mucho, al menos geográficamente, al corazón de la oscura fuerza bajo cuya sombra creció mi generación. En Birkeneau, una húmeda tarde, contemplé las ruinas de las cámaras de gas –extrañamente descuidadas y abandonadas–, prácticamente tal como las habían dejado los alemanes después de volarlas y huir del Ejército Rojo. Lo que tenía ante mis ojos no eran más que bloques de cemento destrozados y mojados, expuestos al severo clima polaco, deteriorándose año tras año. Mis anfitriones me explicaron su dilema. ¿Debían protegerse estas ruinas? ¿Debían construirse sobre ellas bóvedas de metacrilato para cubrirlas y preservarlas para que las pudieran ver las siguientes generaciones? ¿O debía dejarse que, poco a poco y de forma natural, se fuesen deteriorando hasta desaparecer? Me pareció una poderosa metáfora de un dilema más amplio. ¿Cómo había que preservar estos vestigios? ¿Las cúpulas acristaladas transformarían estas reliquias de la maldad y el sufrimiento en triviales piezas de museo? ¿Qué debemos recordar? ¿Cuándo es mejor olvidar y mirar hacia adelante?
Yo tenía entonces cuarenta y cuatro años. Hasta ese momento había considerado la Segunda Guerra Mundial, sus horrores y sus victorias, como algo perteneciente a la generación de mis padres. Pero de pronto caí en la cuenta de que en poco tiempo, muchos de los que habían sido testigos de primera mano ya no estarían vivos. ¿Y entonces qué? ¿Caería sobre mi generación el peso de recordar? Nosotros no habíamos vivido los años de la guerra, pero al menos nos habían criado padres cuyas vidas habían sido modeladas de forma indeleble por aquel periodo. ¿Tenía yo, como narrador de historias con una proyección pública, un deber del que hasta ahora no había sido consciente? ¿El deber de transmitir lo mejor que pudiese los recuerdos y lecciones de la generación de nuestros padres a la que viene después de la nuestra?
Algún tiempo después, durante una conferencia en Tokio, una persona del público me preguntó, como suele ser habitual, sobre qué iba a versar mi próximo libro. Más en concreto, la persona que preguntaba señaló que mis obras a menudo se centraban en individuos que habían vivido en épocas de gran agitación social y política, y que volvían la vista atrás para evocar sus vidas y se enfrentaban al reto de asumir los recuerdos más sombríos y dolorosos. ¿Sus próximos libros, quería saber esa mujer, continuarán explorando un territorio similar?
Improvisé una respuesta que no tenía preparada. Sí, dije, he escrito a menudo sobre personas que se debaten entre olvidar o recordar. Pero en el futuro, lo que de verdad quería hacer era escribir una novela sobre cómo un país o una comunidad afrontaban estas mismas preguntas. ¿Un país recuerda y olvida del mismo modo que lo hace un individuo? ¿O existen diferencias sustanciales? ¿Qué son exactamente los recuerdos de un país? ¿Dónde se guardan? ¿Cómo se comparten y controlan? ¿Hay momentos en que olvidar es el único modo de detener los ciclos de violencia, o de impedir que una sociedad se desintegre abocada al caos o a la guerra? Por otro lado, ¿se pueden de verdad construir países libres y estables sobre la base de una obstinada amnesia y de una justicia no aplicada? Me escuché a mí mismo respondiéndole a aquella mujer que quería encontrar el modo de escribir sobre estos temas, pero que de momento, por desgracia, no sabía cómo hacerlo.
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Una tarde a principios de 2001, en la sala de estar en penumbra de nuestra casa en el norte de Londres (donde entonces vivíamos), Lorna y yo empezamos a ver en un vídeo VHS de calidad razonable una película de Howard Hawks de 1934 titulada El Siglo Veinte (estrenada en España como La comedia de la vida). Enseguida descubrimos que el título de la película no hacía referencia al siglo que acabábamos de dejar atrás sino a un famoso tren de lujo que conectaba Nueva York con Chicago. Como algunos de ustedes sabrán, la película es una comedia de ritmo endiablado que sucede en gran parte en ese tren y está protagonizada por un productor de Broadway que, con creciente desesperación, intenta evitar que su estrella femenina se vaya a Hollywood para convertirse en actriz de cine. La película está orquestada alrededor de la gran actuación cómica de John Barrymore, uno de los grandes actores de su época. Sus expresiones faciales, sus gestos, casi cada frase que pronuncia incorporan varias capas de las ironías, contradicciones y absurdos de un hombre ahogándose en su propio egocentrismo y exageración dramática. Es en muchos sentidos una interpretación brillante. Sin embargo, a medida que la película se desarrollaba, me sentí curiosamente distanciado. Esto en un primer momento me desconcertó. Barrymore casi siempre me encantaba y era un entusiasta de otras películas rodadas por Howard Hawks en esta época, como Luna nueva y Solo los ángeles tienen alas. De pronto, cuando ya llevábamos más o menos una hora de película, me vino a la cabeza una simple y sorprendente idea. El motivo por el cual tantos personajes intensos, indiscutiblemente convincentes en novelas, películas y obras teatrales tan a menudo no lograban seducirme era porque estos personajes no se conectaban con ningún otro personaje a través de una relación humana interesante. Y de inmediato me vino la siguiente idea sobre mi propio trabajo: ¿por qué no dejar de preocuparme por mis personajes y empezar a preocuparme en cambio por las relaciones?
