LECTURAS | Cómo se hizo la canción «El rey», de José Alfredo Jiménez

25/11/2017 - 12:04 am

Cuando viví contigo es la voz y la memoria de Alicia Juárez que hoy, por fin, salen a la luz. Con la colaboración de Gabriela Torres y Gina Tovar, cuentan una vida llevada a sus máximos alcances, al disfrute por el mismo hecho de existir, de cantar, de tomar el micrófono y esparcir su voz y sus palabras en infinidad de personas.

Ciudad de México, 25 de noviembre (SinEmbargo).-Los últimos años de José Alfredo Jiménez fueron de una intensidad desbordante. Además de haber sido el momento más exitoso en su carrera como compositor e intérprete, también fueron los años que vivió con Alicia Juárez. Canciones inmortales que impactaron al mundo surgieron con la libertad de un río, del viento, del corazón que encuentra y decide quedarse con la Escuincla, la mujer emblemática durante este fragmento de aliento.

La belleza no se tiñe de un solo color ni se arma fácilmente. José Alfredo y Alicia viven una paradoja: tanto la dicha de alcanzar la cima de la plenitud y el gozo, como el vértigo de caer al oscuro y cruel abismo de los sentimientos al límite. Una vida llevada a sus máximos alcances, al disfrute por el mismo hecho de existir, de cantar, de tomar el micrófono y esparcir su voz y sus palabras en infinidad de personas.

Cuando viví contigo es la voz y la memoria de Alicia Juárez que, ahora, por fin, salen a la luz, apenas unos meses después de su muerte.

La Viuda De José Alfredo Jiménez Por Fin Habla Foto Especial

Fragmento del libro de Cuando viví contigo, de Alicia Juárez, con autorización de Grijalbo

La luna de miel

Habían sonado las campanas de boda; la profecía de años atrás, emitida por José Alfredo, se había vuelto una realidad. Creo que en la mayoría de los casos, la consecución de ciertos sueños, metas y deseos se logran con un esfuerzo, tal vez tenue o inclusive mínimo, pero constante. La vida es un vaivén, un dar infinito y ciego porque los resultados no se notan a simple vista; la vida es un gozo tremendo cuando aprendes a aceptar todo lo que venga con la mejor disposición y el sombrero bien puesto.

Los abrazos y besos de mis familiares caían sobre mí por montones; mi timidez, que nunca ha desaparecido, me orillaba a agradecer con palabras y risitas tiernas. No había necesidad de buscar a mi esposo entre toda la gente porque nunca nos separábamos: lo observaba sonreír con emoción, beber con tranquilidad whisky de su vaso, limpiarse el sudor sin tapujos o platicar en voz alta con los invitados. Me había escogido a mí porque yo estaba siempre dentro de su cabeza, vivía en sus pensamientos como él en los míos. Nos necesitábamos para resolver nuestros asuntos, para alcanzar nuevas metas, para compartir tanto felicidad como tristeza. Por eso, esencialmente, nos casábamos. Sabíamos que era imposible ser felices sin nuestras manos agarradas; habíamos decidido caminar con libertad e infinito amor hasta la última orilla. Nos habíamos convertido en auténtica inspiración para el otro.

Alicia y José Alfredo, releía el texto de la servilleta, emocionada. Ahora sí que ya era oficial, sagrado, legítimo. La escuincla y el Rey, pensé con una risa ahogada.

Varias horas habían pasado, ya la mayoría se retiraba, mi esposo me dijo:

—Escuincla, ya va siendo hora. Mañana trabajamos.

No habría luna de miel. Nuestra vida juntos estuvo siempre condicionada —y endulzada— con nuestras múltiples presentaciones (juntos o como solistas). Yo, que ya estaba cansada del vestido y el peinado, lo seguí sin chistar. Caímos como troncos y, al día siguiente, saltamos cual resortes con el sonido del despertador. Habíamos comprado una camioneta en Oxnard para transportar los regalos de boda sin el riesgo de que se rompieran en el avión. Chicago nos aguardaba junto con una gran multitud que ni imaginaba que horas antes habíamos dicho “sí, acepto” en el altar. Nuestra boda sirvió como un motor, una inyección de alegría y entusiasmo sobre el escenario; nos divertimos juntos y al concluir, el cansancio me atacó en cuestión de segundos. José Alfredo todavía lucía fresco. Me besó y me abrazó con amor; notó mi estado de ánimo y se encargó de hacer todo lo necesario para que llegáramos a casa.

