Tres agostos en Nuevo León:
2009. Rodrigo Medina de la Cruz, ex secretario de gobierno estatal y entonces gobernador electo, encabeza las tareas de transición, para asumir el cargo en octubre de ese año. En julio había vencido en las urnas al panista Fernando Elizondo Barragán. El joven político representa la continuidad de la administración de Natividad González Parás; forma parte, además, de la llamada “nueva generación” de priistas en el poder.
2010. Nuevo León vive uno de los momentos más violentos en su historia reciente. Entre otros hechos, el 19 de agosto hallan el cadáver de Edelmiro Cavazos, alcalde panista del municipio de Santiago, quien previamente había sido plagiado en su domicilio por sujetos vestidos como policías. El mandatario Medina de la Cruz emite el 24 de agosto un mensaje televisivo en el que anuncia medidas para contrarrestar la inseguridad y reitera su decisión de enfrentar al crimen organizado.
2011. La presunta represalia de grupos criminales ante la negación de propietarios de pagar “cuotas” en un casino de Monterrey ocasiona un incendio en el que mueren asfixiadas y calcinadas 52 personas, la tarde del 25 de agosto. Es el mayor ataque contra la sociedad civil desde el inicio del combate a la delincuencia organizada emprendido por el gobierno federal de Felipe Calderón desde diciembre de 2006. El atentado ocurre a unas horas de que el gobernador anuncie vía televisiva avances en materia de seguridad.
En torno al mes de agosto, el país padecía de forma similar:
En 2009, la sociedad demandaba justicia por la muerte de 49 niños de la Guardería ABC de Hermosillo, Sonora; Human Rights Watch confrontaba la afirmación del presidente Felipe Calderón de que las violaciones de derechos humanos cometidas por el Ejército están siendo juzgadas efectivamente en México (en el contexto del combate al narcotráfico). En 2010, la muerte de 72 migrantes indocumentados en un paraje de San Fernando, Tamaulipas, motivaba reclamos de distintos sectores de la sociedad por la política migratoria y la estrategia de seguridad seguidas en los últimos años… recientemente, las exigencias de paz y tranquilidad desbordan espacios públicos, acrecedentadas en parte por una balacera en las inmediaciones del estadio de futbol de Torreón, Coahuila.
Sin embargo, el ejercicio comparativo agosto-agosto es simplemente anecdótico y referencial del fenómeno de inseguridad y vacío de autoridad en que se encuentra el país, y que alcanza a todos los meses, no obstante a que sí es reflejo del aumento de la brutalidad de la violencia. En Nuevo León, por ejemplo, la lista de hechos es interminable. La muerte de los estudiantes Javier Francisco y Jorge Antonio afuera de su escuela, el Tecnológico de Monterrey; del arquitecto Fernando Osorio o del joven empresario Jorge Otilio Cantú Cantú, sin detallar las decenas de balas perdidas que han robado la vida a padres de familia, estudiantes y menores de edad… O el asesinato de dos escoltas del mandatario o el acribillamiento de hombres y mujeres en bares y centros de entretenimiento.
Narcobloqueos, cuerpos sin vida colgados en puentes peatonales, ataques a cárceles (y enfrentamientos dentro de las mismas), tiroteos a corporaciones policiacas, ejecución de agentes y delincuentes, persecuciones, desmantelamiento de campamentos de entrenamiento de sicarios, decomiso de armas y droga, operativos sorpresa del Ejército en corporaciones locales, exámenes de confianza a policías (y subsecuentes arrestos), atentados contra funcionarios, innumerables llamados de la iniciativa privada para que cese la violencia, constantes mensajes de la autoridad para refrendar su combate al crimen organizado… En suma, un ambiente desordenado y nada alentador.
Lo cierto es que la descomposición regional en materia de seguridad en el noreste del país –si se suma a Coahuila y a Tamaulipas, que comparten problemáticas similares– no comenzó hace tres años, por lo que la búsqueda de causas debería ampliarse al menos tres sexenios federales y estatales. Sin duda, los recientes acontecimientos tampoco exime a los actuales mandatarios, a quienes ha tocado “cosechar” años de desatención social.
Pese a todo, Medina de la Cruz es la autoridad formal en Nuevo León y responsable directo de lo que ahora ocurre en su entidad. A estas circunstancias adversas se suma la falta de confianza que generó en los círculos político y económico su imposición en la candidatura gubernamental del PRI y su corta experiencia como funcionario público (diputado federal y secretario de Gobierno estatal, entre lo más destacado).
Incluso su acelerada carrera política acarrea dudas en su efectividad como político. El neoleonés, respaldado por su partido, presidió la Conferencia Nacional de Gobernadores cuando localmente la entidad padecía una inusitada escalada de violencia, plataforma que le brindó cierta estabilidad y escaparate para denunciar ataques políticos detrás de los hechos delictivos. A su debilitada imagen, como parte de la estrategia de medios y de gobierno para fortalecerlo –o reducir los daños– se sumó la figura de vocero de seguridad estatal, similar a la utilizada por el gobierno federal.
Al descontento ciudadano se suma también la exigencia de cobrar con el cese de funcionarios la falta de resultados en materia de seguridad, lo que ha ocasionado el endurecimiento del discurso en contra de la criminalidad. En medio de la tragedia, el hartazgo y el luto nacional pareciera que lo único en juego, otra vez, son los intereses políticos, siempre a reserva en los tiempos electorales, con el fin de facturar el menor número de daños y a su vez endosar a los contrarios la mayor cantidad de culpabilidades. Un juego que suma promesas de esclarecimiento y justicia.