Peniley Ramírez Fernández
20/08/2017 - 12:00 am
Con sangre no
Para todas las víctimas de la organización Estado Islámico en el mundo y de la guerra contra el narcotráfico en México. Es un chiquillo. Cuerpo enjuto, cabello corto, gorra y pants deportivos. Su rostro ignora la lente con aire despreocupado. Su mano izquierda en el mentón emula a Rodin. En su mano derecha, el pie […]
Para todas las víctimas de la organización Estado Islámico en el mundo y de la guerra contra el narcotráfico en México.
Es un chiquillo. Cuerpo enjuto, cabello corto, gorra y pants deportivos. Su rostro ignora la lente con aire despreocupado. Su mano izquierda en el mentón emula a Rodin. En su mano derecha, el pie desmembrado de un agricultor.
Otra fotografía. El mismo chico, esta vez con expresión desafiante y ojos fijos en la cámara, sostiene un machete ensangrentado. Con la otra mano, blande la cabeza de la víctima, de 65 años, dueño de la huerta de limones donde fueron tomadas las imágenes.
Los relatos varían en los detalles, pero coinciden en algunos datos básicos. Cuatro chicos, todos menores de edad, asesinaron a Fernando López y desmembraron su cuerpo, cuando él les encontró robando. Después hicieron fotografías, las publicaron en una cuenta de Facebook y huyeron, olvidando el botín: media cubeta con limones.
Es marzo de 2017. En los siguientes meses, San Rafael, un municipio de 29 mil habitantes en el centro de Veracruz, se aterra con las fotografías del crimen. Circulan en grupos de WhatsApp, cuentas de Facebook y un puñado de portales de noticias por Internet.
El trabajo periodístico más elaborado sobre el caso es una crónica policiaca que describe las imágenes y relata que los familiares del agricultor persiguieron, encontraron y entregaron a los chicos a la policía municipal. Horas más tarde fueron liberados, con el argumento de que eran menores de edad.
Mayo de 2017. Los portales locales anuncian que se encontró un cadáver sobre un charco de sangre, tendido en medio de una carretera. Es un joven de 17 años. Los lugareños lo identifican como uno de los chicos que asesinó a Fernando López. No hay una confirmación oficial, un pronunciamiento. Tampoco hay datos públicos sobre el destino de los otros tres muchachos. El caso no llega a los portales nacionales, ni a los periódicos impresos de Ciudad de México.
Termina perdido en el horror local de un estado donde las cifras oficiales cuentan 935 seres humanos asesinados en los siete meses que lleva el año.
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El anaquel está vacío. Tres repisas blancas, desnudas, y un cartel en catalán:
“Por respeto a las víctimas del atentado de ayer en Barcelona, no pondremos a la venta algunos diarios con portadas sensacionalistas y explícitas. Disculpen las molestias”.
Durante las horas que siguieron al atropellamiento masivo en Las Ramblas y el tiroteo en Cambrils, durante los minutos de conteo en vivo de 14 fallecidos y 120 heridos, una gran marea de opinión divulgó un pedimento de la Policía Nacional española a no divulgar imágenes de las víctimas.
Los medios, en busca de una historia que compitiera en el tsunami informativo, hicieron lo que siempre hacen: Grabar a una víctima antes de ayudarle, posicionarse en el encuadre más dramático durante sus enlaces en vivo, colarse como hidras veloces en cuanto dato personal pudieron hallar de cada una de las víctimas para luego irse, apresurados, a entregar sus materiales.
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Los agresores en Barcelona, al igual que los de San Rafael, eran chicos muy jóvenes. Los de Barcelona fueron identificados, perseguidos, cinco de ellos abatidos y la justicia aún les busca.
Esto sucede, aunque no se publiquen fotos de los cuerpos tendidos sobre una de las avenidas más visitadas de Europa, aunque la prensa no ponga la sangre en primera plana, aunque los puestos de periódicos se nieguen a ser altavoces visuales de la barbarie.
Sucede, porque las autoridades están haciendo su trabajo, porque la sociedad aún se conmueve y se indigna con el horror, porque los medios siguen caso a caso la crónica de las vidas que pudieron ser y terminaron con el golpe abrupto del fanatismo.
Sucede, porque los medios se ocupan de preguntarse y responder –en las dispares formas en que logran hacerlo- por qué un grupo de chicos deciden entonar sus vidas en el coro de la muerte, por qué creen que publicitar en las redes sociales sus delitos atroces significa una victoria, por qué están dispuestos ellos mismos a plantarse de cara a un final sangriento, sin alguna avidez de futuro.
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Llevamos más de diez años contando muertos en México. La mayor parte de las veces, nuestras historias parecen más un reporte notarial, un informe salido del cajón de un actuario.
Publicamos sangre, cuerpos desmembrados. En la mayoría de los casos, excepto en muy valiosas y valientes excepciones, armamos historias que resumen los muertos del fin de semana, del mes, del sexenio, agrupándoles para que no falte ninguno, pero sin contarles, sin ponerles rostro ni nombre.
Cuando reportamos el horror en la esquina contigua, no hurgamos suficiente en los detalles, en las rendijas ocultas en cada historia, eso que nos recuerda que la crueldad no es menos porque sea mucha.
¿Dónde están los chicos de San Rafael? ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué Fernando López murió mientras ahuyentaba con gritos a unos muchachos, como tantos otros campesinos del mundo han ahuyentado chicos a gritos, cuando roban limones en su huerto?
No tengo la respuesta a ninguna de estas preguntas. Como muchos de mis colegas, también estoy en contra de colocar la sangre en primera plana, también comprendo que las víctimas necesitan sanar su dolor, pero eso no nos justifica como periodistas para no preguntarnos más y contar mejor “por qué” y menos “cuántos”.
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