LECTURAS | «Inventar lo posible»: declaración de guerra contra el presente

21/10/2017 - 12:04 am

Este libro es una provocación radical: retoma una tradición del pasado para refundar el futuro. Un libro coordinado por el pensador más joven de México, Luciano Concheiro, con 60 instructivos para soñar y producir otros mundos.

Ciudad de México, 21 de octubre (SinEmbargo).- Desde diversas disciplinas y posiciones ideológicas, algunos de los creadores y creadoras más originales del México contemporáneo lanzan 60 instructivos para soñar y producir otros mundos, 60 invitaciones a reinventar éste.

Mezcla de anhelos destructivos y constructivos, de soberbia y candidez, de profecía mesiánica y sentencia judicial, los manifiestos pertenecen a otra época, un tiempo en el que era posible imaginar colectivamente realidades distintas y ejecutarlas a través de la palabra. Hoy, su peculiar idealismo pragmático es visto con desconfianza por el establishment del Presente, este sistema total que no quiere que cambien las cosas, sino sólo que se produzcan más cosas.

En estas páginas hay una polifónica declaración de guerra contra el presente, la ampliación del campo de batalla de lo posible.

Un Libro Para El Futuro Coordinado Por Luciano Concheiro Foto Especial

Fragmento de Inventar lo posible, con autorización de Taurus

Manifiesto inerte, de Eduardo Abaroa

¿Quién piensa con las puntas de los dedos? ¿Quién corre evitando huir? ¿Quién al atacar inventa sonidos, imágenes, palabras? Averigüemos a qué huele la duda. Tendremos que admitir que queremos modificar nuestro comportamiento, y el de éstas y el de aquéllos. Hoy se parte (de nuevo) la historia del mundo en dos mitades, nos recorren los fantasmas por todo el cuerpo y del puro miedo orinamos en colores diferentes. Nuestros órganos sexuales se maceran y destilan para hacer medicinas de patente. Por eso es necesario recordar aquella rebelión, la legendaria rebelión de los objetos. Ya no somos almas, ya no somos personas, ya no somos ciudadanos. Y ya no seremos animales. Lo inerte consuma su venganza. Si tenemos suerte seremos información, es decir, seremos susceptibles de ser transmitidos, como nunca antes, para siempre, y siempre, y siempre. La minuciosa división de la materia, el poder de construir y destruir desde lo más pequeño, determinará una totalidad inconmensurable de la que el universo conocido es apenas un esbozo.

Antes de que nos interrumpan, aclaremos. Si quieren evitar esta situación, pongámonos de acuerdo. Dirijámonos a esos que reniegan de ese presentimiento ácido y fragmentario que nos ha dejado sin aliento (hoy sólo tenemos sistema de ventilación). “Yo quiero sobrevivir”, dirá cada quién, “quiero tener un cuerpo, una familia, un hogar, una comunidad, una ciudad, un mundo, un futuro.” Esos deseos ya no funcionan, se nos dice. Lo que quede en nuestro sitio, imaginamos, nos recordará como quien recuerda un poema de la infancia. Pero ya a nadie conmoverán esos versos automáticos. Habría que dejar huella, cavar la propia tumba.

El mundo entra en una fase de caos impredecible, nos dicen. Pero para una gran parte, la mayor parte de la población de la Tierra, el desastre, la guerra, la enfermedad y la muerte siempre han sido una condición inevitable. ¿Cómo podemos ahora convocar a tantos si permitimos que se quemaran todos los puentes y desintegramos el lenguaje a tal grado que los sucesos que estallan ante nosotros superan cualquier absurdo que uno pueda imaginar y describir? Al presentar este manifiesto, esta arenga, se supone que tengo un plan. Y no hay plan. Se supone que puedo subvertir, revelar, esclarecer. Y lo que hoy tengo es sólo oscuridad. Aquella oscuridad tan productiva. Si, se puede decir que incluso para mí soy un estorbo, pero seré un estorbo legible. Se satisfará entonces la condición necesaria del manifiesto, algunos inevitablemente estorbarán a mi utopía. Y así podré adjudicarme el mérito de mi demencia inercial.