Mientras descansaba en el hotel, decidí llamarle a mi madre; me puso al corriente sobre los familiares que ya habían vuelto a sus hogares y sobre mi hermano que estudiaba en la universidad de Irvine (éste era un gran orgullo para mi mamá). Ella estaba muy feliz de que le marcara. Hablamos sobre nuestras vidas, el ritmo y los tintes que las impregnaban. Los días de mamá nunca sonaban tranquilos ni monótonos. Le encantaba ser ama de casa. En la década de los sesenta se dedicó a hacer frutas de acrílico, sombreros para mujeres y trajes para hombres (todos preciosísimos); también hubo una temporada donde se dedicó a tejer y ganó premios y concursos con esta habilidad; aprendió a hacer muñecas de porcelana, desde mezclar el polvo para hacer el cuerpo del juguete hasta tejerle la ropita; inclusive un día pintó toda la fachada de la casa.

En nuestra plática por teléfono recordamos cuando algunos artistas —como Luis Aguilar, el cómico Lechuga— intentaban coquetear con mi madre y yo tenía que ponerles un alto. Inclusive sucedió con su ídolo, Marco Antonio Muñiz; mamá estaba muy apenada en esa ocasión.

—También me divertía en las fiestas, viendo a todas las estrellas chocar sus copas y, bueno… tú ya sabrás.

En su voz había un tono que me preocupaba. Intuía que quería hablar de algo importante.

—¿Cómo están los dos, José Alfredo y tú, hija?

—Muy bien, mamá. Felices. Yo estoy muy cansada, él se ve muy bien; ya sabes cómo aguanta.

—Sí, lo sé. Ayer estaba un poco agresivo, ¿verdad? Di un suspiro rápido. Era cierto.

—Sí, mamá. Es el alcohol.

Ella también guardó silencio por un momento. Fue ahí donde descubrí cuál era ese tono en su voz que yo no reconocía: estaba preocupada.

—Bueno, hija, ¿notas que los artistas, los cantantes… José Alfredo, para acabar pronto, toma y toma, canta, se desvela, no duerme y está como si nada? Permanecí pensativa ante el comentario de mi mamá. Ella estaba por insistir, por herirme con otra de sus preguntas, cuando hablé antes:

—¿Estás diciendo que no conozco a mi esposo?

—Yo sólo digo que abras los ojos.

—¿Sabes qué, mamá? Es mi esposo, mío —enfaticé con fuerza y agresividad—; ¿tú crees que no me daría cuenta si estuviera consumiendo alguna droga?

—Hija, por favor, no te enojes. Yo me preocupo…

La interrumpí.

—No vuelvo a pisar tu casa.

No estábamos frente a frente, nos separaban kilómetros. La conocía tan bien que adivinaba sus gestos: sus ojos se abrieron ante mi comentario; sus mandíbulas se tensaron; no dijo nada más. Estoy segura de que el semblante que yo estaba brindando tampoco era el mejor: sentía que el corazón me latía velozmente, comenzaba a sudar, mi cabeza se plagaba de dudas, pensamientos turbios y una gran maraña de negatividad. No obstante, lo que mi mamá estaba suponiendo era una falta de respeto, una grosería y una desconsideración después de lo que José Alfredo y yo habíamos hecho por mi familia, lo que él había hecho por mí. ¿Cómo se atrevía?, ¿creía que yo era ciega o que él era un mentiroso?

—Sólo escucha —continuó mi mamá—: tú eres tan inocente que todo lo que él dice, lo crees. Le tenemos mucho cariño al señor Jiménez en esta familia, lo sabes bien. Simplemente me preocupa.

Colgué el teléfono, molesta y me quedé dormida. Sabía que me había comportado grosera con mi mamá, sin embargo, era mi mejor amiga, mi confidente. Tarde o temprano arreglaríamos las cosas entre nosotras. Decidí que no quería pensar. Esos días en Chicago, entre trabajo y fiestas, fueron nuestra luna de miel. El comentario de mamá no enturbió mi visión sobre José Alfredo; yo lo conocía a plenitud y también estaba familiarizada con el tema del uso de drogas dentro del medio. Fue él quien, de hecho, me explicó qué era la cocaína. Alguna noche en nuestro departamento, en nuestra sala, abrió un bote y me mostró el contenido.

