En momentos de auténtica crisis mundial, la diplomacia mexicana ha tomado tres decisiones internacionales de carácter histórico.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el Embajador de México en Francia hizo esfuerzos importantes para mantener la neutralidad nacional y proteger la vida de cientos de europeos sobre cuyas cabezas colgaba la espada de Damocles en manos de los dirigentes nazis que dominaban el resto del Viejo Continente.
Al comienzo de la década de los sesenta, México se destacó del resto de los países de América Latina al rechazar romper relaciones con Cuba y mantener firme el principio de no intervención y libre autodeterminación de los pueblos en sus políticas internas, siempre y cuando no se llegara a una circunstancia de genocidio que obligara a las naciones a actuar.
Otra decisión diplomática sobresaliente que tomó México fue durante el golpe de Estado en Chile, cuando nuestro Embajador enfrentó a la dictadura de Pinochet y ofreció asilo a los perseguidos que podían morir si permanecían en aquella nación sudamericana.
Esas grandes decisiones puestas en práctica por diplomáticos inteligentes, representantes de gobiernos derivados de un partido único y autoritario al límite, hacían que el país fuera respetado en el extranjero y considerado la casa de asilo para todo aquel que fuese perseguido por sus convicciones políticas e ideológicas.
Aunque esta política externa relativamente progresiva a la par de una interna que negaba la democracia revelaba cierto grado de esquizofrenia gubernamental, cuando conocimos a los refugiados españoles y sus circunstancias al escapar rumbo a México, a los chilenos y argentinos que narraban su angustia y certeza de que la muerte los alcanzaría si no salían de su país o cuando charlamos con los cubanos institucionales que defendían su decisión al escoger su Gobierno, no nos molestaba tanto que el nuestro fuera esquizofrénico.
Porque las vidas de estos seres humanos se habían salvado gracias a una actitud diplomática progresiva del Gobierno mexicano.
Es por eso que, con el actual Gobierno, parece que aquella esquizofrenia de los mejores años del partido único se ha convertido en una profunda depresión y demencia senil, reflejada en la sumisión total al imperio. El Gobierno mexicano ya es un loquito de manicomio que corre por las calles.
Cómo más explicar que, mientras Estados Unidos toma a México como el país más vulnerable y sencillo de atacar, agredir y desprestigiar, y tras apoyarse en la discriminación de los mexicanos para simpatizar con las mentalidades más retrogradas que sobreviven en su territorio, cuando se le presenta la oportunidad al país para levantar el principio general de respeto a la libre autodeterminación de los pueblos y de no intervención en las decisiones de las naciones, al burócrata Luis Videgaray se le ocurre apoyar a la Unión Americana como puta pronta en las políticas de sanciones a Venezuela.
No tengo información suficiente para decir si lo que está haciendo Maduro es correcto, pero se la juega en una elección y el resultado de esa confrontación electoral y social interesa única y exclusivamente a los venezolanos.
Qué vergüenza que después de ser apaleado estúpidamente, discriminado y maltratado, México sea el primero en apoyar a su agresor contra Venezuela. Y ahora, en el exceso de la enajenación, el país coincide con los gringos en considerar a los inmigrantes centroamericanos como terroristas. Ya se sabe cuál muro vamos a pagar: el de la frontera con Guatemala.
Parece que sufrimos del Síndrome de Estocolmo, y amamos a nuestro torturador.