Contraensayo, de Vivian Abenshushan

1/ La literatura y la industria son dos ambiciones que, como bien dijo Baudelaire, se odian con un odio instintivo y, cuando se encuentran en el mismo camino, es mejor que ninguna se ponga al servicio de la otra o, de lo contrario, se producen todo tipo de abominaciones. Nadie duda a estas alturas quién se ha puesto al servicio de quién. Y no sólo en la literatura. Artistas que practican una coreografía social cada vez más ajena a las preocupaciones de su arte; laboriosos negros literarios (o afroamericanos literarios) que maquilan por la noche los folletones que otros firmarán por la mañana; filósofos de cubículo que profesan a pie de página una filosofía que nunca practican; editores que no son editores, sino gerentes de marketing sin sensibilidad ni cultura. Ésa es la situación confusa en la que estamos desde que el mercado se convirtió en el único horizonte, infranqueable, de nuestra época.

2/ ¿Y qué vamos a hacer con el mercado? ¿Nos lo vamos a tragar de a poco hasta la indigestión? Imaginemos que la era de la cultura escalafonaria ha llegado para quedarse, que la domesticación es general, que el imperio de lo mismo ha conquistado una prolongada, sórdida e impenetrable recesión estética y vital. Imaginemos que los filósofos se han convertido ya para siempre en burócratas del pensamiento, los escritores en jóvenes promesas adocenadas y correctas, las revistas en réplicas de sí mismas, siempre hablando de los mismos temas, con el mismo estilo, los mismos gestos, el mismo colaborador desfondándose en el maratón de las publicaciones al vapor, las mismas secciones, las mismas formas ensayísticas, los mismos gustos, los mismos homenajes y la misma jerarquía de lo que importa y lo que es insignificante. Imaginemos que nadie se siente incómodo en medio de este paisaje de convenciones monótonas, sin asperezas ideológicas ni sobresaltos del lenguaje. Éste sería el momento de lanzar una bomba.

3/ La confusión que ha promovido el mercado en el arte y la literatura ha terminado por depreciar, también, al ensayo. Se repite esta falacia: “El ensayo es el género más comercial”; la he leído en el blog del ensayista mexicano Carlos Oliva; la leo ahora en el “¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)” de Heriberto Yépez un escritor de mi generación al que sigo desde hace años con interés creciente (y a veces discrepante). El primero atiza contra el ensayo por no tratarse siquiera de un género (es decir, por no ceder un ápice de su indefinición radical, de su plasticidad, ante los tentáculos de la clasificación), y ser “apenas un borrador, una forma de la escritura desordenada o en crisis”. (Pecado fundamental del ensayo: ser un género insubordinado, es decir, asistemático y contrario a las formas cerradas —autoritarias— que buscan constreñir en una armonía trucada la prosa inconexa del mundo.) El ensayo, banal y pasajero, dice Oliva, “no puede reflejar mitologías, ni siquiera crear imagologías de larga duración”. Por el contrario, el ensayo produce objetos de consumo: “De forma abyecta y rápida, pone al autor y al lector en un circuito de consumo, donde la escritura, en este caso la escritura como ensayo, se vuelve una mercancía y, como lo vemos en la mayoría de publicaciones donde se aloja este seudogénero, crea un fetiche social”. Pero, ¿de qué ensayos habla Oliva? De los mismos que Heriberto Yépez: los papeles hinchados de la prensa, los maquinazos de las revistas culturales, los papers de Yale, las tesis enmohecidas de la universidad, los artículos coyunturales, la roña reseñil, la verborrea de los congresos, las disquisiciones deportivas, los índices de las revistas certificadas, las memorias políticas, los consejos de jardinería… He aquí el totum revolutum que ellos alegan: “En esta esfera de circulación fetichista y mercantil —insiste Oliva—, no hay diferencias sustanciales entre un ensayo publicado en Caras, en la revista de vuelo de Aeroméxico, en la revista de la UNAM o, incluso, en revistas de culto, pienso por ejemplo en Granta o en Sur”. ¡El ensayo le gusta a la farándula! Definitivamente, remata Yépez, el ensayo “es un género popular, un género en auge. Y como todos sabemos, lo que está en auge es lo peor, lo más denigrante”.