—Mira, escuincla, mira, asómate, ¿lo ves?

—¿El polvo?

—Sí, ¿ves cómo brilla? Por eso le dicen “nieve”; ¿la conoces? Se llama cocaína, le dicen “perico” porque te hace hablar mucho. Es una droga y es muy mala, en este medio, en el nuestro, es muy utilizada. Te la van a ofrecer y tú les dirás que no porque no la necesitas, es mala, ¿me entiendes? Tú eres nueva aquí y por lo mismo no quiero que caigas en nada de esto.

En Oxnard el delito más grave relacionado con drogas era el de los chicos que inhalaban pegamento o cemento. Yo no sabía nada de drogas duras; si acaso mariguana, pero sabía que sus efectos no eran como los del estupefaciente que José Alfredo acababa de mostrarme. Mientras él me alertaba sobre el medio, yo sólo me preguntaba qué hacía él con cocaína en la casa.

—¿Tú no la consumes, verdad?

—No, escuincla, claro que no —me respondió efusivamente.

—¿Y por qué tienes ese bote? —yo no dudé ni un segundo sobre sus palabras, para mí lo que José Alfredo dijera era ley; ya me lo había demostrado con su padrinazgo.

—Uno queda muy bien dando este tipo de regalos, escuincla, esta nieve que te acabo de enseñar es un obsequio para alguien de por aquí.

Su forma de explicarme qué era la cocaína había sido natural; era una medida de protección. Las advertencias de mamá no ocuparon más espacio en mi cabeza y continué con alegría nuestras andanzas.

En la Ciudad de los Vientos nos presentábamos, principalmente, en un cabaret llamado el Boston Club (posteriormente desapareció en un incendio). Era un lugar muy grande con una estupenda pista de baile. En una de las tantas veces que trabajamos en este sitio me llevé un susto de muerte: acabado el show esperábamos a un empresario para hablar de negocios. Cerca de nosotros estaban dos muchachos: uno era muy alto y fornido, se llamaba Pancho; el otro era chaparro y muy malhablado. José Alfredo se cansó de sus groserías y les pidió que bajaran sus voces porque había una dama presente.

—¿Éste qué se cree? —exclamó el chaparro. Los demás siguieron el patrón y comenzaron a armar un borlote; yo estaba muy asustada porque conocía al Rey y sabía que no se iba a rajar.

—¡Ah, sí! Éste se cree un dios —dijo el mismo hombre de estatura corta.

—No me creo —le gritó José Alfredo. Y parándose de la silla remató—: soy un dios y ustedes se me largan.

Justo en ese momento ingresó en el cabaret el señor Palomares, a quien esperábamos. Él los sacó del sitio y conversó con nosotros; preguntó si nos estaban molestando y mi esposo le comentó lo sucedido.

—Mucho cuidado, el alto al que le llaman Pancho tiene fama de matón.

Fue el peor comentario que el empresario nos pudo haber dicho; me preocupé en demasía y me petrifiqué del miedo al día siguiente mientras esperábamos en el camerino del cine Congress. Me imaginaba que el tal Pancho entraba con un rifle y nosotros estábamos sin ningún tipo de protección, a su merced total. ¡Me quería regresar a la Ciudad de México antes que tener que jugar al tiro al blanco con un criminal! Naturalmente no sucedió nada, aunque sí estuve mortificada antes del show.

Nuestra luna de miel se sumaba a la cantidad de recuerdos que teníamos sobre Chicago; terminada nuestra jornada laboral en esta ciudad, yo estaba rendida y muy cansada: boda, trabajo, fiestas. ¡Extrañaba mi hogar!

—Ya que lleguemos allá vas a descansar largo y tendido —me dijo José Alfredo cuándo nos sentamos en nuestros sitios sobre el avión. Ya íbamos a regresar.