A medida que el tren avanzaba traqueteando hacia el oeste y John Barrymore se comportaba de un modo más histérico, pensé en la famosa distinción de E.M. Forster entre personajes tridimensionales y bidimensionales. Según él, un personaje en una narración se convertía en tridimensional en virtud de que nos «sorprendiesen de manera convincente». Era así como se transformaban en «redondos». Pero qué pasaba, me preguntaba yo, si un personaje era tridimensional y todos los que lo o la rodeaban no lo eran. En otro momento de esas conferencias, Forster utilizaba una imagen humorística, la de extraer la trama de una novela con unos fórceps y sostenerla en alto, como un gusano retorciéndose, para examinarla bajo la luz. ¿No podía yo llevar a cabo un ejercicio similar y sostener bajo la luz las varias relaciones que atravesaban cualquier narración? ¿Podía hacer esto con mi propia obra, con las narraciones que había terminado y las que estaba planeando? Podía examinar, por ejemplo, esa relación mentor-discípulo. ¿Aporta algo profundo y original? ¿O ahora que la observo con detenimiento se hace evidente que es un aburrido estereotipo, idéntica a las que se encuentran a cientos en novelas mediocres? O esa relación entre dos amigos competitivos, ¿es dinámica? ¿Transmite una reverberación emocional? ¿Evoluciona? ¿Sorprende de manera convincente? ¿Es tridimensional? De pronto sentí que entendía mejor por qué en el pasado varios aspectos de mi trabajo habían resultado fallidos, pese a haberles aplicado remedios desesperados. Me vino a la cabeza la idea –mientras seguía contemplando a Barrymore– que todas las buenas historias, no importa lo radical o tradicional que sea el modo en que se cuentan, deben incorporar relaciones que nos importen; que nos conmuevan, nos diviertan, nos irriten, nos sorprendan. Tal vez en el futuro, si prestaba más atención a las relaciones, mis personajes ya cuidarían de sí mismos.
Se me ocurre mientras cuento todo esto que tal vez esté explicando cosas que para ustedes son desde hace mucho tiempo absolutamente obvias. Pero lo único que puedo decir es que fue una idea que a mí me llegó sorprendentemente tarde en mi vida de escritor, y ahora la veo como un punto de inflexión, comparable con los otros de los que les he estado hablando hoy. Desde entonces empecé a construir mis historias de un modo diferente. Por ejemplo, cuando escribía mi novela Nunca me abandonesempecé desde el principio planteando la relación del triángulo central, y a partir de él las otras relaciones que se iban desplegando.
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Los puntos de inflexión en la carrera de un escritor –tal vez en todo tipo de carreras– se producen de este modo. A menudo en situaciones anodinas y cotidianas. Son reveladores destellos silenciosos e íntimos. No aparecen con frecuencia y cuando lo hacen, pueden hacerlo sin fanfarria, sin el respaldo de mentores o colegas. Muchas veces deben competir por atraer nuestra atención con reclamos más ruidosos y en apariencia más urgentes. En ocasiones, lo que nos revelan puede ir a contracorriente del sentido común predominante. Pero cuando aparecen, es importante ser capaz de reconocerlos como lo que son. Porque de otro modo se nos escaparán de entre las manos.
He estado enfatizando lo minúsculo y lo privado, porque en esencia es de esto de lo que trata mi trabajo. Una persona que escribe en una habitación silenciosa e intenta conectar con otra persona que lee en otra habitación silenciosa –o tal vez no tan silenciosa–. Las ficciones pueden entretener, en ocasiones enseñar o polemizar sobre algún tema. Pero para mí lo esencial es que transmiten sentimientos, que apelan a lo que compartimos como seres humanos por encima de fronteras y separaciones. Hay un montón de industrias cargadas de glamur alrededor de las ficciones: la industria del libro, la industria del cine, la industria de la televisión, la industria del teatro. Pero al final, las ficciones versan sobre una persona que le dice a otra: así lo siento yo. ¿Entiendes lo que digo? ¿Tú también lo sientes así?
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Y así llegamos al presente. Hace poco me he dado cuenta de que llevaba unos cuantos años viviendo en una burbuja. Que no había sido capaz de percatarme de la frustración y las preocupaciones de mucha gente a mi alrededor. Me he dado cuenta de que mi mundo –un lugar civilizado y estimulante, repleto de personas irónicas y liberales– era en realidad mucho más pequeño de lo que me había imaginado. El año 2016, marcado por sorprendentes –y para mí deprimentes– acontecimientos políticos en Europa y en Estados Unidos, y de nauseabundos actos de terrorismo por todo el planeta, me obligó a admitir que el imparable avance de los valores liberales que había dado por garantizado desde mi infancia podría haber sido una mera ilusión.