4 / Decir que el ensayo es el género más comercial es una falacia que sólo ayuda a perpetuar la gran confusión, del mismo modo que llamar filosofía a las prácticas esotéricas de Conny Méndez sólo auxilia al gerente de ventas a lucrar mejor con la desesperación de la gente, alejándola cada vez más de cualquier práctica filosófica verdadera. Dicho de otro modo: nunca la redactriz de Notitas musicales ha llamado ensayo a sus efusiones chismográficas a la hora de cobrar su cheque; en las redacciones, a los artículos se les llama artículos y a quienes los escriben articulistas; en los pasillos de las revistas culturales, los ensayos son mejor conocidos como colaboraciones, y recuerdo que a los maestros de filología hispánica en lugar de ensayos les entregábamos odiosos trabajos para aprobar la materia. Oliva y Yépez confunden la escritura con el yugo laboral, y no es extraño que en México haya cada vez menos ensayistas y más profesionales sometidos a su empleador. Written essay jobs. En internet las páginas proliferan: “¡Sigue estos diez pasos para hacer un buen trabajo!”. Prosa mecanizada, prosa de maquila, productos verbales de la era post industrial. Nada que indique la presencia auténtica de un ensayo, es decir, de una escritura asociada al pensamiento autónomo y la práctica de un lenguaje sin servidumbres.

5/ No es que el ensayo se haya democratizado, masificado o envilecido; es simplemente que el ensayo se esfumó. Eso que mis amigos ven por todas partes, esa blablatura contingente y a destajo, esos papeles destinados a la basura del próximo día, son las formas en que hoy se evita, cada vez con mayor eficacia, al ensayo. Bajo el dogma contemporáneo: to publish or perish, salido del sistema académico y adoptado de inmediato por la voracidad editorial, el ensayo ha languidecido por la extenuación y el manoseo, vaciándose cada vez más, hasta que deforme y atrofiado (vuelto una criatura inofensiva) lo han invitado a pasearse por todos los congresos del mundo en primera clase. En “A Resurgence of Essay”, Phillip Lopate advierte sobre una de las mayores fintas de la inflación ensayística: hacer pasar por ensayos toda esa laboriosa mecanografía por encargo —un producto de la era liberal— que hoy infesta las librerías. Al menos en eso el pragmatismo gringo es claro: lo que Oliva y Yépez insisten en llamar ensayo, por la fuerza de la costumbre o por espíritu de provocación, en el mundo de las grandes editoriales estadounidenses pertenece a la categoría desengrasada, estándar y si se quiere absurda de la prosa sin ficción (non fiction prose), donde proliferan los temas del momento. Los gerentes de ventas no se hacen bolas; ellos saben que si sólo publicaran ensayos, su industria estaría muerta hace tiempo.

6/ La diferencia entre el productor de artículos y el ensayista es radical; es una diferencia estética, económica, muchas veces ética y si se quiere hasta vital. El primero produce una escritura oportunista (coyuntural o alimentaria), fundada en la renuncia de sí mismo, pues siempre rinde cuentas a alguien más (la burocracia académica, el editor de periódico o la industria); el segundo cree en la posibilidad, practicada por Montaigne, Nietzsche, Thoreau, de convertirse finalmente en sí mismo. Uno se denigra en cuanto olvida sus propias ideas (vive en la separación consumada); el otro crece por el simple hecho de asumir el riesgo de su formación interior. Ambición socrática del ensayo (tantas veces olvidada): conocerse a sí mismo. No se trata de una magnificación del yo neurótico, sino de una excursión peligrosa hacia los dilemas personales (incluso si se escribe sobre cualquier otra cosa), un viaje que no excluye la posibilidad de una transformación. ¡Qué peligro un hombre nuevo! Nada de eso es posible en el horizonte de los artículos de consumo masivo, situados estratégicamente en los lobbies de los hoteles, las mesitas de centro y los portales de café: botana para aliviar el aburrimiento de las horas muertas.

7 / El olvido de sí: he aquí el dogma de nuestro tiempo. Ninguna cosa que avive nuestra conciencia sobre las miserias del mundo tal como está, ya no digamos sobre nuestras propias inercias. La no ficción y sus temas de actualidad son un formato útil para reproducir el sistema que hoy se resquebraja para volverse a edificar. Ideas recicladas, de fácil consumo, escritas en un estilo neutro y legible, fáciles de citar. Toda esa abyección que Oliva critica sin concesiones. Sin embargo, al hacerlo, actúa como esos francotiradores que a pesar de su sofisticación, o quizá precisamente debido a ella, equivocan el blanco y en su lugar terminan por derribar a los civiles. Ya hemos visto cómo el ensayo ha sido oficialmente condenado a desaparecer bajo la tiranía de la información, la polémica y el entretenimiento, las tres formas predilectas de la falsa democracia de la cultura de masas. ¿Para qué fustigarlo más? El mercado y la academia, las tecnocracias del conocimiento, lo han puesto hace tiempo de rodillas. Es a esas instancias a las que hay que prenderles fuego. ¿Cómo? ¡Con las armas corrosivas del ensayo!

