Sandra Lorenzano
30/07/2017 - 12:04 am
Azoramientos
Helen Macdonald (1970, Chertsey, Reino Unido), poeta, narradora, profesora del Departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Cambridge, logra sobreponerse a la ausencia de su padre a través del camino difícil, arduo y desafiante de la cetrería.
Con mi amor para Lucy Baltiansky e Isabel Briuolo.
¿Cómo se aprende la paciencia? ¿Cómo se aprende el amor? ¿Cómo se aprende la naturaleza?
Y entonces, mi padre me miró, entre exasperado y divertido, y me explicó una cosa. Me explicó la paciencia. Dijo que lo más importante de todo lo que tenía que recordar era lo siguiente: que cuando tenías muchas ganas de ver algo, en ocasiones lo que tenías que hacer era quedarte muy quieta en el mismo sitio, recordar lo mucho que querías verlo, y tener paciencia (…) Si quieres ver halcones, tú también tienes que ser paciente. (p. 22)
Ahí están la naturaleza inquietante de los halcones, la paciencia y la voz amorosa del padre. Con estos tres elementos, la británica Helen Macdonald construye una de las novelas más fascinantes que he leído en los últimos tiempos: H de halcón (Ático de los libros, Barcelona 2015). Una novela que es también un relato de duelo.
La muerte del padre como en Jaime Sabines, como en Karl Ove Knausgard, como en Patrimonio de Philip Roth, como en La mujer temblorosa de Siri Hustvedt o como en tantas páginas de la historia de la literatura, es el origen de la narración. Cómo se aprenden el amor, la paciencia, la naturaleza son preguntas que tienen que ver en Macdonald con su padre, con lo vivido con él, con lo visto con él, con lo que él le ha enseñado. La muerte instala una nueva pregunta, inevitable y desgarrada: ¿cómo se aprende la ausencia?
Helen Macdonald (1970, Chertsey, Reino Unido), poeta, narradora, profesora del Departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Cambridge, logra sobreponerse a la ausencia de su padre a través del camino difícil, arduo y desafiante de la cetrería.
Accipiter gentilis dice el diccionario, azor es el nombre más frecuente, Mabel llama al suyo, a la suya, Helen Macdonald. “El ave más difícil, malhumorada y rebelde entre las aves de cetrería”, en palabras de Darío Jaramillo[1], se convertirá así a la vez en obsesión y salvavidas ante el dolor. Y el proceso de entrenamiento será sobre todo un proceso de amor y de cura.
El dolor que la lleva a gritar “Papá” en medio del bosque y entre lágrimas, puede ser paralizante. ¿Quién no ha tenido que enfrentarse a un dolor tan intenso que se transforma en grito y derrumbe interior? ¿Quién no se ha preguntado cómo sobrevivir a la ausencia definitiva de un ser amado? Fijar su mirada en la mirada de Mabel, buscando adivinar sus intenciones, sus miedos, sus deseos, aprender a canalizar los instintos del ave, sacan a Helen de sí misma, la sacan del medio del bosque y de las lágrimas, la sacan del dolor sin negarlo, sin olvidarlo. Viaje hacia fuera de sí, entonces, pero desde lo más profundo de su propio ser.
¿No estábamos hablando, acaso, de halcones y de azores? ¿No estábamos hablando de seres que se alimentan de carne fresca? ¿No estábamos hablando de pollos y conejos rebanados que salen de los bolsillos de los entrenadores para saciar un hambre infinita que parece cruel? Estamos hablando de eso, sin duda, pero también de aire libre y horizonte, de vuelos en libertad y regresos al hogar, de comunicación y alianzas casi inimaginables; estamos hablando de nuestro ser animal compenetrándose con aquello que nos rodea desde el principio de los tiempos. Ser animal, devenir animal para recuperar el equilibrio, algún anhelado equilibrio. Escribe Macdonald sobre las largas caminatas por el campo tan populares en la Inglaterra de los años 30, “las personas que se embarcaban en estos paseos no buscaban escalar montañas ni probarse a sí mismas contra mapas y kilómetros. Lo que buscaban era una comunión mística con la tierra…” (p. 141) Más allá del guante de cuero, de las horas pasadas con Mabel, de la sensación de marginalidad -“A medida que el azor se amansaba, yo me volvía más salvaje” (p. 147)-, de los abrazos con la madre y el hermano, del diálogo difícil con los colegas, esa búsqueda de comunión va haciendo de la muerte un elemento más de la naturaleza. Sólo ahí, en los espacios de soledad y silencio en que únicamente están Mabel y ella, la ausencia del padre será tolerable.
La muerte es también la muerte de los animales, de los conejos perseguidos por la azor, y a los que, muchas veces, la propia Helen mata para que ella se alimente; la muerte que animaliza y humaniza a un tiempo -“Cazar te convierte en un animal, pero la muerte de un animal te hace humana” (p. 256)- se vuelve conciencia feroz de la propia fragilidad:
Me hacía feliz el éxito de Mabel y lloraba al conejo particular. Arrodillada junto a su cuerpo sentí una aguda conciencia de mis límites. La lluvia mojando el cuello de mi ropa. Un dolor en una rodilla. Los arañazos en mis piernas y brazos por haber atravesado un matorral, que no me habían dolido hasta ahora. Y una aguda, inefable comprensión de mi propia mortalidad. Sí, yo también moriré. (p. 257)
En las páginas de esta novela autobiográfica se cruza otra historia vinculada a la cetrería: la de T.H. White, el autor de Camelot, y la relación compleja, de amor-odio-desesperación que tiene con su azor, Gos, contada en el libro The Goshawk. Esa obra, que fuera una de las primeras lecturas sobre el tema de la Helen niña, dialoga de manera constante con la narración de H de halcón. El padre real le enseña la paciencia necesaria para el entrenamiento del ave; el padre simbólico, White, le enseña aquello que no debe hacer con su propio azor. El duelo quizás sea por ambos, por el que acaba de morir, y por la muerte producto del alcohol y la frustración de aquel cuya obra la marcó en la infancia.
Mabel tal vez cumpla el deseo más profundo que aparece en los sueños de la escritora: entrar a otro mundo, a un mundo donde la muerte no sea definitiva, “Había querido volar con el azor para encontrar a mi padre, para encontrarlo y traerlo de vuelta a casa” (p. 287).
De algún modo todos volvemos a casa en el vuelo de la azor, todos volvemos a casa en las páginas de Helen Macdonald. Y con nosotros, nuestros muertos. ¿Cómo puede hechizar de tal manera una obra sobre aves? ¿Cómo puede conmover así conocer el largo camino de entrenamiento de los azores? Ahí está la magia de este libro, la magia de un relato que es en última instancia, y tal como lo escribe Darío Jaramillo, “la historia de un amor, del perdido, intenso, irracional y persistente enamoramiento de una mujer por un azor, Mabel. En forma literal, un azoramiento”.
[1] Llegué a esta novela gracias a una deliciosa reseña del poeta colombiano Darío Jaramillo publicada en una página que ya se me ha vuelto imprescindible, “Gozar leyendo”: http://www.lunalibros.com/gl51/
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