Formo parte de una generación tendente al optimismo, ¿y por qué no iba a ser así? Vimos cómo nuestros mayores transformaban Europa y convertían un escenario de regímenes totalitarios, genocidio y matanzas sin precedentes en la historia en una región envidiada de democracias liberales viviendo en armonía en un espacio casi sin fronteras. Vimos cómo los antiguos imperios se desmoronaban en todo el mundo junto con las reprobables teorías que los habían apuntalado. Vimos progresos significativos en el feminismo, en los derechos de los homosexuales y en las batallas en múltiples frentes contra el racismo. Crecimos con el telón de fondo de un gran choque –ideológico y militar– entre el capitalismo y el comunismo, y fuimos testigos de lo que muchos consideramos un final feliz.
Pero ahora, al echar la vista atrás, la época que surgió de la caída del muro de Berlín parece marcada por la autocomplacencia y las oportunidades perdidas. Se ha permitido que crecieran enormes desigualdades –de riqueza y oportunidades– entre países y dentro de los mismos países. En particular, la desastrosa invasión de Irak de 2003 y los largos años de políticas de austeridad impuestas a la gente corriente después de la escandalosa crisis financiera de 2008 nos han llevado a un presente en el que proliferan ideologías de ultraderecha y nacionalismos tribales. El racismo, en sus formas tradicionales y en sus versiones modernizadas y maquilladas, vuelve a ir en aumento, revolviéndose bajo nuestras civilizadas calles como un monstruo que despierta. Por el momento parece faltarnos una causa progresista que nos una. En lugar de eso, incluso en las ricas democracias occidentales, nos estamos fracturando en facciones rivales desde las que competir a cara de perro por los recursos y el poder.
Y a la vuelta de la esquina –¿o ya hemos doblado esa esquina?– tenemos los retos a que nos enfrentan los impresionantes avances de la ciencia, la tecnología y la medicina. Las nuevas tecnologías genéticas –como la técnica CRISPR de manipulación genética– y los avances en Inteligencia Artificial y robótica nos traerán asombrosos beneficios que salvarán vidas, pero también pueden crear bárbaras meritocracias parecidas al apartheid y desempleo masivo, incluido el de las actuales élites profesionales.
De modo que aquí me tienen, un sesentón que se frota los ojos e intenta discernir los contornos entre la bruma de este mundo que hasta ayer ni siquiera sospechaba que existiese. ¿Puedo yo, un autor fatigado de una generación fatigada, encontrar la energía necesaria para escrutar este escenario desconocido? ¿Dispongo todavía de algo que pueda ayudar a proporcionar perspectiva, que pueda aportar matices emocionales a las discusiones, peleas y guerras que vendrán mientras las sociedades luchan por ajustarse a estos enormes cambios?
Debo seguir adelante y hacerlo lo mejor que pueda. Porque continúo creyendo que la literatura es importante y lo será en especial mientras atravesamos este difícil territorio. Pero recurriré a los escritores de la generación más joven para que nos inspiren y nos guíen. Esta es su era y ellos tendrán los conocimientos y el instinto de los que yo careceré. En los campos de la literatura, el cine, la televisión y el teatro veo hoy talentos atrevidos e interesantes: hombres y mujeres de cuarenta, treinta, veinte años. De modo que soy optimista. ¿Por qué no iba a serlo?
Pero permítanme concluir haciendo un llamamiento, si quieren, ¡mi llamamiento del Nobel! Es difícil arreglar el mundo, pero pensemos al menos en cómo podemos mejorar nuestro pequeño rincón, el rincón de la «literatura», donde escribimos, leemos, recomendamos, criticamos y damos premios a los libros. Si pretendemos tener un papel relevante en este futuro incierto, si pretendemos obtener lo mejor de los escritores de hoy y del mañana creo que debemos ampliar nuestra diversidad. Y lo digo sobre todo en dos aspecto concretos.
En primer lugar, debemos ampliar nuestro mundo literario para incorporar muchas más voces procedentes de más allá de las zonas de confort de las elitistas culturas del primer mundo. Debemos buscar con más energía para descubrir las gemas de lo que hoy siguen siendo culturas literarias desconocidas, tanto si los escritores viven en países lejanos como si lo hacen en nuestras propias comunidades. Y en segundo lugar: debemos poner mucho cuidado en no resultar en exceso estrechos o conservadores en nuestra definición de lo que es la buena literatura. La próxima generación llegará con todo tipo de nuevos y en ocasiones desconcertantes modos de contar historias importantes y maravillosas. Debemos mantener la mente abierta ante ellos, en especial en lo que respecta al género y la forma, para poder apoyar y aplaudir a los mejores de ellos. En unos tiempos de divisiones peligrosamente crecientes, debemos escuchar. La buena escritura y la buena lectura derribarán barreras. Debemos incluso encontrar una nueva idea, una gran visión humanista, alrededor de la que congregarnos.
Muchas gracias a la Academia Sueca, a la Fundación Nobel y al pueblo sueco que a lo largo de los años han sabido convertir el Premio Nobel en un resplandeciente símbolo de la justicia por la que luchamos los seres humanos.
Traducción: Mauricio Bach