8/ Pienso en algunas vías de salida. En primer lugar, hay que desescolarizar al ensayo, sacarlo al aire libre, como hacían Montaigne (que amaba pensar a caballo) o Thoreau (que practicaba un pensamiento a campo traviesa). Al entrar al claustro, el ensayo sufrió su primera domesticación. En lugar de la escritura nómada y libre, se fijó el texto formateado (intro-development-exit); en lugar de la digresión (ese paseo anarquizante castigado por los sinodales), la estructura y el orden; en lugar del pensamiento excéntrico, la repetición irreflexiva de teorías prestigiosas; en lugar de la imaginación, la objetividad y la racionalidad desapasionadas; en lugar de las propiedades subversivas del humor, la solemnidad y los ídolos del rigor; en lugar de la experiencia personal y autodidacta, el conocimiento de segunda mano; en lugar de la escritura, el lenguaje esotérico del especialista. Desde los reportes de lectura de la educación media hasta las tesis de posgrado, todo está hecho para reencaminar al vago de los géneros literarios, al ocioso y accidental, heterodoxo y subjetivo, el género experimental por definición: el ensayo.

9/ En segundo término: no mutilar. Si te piden un ensayo para una publicación periódica no concedas un ápice en el tema, la extensión, el lenguaje, la visión ni —que me perdonen los editores— el deadline. Es una idiotez pensar en que te volverás ensayista escribiendo reseñas de libros abominables o bajo el yugo del cronómetro. Lo único cierto es que no podrás escribir si no tienes tiempo para pensar (o simplemente para perder el tiempo).

10/ El blog (internet en general) podría ser una zona liberada para el ensayo, una zona apartada de la meritocracia académica y la rentabilidad comercial, es decir, ajena a los intereses de la industria o la nueva escolástica y por eso abierta a la experimentación más radical. En la prosa fragmentaria que internet propicia, el ensayista puede practicar la insolencia sin temor a los editores y, sobre todo, explorar pacientemente sus posturas más personales, arriesgadas o incómodas, calibrar la relación consigo mismo. Las tecnologías digitales como bitácoras de nuestros procesos mentales y estéticos. Ya no el libro acabado, inamovible y fijado para siempre, sino una forma abierta y en permanente reconfiguración, con reflexiones ulteriores, diálogos entre imagen y texto, referencias cruzadas, derivas. Y la participación del lector. Si disolvemos las viejas jerarquías que encumbraron al autor, ¿encontraremos tal vez el espacio de una nueva dialéctica? Sin embargo, la escritura en internet ha reproducido algunos de los peores vicios mediáticos: la polémica pedestre, la instantaneidad, el insulto, la pobreza en la argumentación, la proliferación de los frankensteins del ego, el facilismo y la autopromoción. Aun así, las posibilidades de ese universo son más vastas y diversas que las de las rutas ya conocidas. (Sería relevante estudiar los modos en que los procesos digitales modifican también la forma del ensayo analógico.) Además, la red parece una zona más propicia para la digresión que la página, y en su forma de saltos y links ha dotado al ensayo, a posteriori, de su residencia natural. Algunos ejemplos: el ensayo digital (o proyecto transmedia) del escritor inglés Will Self, Kafka’s Wound (http://thespace.lrb.co.uk/), que es simultáneamente un archivo, un documental, un viaje personal y una lectura incisiva de la obra de Kafka, todo eso reunido en una web rizomática, atravesada por hipervínculos que conducen hacia grabaciones de música Klezmer, fotografías, lecturas en voz alta, videos. Ander Monson también ha explorado las posibilidades del ensayo como laboratorio de la escritura en su libro-web, Vanishing Point (http://otherelectricities.com/vp/). Están los proyectos mixtos de Belén Gache quien teoriza sobre su práctica experimental en ensayos o manifiestos que son también piezas de escritura robot (http://belengache.net/). Lo cierto es que en internet y en la nueva realidad digital del texto, crecen dimensiones aún no exploradas a fondo para la escritura.