—Ven acá —le contesté de forma coqueta y lo acerqué hasta mí. Le planté un beso propio de una recién casada y luego, como ya era costumbre, le lamí la punta de la nariz. Reímos agarrados de la mano y con la mirada sin punto fijo. Estaba tan cansada que los ojos se me cerraban; tan abatida que…

—Ah, caray —exclamé.

—¿Qué sucede, escuincla?

—No siento la punta de la lengua.

—¿Cómo?, ¿se te durmió?

Me limité a encogerme de hombros y asentir. ¿Se debía a mi cansancio? No creo; esto ya me había pasado antes, pero nunca tan rápido y jamás por jornadas extenuantes. Él me miró con curiosidad y al notar mi preocupación, me jaló más cerca de él y me besó con ternura. No hice más preguntas.

Cuando por fin regresamos a nuestro adorado departamento sobre la calle Nueva York, recurrí a la cama para poner fin a la pesadilla de los calambres y los dolores de cabeza. Cada concierto era una fiesta y cada fiesta significaba desvelos, los cuales cobraban factura.

Desde mi confirmación católica a los doce años había prometido no beber alcohol hasta los veintiún años de edad. Al menos los dolores de cabeza y estómago, propios de la cruda, no me molestaban.

Desperté recompuesta luego de varias horas. Me estiré plácidamente para después desempacar; me topé con la servilleta conmemorativa de boda marcada con la tinta roja. “El dueño del pueblo”, murmuré y emití una sonrisa. Decidí guardarla junto con las demás cartas y los recados de amor que José Alfredo me escribía. Los conservaba en una caja dentro de un cajón. No habían pasado muchos años desde que anhelé, desde el escondido asiento trasero del Chevy Nova, que alguien me amara con un amor tan bonito como el que José Alfredo cantaba en sus composiciones. Hoy era mi realidad diaria. Acomodé la servilleta sobre esa pila de sentimientos y recuerdos. Suspiré.

La boda, así como nuestro noviazgo, ni intensificó ni cambió mis sentimientos por él. Yo continuaba siendo tan feliz, amorosa, romántica y sincera como al principio. Él recurría más y más al alcohol, no obstante, estaba presente en el día a día y me incluía en todos los aspectos de su vida. Con más frecuencia se encerraba en su Tenampa para acabar una canción o para disfrutar de un nuevo disco, con todo y eso, no tardaba en venir por mí y entregarme su completo amor. Utilizaba con mucho cariño la grabadora que le regalé; se la había comprado en Texas. A José Alfredo se le olvidaba cambiar las pilas y entonces el resultado en las cintas se escuchaba distorsionado. Como era portátil, a veces la llevaba consigo al teatro Blanquita. En varios casetes que conservo, se aprecian las voces del mariachi Vargas y de Lola Beltrán.

Varios se preguntan sobre el origen de las canciones de José Alfredo. Siempre surgían de situaciones diarias, de paseos por México, de comentarios de otras personas. Recuerdo muchos momentos que inspiraron grandes canciones…

La carretera a Zacatecas era larga, el sol estaba en su punto y bañaba con su luz los arbustos a un costado del camino. José Alfredo iba a mi lado, con una mano en el volante y otra en mi pierna; mi mamá iba atrás, también admiraba el paisaje. De repente observé que el Rey alternaba su mano entre posarla sobre mí y beber de una pachita. Me dio vergüenza, no quería que mi madre se diera cuenta de que mi esposo iba consumiendo alcohol en el camino hacia nuestro próximo espectáculo.

Un silencio incómodo cayó sobre nosotros; no sabía qué hacer con él, así que lo evadí. José Alfredo tampoco hablaba, iba concentrado en el volante, la pierna, la bebida y tal vez alguna nueva canción. Mi mamá quiso suavizar el ambiente y comenzó a hablar animosamente. José Alfredo le contestaba a sus preguntas o asentía para darle a entender que la estaba escuchando. Yo sabía que él se percataba de que yo estaba nerviosa. Soltó un comentario como especie de broma, a mí no me agradó:

—Mira qué bonito carácter tiene tu mamá; tú tan chiquita y tan amargada, ja ja ja.