11/ Contrario a lo que escribe Yépez en su ensayo, aunque siempre lo haga con un poco de guasa —ensayista guasón—, creo que el ensayo ha emigrado a la periferia, si es que alguna vez salió de ella, para sobrevivir a su extinción; ha radicalizado su carácter anfibio, inasible, movedizo, su permanente capacidad de ser otra cosa. Por ejemplo, ser crítica ficción, un género antípoda de la non fiction prose, un híbrido inventado por Yépez mismo: ¿qué habría sucedido si Max Brod no hubiera defraudado a Kafka? La respuesta es crítica ficción, la muestra de que el ensayo también practica la imaginación de lo posible y no sólo la argumentación plomiza. En medio de ese gran sentimiento de acabose que hoy ensombrece a la literatura, el ensayo se ha vuelto tránsfuga, evoluciona, se aproxima a otros géneros, los ayuda a salir del atorón. Como a la novela, que parecía ya muerta hasta que se confundió de nuevo con el ensayo y se oxigenó (pienso en Magris, Coetzee, Levrero, Foster Wallace, Tabarovsky, Knausgård, Vila-Matas, quien hace poco declaró: “Mezclar a Montaigne con Kafka, ésa me parece la dirección”). Hay que releer esos cuentos de Pitol que acaban como ensayos o esos ensayos que terminan como cuentos para alimentar al “monstruo informe” del ensayo, en lugar de engordar sólo a la razón. Hay que ver los video-ensayos de Laura Kipnis, los copy-paste de David Shields, las bitácoras, investigaciones y prácticas del chisme de Ulises Carrión, las redirecciones digitales de Monson y Self (diálogos electrónicos entre el ensayo e internet) para ir más allá de los confines de la página o simplemente volver a Montaigne que hizo del ensayo algo más que un género, un arte de vivir, lo mismo que hacen hoy los explosivos Hakim Bey o Michel Onfray, aunque lo hagan desde otros extremos del temperamento y la actitud política.

12 / Desde hace tiempo me gusta pensar en el ensayo como el vago de los géneros literarios, un género indócil y errabundo, una forma de pensar que puede llevarse a cualquier parte. “Mi espíritu no anda si mis piernas no lo mueven”, escribió Montaigne en una frase casi idéntica a esta otra de Rousseau: “Sólo puedo meditar mientras camino. Si me detengo, dejo de pensar; mi mente sólo trabaja con mis piernas”. También Nietzsche expuso en la Gaya ciencia cómo deletreaba sus conjeturas con los pies: “Yo no escribo sólo con la mano; el pie también quiere escribir conmigo. El camino va por mí, firme y valiente, unas veces por el campo, otras por el papel”. El camino va por mí: ésa es la forma no fosilizada del ensayo, su antimétodo. Mientras la academia y el mercado escriben a favor de sus propias convenciones, el ensayo sospecha de toda convención: se ríe del aparato seudocientífico, rechaza la idea de composición, traiciona las expectativas del lector, pone en duda la posibilidad de llegar a alguna parte. “Ni para regresar ni para concluirlo, para eso se emprende el camino”, insiste Montaigne. ¡Oh pecado del ensayo, abjurar del éxito! Nadie le perdona todavía que sea una mera tentativa, que se insubordine ante el valor supremo de la eficacia. El ensayista se niega a producir resultados; para él, perderse es una forma de aprendizaje. ¿Puede haber algo más ajeno a los procedimientos del pensar filosófico o científico que la idea del extravío como un fin en sí mismo? En Elogio de la vagancia, Guillermo Fadanelli lo ha llamado así: el pensar vagabundo, es decir, la posibilidad de que cada hombre obtenga “sus propias conclusiones en vez de seguir a ciegas las ideas de otros”. El ensayo es eso: atreverse a fracasar, como quería Beckett para toda escritura, ahí donde nadie se atreve a fracasar. ¡Y se disgrega como un rebaño sin pastor (un rebaño que ha dejado de ser un rebaño)! Por eso la saña: el ensayo es subversivo. Es lo contrario al orden, la linealidad del discurso, la eficiencia del lenguaje, el axioma, el final. Su recurso más rompedor, la digresión, lo saca siempre de cauce, lo vuelve un descarriado. “Si la digresión cuestiona algo —ha escrito Damián Tabarovsky, autor de Literatura de izquierda— es la jerarquía; impugna toda idea de superioridad (no hay temas más importantes que otros); no concibe las funciones heredadas, los méritos, las distinciones; suspende la homogeneidad, la verticalidad, el prestigio; avanza por desplazamientos; abomina la seducción (la digresión aburre); no reconoce límites (para ella todo tiene que ver con todo); impide la comunicación (es imposible de resumir); la digresión es maleducada (adopta siempre la forma de la irrupción)”. Por otro lado, la digresión no es rentable, está ligada irremediablemente al aplazamiento. Mientras la finalidad del mercado es acortar el tiempo para disminuir el precio y aumentar la producción, la tarea de la digresión es justo la contraria: suspender el tiempo, retrasándolo al interior de la obra, alejarse de la conclusión, como ese horizonte que va quedando atrás en el espejo retrovisor. En el ensayo se experimenta la lentitud como interrupción del circuito del capital. Por eso es un género “poco rentable”.

13 / Además de réprobo, el ensayista es impúdico: lo vemos pensar frente a nosotros. Al contrario de los filósofos de cubículo, que evitan su propia persona como si obraran como iluminados, el ensayista extrae sus lecciones de la experiencia (no de la teoría crítica regurgitada, sino de la teoría que interviene para cambiar la vida); de ese modo cada ensayo que leemos no sólo “representa lo más que podemos acercarnos a otra mente” (Monson), sino también a otra existencia. La página sería el momento de ese movimiento complejo, desordenado y dubitativo del pensamiento donde se experimenta la propia vida como escritura.

14/ Últimamente el ensayo me interesa menos como un paseo (a la manera de Hazlitt, Stevenson o Woolf), que como un paseo llevado hasta el límite, una deriva. Y con eso quiero decir: una desorientación de las influencias consabidas, el desvío de los códigos en los que vivimos. Deriva es el término que inventaron los situacionistas franceses para llamar a sus deambulaciones por los suburbios, una estrategia (estética y política) de paso ininterrumpido hacia territorios no habituales o negados de la ciudad: incursiones en los barrios marginales, las estaciones de trenes abandonadas, los edificios en construcción, los tugurios. Entendida como una renuncia al statu quo, la deriva desatiende las transacciones del espectáculo, el consumo o el trabajo que imponen su hegemonía en la organización urbana. Cuestiona el turismo y la publicidad. Propone la errancia y la inversión de los valores. Detesta la especialización de las actividades urbanas y busca recuperar la experiencia que le ha sido expropiada al hombre contemporáneo. El ensayo que me interesa sería exactamente eso: la trasposición de la caminata bucólica (inofensiva) a través de los meandros de la mente, por la afirmación del riesgo como potencia de la escritura (y la vida).

15/ Una última provocación. El ensayo entendido como deriva (una investigación subjetiva cuyo final nunca está fijado de antemano), más que literario es un género libertario. Lo llamaré contraensayo. ¿Y qué es? Tal y como aquí lo concibo, sería el ensayo que ha asumido que no tiene un lugar propio (ni cuota en la academia ni nicho en el mercado), pero esa falta de lugar, esa forma de situarse al margen de lo que ya es en sí mismo marginal, lejos de llenarlo de resentimiento le permite hacerlo todo, cualquier cosa, lo que le venga en gana. Puede darse el lujo incluso de ensayar. Ser el laboratorio de todas las formas, el lugar de un estallido. El origen de otra prosa. No un género (la novela, el ensayo, esa otra cosa), sino escritura nómada, que deriva, que trastoca, es decir que no se ha instalado en formas sedentarias que están ya vacías, y que no dialogan más con el presente. Disgregado y anárquico, contrario a la norma, a medio camino del manifiesto y la diatriba, lanzado a las nuevas formas de pensar que ofrece la red o haciendo la crítica de una escritura domesticada: el contraensayo desea un más allá del ensayo, un extrarradio. Busca hackear(se): reconfigurar los sistemas de pensamiento. El contraensayo es zurdo, piensa el mundo desde otro lugar. Es político porque la crítica siempre es política (y no se puede hacer desde los espacios hegemónicos). Desciende de una línea que viene de las vanguardias aunque no pretenda volver nostálgicamente a ellas. Pero reproyecta en la sensibilidad contemporánea una de sus ideas más peregrinas: la superación de la fractura entre arte y vida. En otra escala (acaso doméstica, menos totalizadora) el contraensayo busca cambiar la (propia) vida. Es un laboratorio no sólo del lenguaje, sino también de la existencia. El contraensayo (o ensayo performativo) como escultura de sí. Para empezar.