Entre líneas me estaba diciendo la verdad. Yo guardé silencio y mamá continuó hablando como si nada hubiera pasado. Gracias a Dios el hotel se dibujó pronto frente a nosotros sin ningún inconveniente y arribamos en paz. Empezamos a desempacar y a instalarnos. Mi madre se dirigió a su cuarto para descansar; yo estaba intentando hacer lo mismo cuando José Alfredo se aproximó a mí sobre la cama y me enseñó un pedazo de papel de baño de hoja muy delgadita.

—Toma, escuincla; recién hecha.

—“Porque a mi edad yo puedo ser tu padre, a ti te faltan los años no cumplidos, yo debí enamorarme de tu madre pero Dios es quien marca los caminos…” —leí en voz alta—; ¿qué es esto?

Lo volteé a ver pasmada y él me invitó a seguir leyendo con un ademán.

—“Y el camino que vamos recorriendo, es tal vez el camino más humano porque entre más me griten que te deje, yo más fuerte te aprieto de la mano…” —acabé de leer.

—Es una canción que acabo de escribir, la melodía va así… —comenzó a tararearla; era un vals muy bonito. Yo le sonreí, me habían encantado las últimas palabras. Apreté su mano y le besé la nariz.

—¿Cómo se titula?

—“Yo debí enamorarme de tu madre”.

—¡José Alfredo!

—Ja ja ja, ya lo sé, escuincla; va a causar polémica.

—¿Y por qué la escribiste en un pedazo de papel de baño? —lo cuestioné con intriga.

—Sencillo, si no me gusta, lo uso.

Se encogió de hombros, mientras yo me carcajeaba.

En nuestro restaurante de mariscos favorito, La Marinera, surgió otra canción. Lamentablemente el lugar ya no existe. En su época dorada se llenaba de tal manera que, en minutos, ni siquiera cabían los carros que llegaban al estacionamiento. El destino quiso, un día que fuimos, que las circunstancias no ayudaran para mejorar mi humor; yo estaba como agua para chocolate. Nuestro carro no cupo en el estacionamiento y tuvimos que quedarnos por la Zona Rosa, en la otra cuadra. José Alfredo me tomó de la mano para cruzar la calle, no obstante, los carros se abalanzaban sobre nosotros, los peatones, y nos impedían el paso. Sentía que me salía humo por los oídos; ¡sólo quería comer!

José Alfredo, que ya se estaba hartando de no poder llegar a nuestro destino, me cogió con más fuerza y logramos llegar hasta el ingreso del restaurante. Para nuestra sorpresa, no estaba tan lleno. Nos asignaron una mesa y los dos sumimos nuestras narices en los menús para escoger el manjar que íbamos a comer. Atrás de José Alfredo, en otra mesa, había dos hombres comiendo juntos. Uno de ellos no me quitaba los ojos de encima; aprovechaba cada oportunidad para levantar su copa y sonreírme. Bueno, ¿no se daba cuenta de que yo estaba acompañada? Aquel pelado coqueteándome y mi esposo viendo por la ventana.

Me levanté disgustada y me cambié de lugar para no mirar directamente al señor de la otra mesa; José Alfredo me preguntó a qué se debía mi cambio y se lo conté.

—No le hagas caso, escuincla.

—Pero si está viendo que vengo contigo.

Intentó tranquilizarme con un conjunto de frases románticas y poéticas. Este recurso sólo me enfureció más; aborrecía que cuando estaba histérica, él mostrara sus habilidades natas de oratoria. En ese momento no quería a un poeta.

—Ya, José Alfredo —lo detuve; mi cabeza estaba por estallar.

—¡No! Si ya sé que soy un rey sin trono ni reina —me contestó.

—¡Ah, manito, ponle música!

Los dos guardamos silencio y esperamos nuestros platillos. Resultó tan evidente que lo que necesitábamos era proteína. De regreso en la casa, él se encerró en su Tenampa y yo me distraje con la televisión. Cuando me fui a dormir, vi la luz prendida en el último cuarto del pasillo, donde estaba él. No lo molesté, algo importante estaría haciendo. Al día posterior me dio una hoja de papel.

—Ten, le puse música. Entre mis dedos estaba la primera versión de una de sus más famosas canciones: Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera, sé que tendrás que llorar; dirás que no me quisiste, pero vas a estar muy triste y así te vas a quedar…

Redacción/SinEmbargo
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