16/ Pienso, por ejemplo, en mi desempleo voluntario. No se trata simplemente de exhibir el título de ensayista (o bloguera) desocupada, mucho menos de escribir encendidas críticas a la vida activa desde el asiento de la oficina, desde la servidumbre. Se trata de correr el riesgo de dejarlo todo y renunciar al trabajo (o a esa versión del trabajo actual: opresivo, extenuante, abusivo y que nos deja vacíos). Inventarse otra forma de vivir, creando estrategias vitales y estéticas para contrarrestar la indigencia del mundo. El contraensayo no es impostura. Lleva a cabo un cuestionamiento a partir de una toma de conciencia. No es un programa, mucho menos un tratado. Tampoco es prédica ni doctrina. Es ensayar la creación de un mundo propio y colectivo, distinto a la vida de segunda mano que nos ofrecen las instituciones del arte, el hiperconsumo, la obsesión tecnoló- gica. “Filosofar es hacer viable y vivible la propia existencia allí donde nada es dado y todo debe ser construido” (Onfray). Epicuro afirmó que los argumentos de la filosofía son vacuos si no mitigan algún sufrimiento humano. Algo parecido afirma el contraensayo.

17/ Antes del contraensayo, en los orígenes de Escritos para desocupados, se encuentra un agotamiento físico acumulado que taladraba mi vida. Me sentía decepcionada de la literatura (o lo que quedaba de ella después de leer un suplemento literario o una revista en cuché). Pólvora mojada, neutralización del espíritu crítico, resignación o incluso regocijo frente al mercado, mediocridad formal, competencia salvaje por las razones equivocadas (ya no se trataba de defender una postura estética, sino un lugar en el ranking semanal). Los nuevos ismos: conformismo, arribismo, conservadurismo. Y de pronto me vi a mí misma trabajando en un montón de estupideces (televisión incluida) para eso… Trabajaba mucho y me pagaban mal. ¿Pero de qué iba a vivir si ya había tenido mi desencuentro (casi por las mismas razones) con la academia? El espíritu de los tiempos me asfixiaba. Sin embargo, durante un viaje a Buenos Aires, que padecía su propia crisis, tuve una epifanía. Un momento de verdad. Una auténtica conmoción en un lugar y una hora señalada, como aquellas revelaciones que preceden a la conversión (hápax existencial, lo llama Onfray). Me topé con un esténcil. Eso es todo: un rayón en la pared. Pero no era un esténcil cualquiera, era lo que gritaban las calles, la síntesis de una atmósfera cultural emancipatoria que buscaba caminar en sentido contrario al espíritu del fin (o la acumulación material como último horizonte de las aspiraciones humanas). Mata a tu jefe: renuncia, decía el esténcil y lo hacía con humor. Ya lo he contado antes; lo he contado demasiadas veces. Podría creer incluso que me lo he inventado, si no fuera porque conservo la foto. ¿Qué entendí entonces? Que el trabajo es la destrucción del ser. Digan lo que digan los que dicen misa y los managers y los coaches y Freud y las buenas conciencias y los legisladores que ahora aprueban una reforma laboral para esclavos. Trabajar mata. No es metáfora ni eslogan. Las “víctimas necesarias” del neoliberalismo (los suicidas de las fábricas de Shenzen, los quemados a lo bonzo de Telecom, las mujeres de Ciudad Juárez —explotadas, desaparecidas y asesinadas—, el karoshi de los japoneses extenuados) actualizan todos los días la violencia del sistema por el trabajo. Muchas otras cosas se aniquilan por esa vía: las aspiraciones individuales, la libido, la dignidad, la imaginación, la mirada crítica, las ganas de vivir, el sistema nervioso, las arterias y el colon. En la jornada de doce horas promedio del trabajo contemporáneo, no hay espacio para la escultura de sí. Tampoco para la empatía o la idea del otro: se propaga la competencia y la lucha salvaje, el sálvese quien pueda, la desconfianza común. Es pura supervivencia, nuestro retorno al estado animal anterior a la comunidad. Y a mí me producía una profunda tristeza. Pero después del abatimiento vino el contraensayo: el experimento en busca de la transfiguración vital.

18/ Nunca antes (ni después) tuve tanto tiempo para pensar como entonces. A los pocos meses de mi desempleo voluntario, me volvieron las ganas de ser con tanta virulencia que me volqué a escribir, fundé una editorial y hasta tuve un hijo. Nadie me puede decir que el ocio no es fecundo. Tumbona Ediciones y Oliverio, el libro que termino ahora, se convirtieron en extensiones de mi libertad recuperada. ¿Qué tiene que ver todo esto con el ensayo? Que la existencia es el ensayo, el espacio del tanteo, el sopesar de contrario. A fin de cuentas, la construcción de uno mismo también es, como el ensayo, un programa inacabado. Me decía: si creo que condenarse a la asfixia decretada por nuestra época es un error y no hago nada en mi vida concreta para contestarla, ¿de qué me sirve escribir? Deseaba resolver esa cojera. De ahí, nuestra editorial (otro contraensayo): una zona antijerárquica que se declararía inconforme frente al estado de cosas, no sólo a través de su catálogo, sino poniendo a prueba otras formas de convivencia. Fundamos una cooperativa, horizontal, sin oficinas, sin checadores de tarjeta, sin accionistas, sin horarios, sin jefe y, presumiblemente, sin dinero. Nuestra intención más o menos chiflada era crear para nosotros (un grupo de personas hartas del hartazgo) una nueva modalidad de la existencia, además de ser un lugar que evitaría los circuitos tradicionales y que propiciaría la experimentación, abriendo un espacio a todo aquello que el mercado negaba (el ensayo en primer lugar). Libros con espíritu heterodoxo e irreverente. Libros impuros. Bajo el lema: “El derecho universal a la pereza”, desafiaríamos la lógica de la productividad que había ahogado también a la industria editorial. Publicaríamos pocos libros y tendríamos mucho tiempo libre. Cambiaríamos el principio de la ganancia por la complicidad, la creación y la responsabilidad colectivas. Y pactamos que una vez que esas condiciones desaparecieran de nuestro horizonte para convertirnos en una empresa como las demás, nos esfumaríamos.

19 / “La única pregunta válida es saber cómo vivir” (Annie Le Brun). Ésa es la pregunta diaria del contraensayo. En Montaigne, ensayar era una actividad al mismo tiempo reflexiva y vagabunda (hecha de libros, pero también de viajes) que desembocó en una existencia consecuente (cultivar la sensatez en un mundo que se dirigía al caos). Sócrates, Diógenes, Aristipo, Epicuro, Séneca, también fueron filósofos que ejercitaron el pensamiento, pero sólo en función de transfigurar la vida. ¿Y no ha sucedido algo parecido con las prácticas estéticas y filosóficas del andar? Los paseos de Rousseau o Kierkegaard, la flânerie de Baudelaire, las incursiones urbanas del dadaísmo, las derivas situacionistas, los tours por lugares inútiles de Fluxus, el observatorio nómada de Francesco Careri y el grupo Stalker, han sido formas de poner al descubierto la pobreza esencial de una vida que no se pregunta cómo ser vivida. “La Orden de los Caminantes es la Orden de los Hombres Libres”, escribió Thoreau, quien decidió andar sin rumbo fijo, como Diógenes, callejeando lejos de la aldea en busca de la singularidad. “La fórmula para derrumbar al mundo —escribió Debord en 1959— no la fuimos a buscar en los libros, sino vagando junto a cuatro o cinco personas poco recomendables […]. Aquello que habíamos comprendido no fuimos a contarlo a la televisión. No aspiramos a los subsidios de la investigación científica ni a los elogios de los intelectuales. Llevamos el aceite a donde estaba el fuego.” De pronto he intuido que el carácter digresivo del ensayo, sus deambulaciones periféricas, guarda un fondo altamente explosivo. El ensayista es un disidente, se rehúsa a ser codificado. O en otras palabras: el contraensayo se parece cada vez más a ese acto sugerido por Debord: abrir los tejados para poder pasear a través de ellos. Se trata de agregar una idea (una sintaxis), donde antes no la había; elegir un mirador distinto al de las representaciones clásicas del poder, las instituciones, las escuelas; asediar la realidad desde ángulos desacostumbrados; dar un salto al vacío fuera de las convenciones; producir un extrañamiento; buscar un más allá de la existencia mutilada a la que nos orilla un mundo inhóspito.

20/ Si las termitas de la reducción, esa forma en que los medios estandarizan la cultura en su nivel más bajo, han tomado al ensayo por rehén, entonces escribamos contraensayos: libres, anarquizantes, imprevisibles, anómalos. Ensayos escritos a varias manos, en colaboración, tumultuosamente o en parejas. Ensayos de código abierto (wiki-ensayos) que propicien las colisiones del yo (todo lo sabremos entre todos). Ensayos escritos en los márgenes o a pie de página, con diagramas de flujo o en Flash; ensayos que se contaminen de la ductilidad del texto digital, la proliferación de links y las intermitencias contemporáneas. Ensayos en red, con digresiones progresivas. Ensayos zurdos que se sustraigan a la serialidad productiva o al mero uso retórico. “El ensayo es el mejor medio para hackear al sistema” (Ander Monson). Después de todo, ensayar, como el andar disidente, es alejarse de cualquier servidumbre mental, llevar el aceite a donde está el fuego.

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