Francisco Ortiz Pinchetti
23/06/2017 - 12:00 am
Tiempo de chapulines
Confieso ser adicto a estos ortópteros, cuyo nombre náhuatl –chapolin– significa “insecto que rebota como pelota de hule”. Un registro remoto me indica que los probé por primera vez siendo adolescente, cuando mi padre, glotón irremediable, los llevó a la casa.
Aclaro de entrada que no aludo en este texto a los políticos de todos los tamaños y colores que sin el menor escrúpulo se aprestan ya a dar el salto en busca de una nueva chamba –para seguir viviendo del erario público a sus anchas– ante la inminencia de las elecciones generales de 2018. Es todavía demasiado pronto para ver tan deprimente espectáculo. Ellos empezarán a brincar allá por septiembre y octubre, apenas agonice el verano que inició el miércoles pasado.
Me refiero aquí concretamente a los insectos comestibles, mucho más respetables, que en esta época del año tienen su madurez ideal para ser degustados en diversos guisos o simplemente cocidos y asados, acompañados por un suculento guacamole. Y es que efectivamente el ciclo anual de los chapulines marca el mes de mayo como el de su nacimiento y la temporada de lluvias de junio a agosto como la más adecuada para su consumo. Es tiempo de chapulines.
Confieso ser adicto a estos ortópteros, cuyo nombre náhuatl –chapolin— significa “insecto que rebota como pelota de hule”. Un registro remoto me indica que los probé por primera vez siendo adolescente, cuando mi padre, glotón irremediable, los llevó a la casa. Entre horrorizados y curiosos, mis hermanos y yo aceptamos un taco de chapulines acompañados de tajos de aguacate y salsa. Me agradó desde entonces su gusto, un tanto ácido y salado, que es de esos sabores inconfundibles que uno conserva para toda la vida.
Muchos años después conocí en Oaxaca pormenores de la crianza y cosecha de los chapulines. De la mano de mi querido amigo y colega Ernesto Reyes aprendí en su tierra, por los rumbos de El Tule, que el tamaño de estos insectos exquisitos depende del momento de su captura. Desde mayo hasta principios de junio suelen ser muy pequeños y carecer de alas, por lo que mucha gente los prefiere. En las vísperas de las fiestas de la Guelaguetza, a fines de junio y principios de julio –como ahora– los bichos tienen ya un tamaño mediano, que para mi gusto es el mejor. Sin alusiones políticas de ninguna clase, ocurre que los chapulines de agosto y septiembre son ya demasiado grandes, alados y patones, aunque los conocedores afirman que es cuando su sabor es más fuerte y sabroso. El riesgo es que una pata se nos atore en el cogote.
La cocinera oaxaqueña Pilar Cabrera nos explica que los chapulines viven en las milpas y en otros cultivos como la alfalfa y el frijol; se colectan manualmente con un tenate de palma o con redes fijas en varas de carrizo y posteriormente se cuecen en agua muy caliente, se escurren, se cocinan en cazuelas de barro y se sazonan con ajo y limón. Y así se venden en los mercados oaxaqueños, ahora ya durante todo el año. Ella nos previene sobre los insectos que carecen de brillo, pues eso indica que son viejos, posiblemente conservados desde el año anterior, lo que afecta a su sabor y a su textura.
El consumo de chapulines no solo se ha popularizado en buena parte del país, incluida la capital, sino que ahora esos bichos se han convertido en base de diversos y sofisticados platillos gourmet que se ofrecen en restaurantes llamados “de autor”. La demanda creciente de este producto ha llevado a una sobreexplotación peligrosa, sobre todo en los campos oaxaqueños, donde cientos de miles de campesinos se dedican a su cosecha. Y su captura se extiende ya a otras entidades, como Puebla, Hidalgo, Tlaxcala y Guanajuato, aunque hay que aclarar que se trata de especies diferentes. Debemos considerar que en México se conocen 920 de las 13 mil especies de chapulines, grillos o saltamontes que hay en el planeta, sin contar a Cri-Crí.
Personalmente los prefiero a la manera tradicional, doraditos y crujientes, con guacamole y una tortilla del comal. Pueden consumirse como mera botana, al lado de una copa de buen mezcal, o formar parte de un banquete oaxaqueño integrado por una tlayuda con asiento, quesillo, chorizo y tasajo, entre otras delicias del país de las Siete Regiones.
Según la nutrióloga Verónica Juárez, de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM), los chapulines son un alimento excepcional. Además de ser ricos en calcio, magnesio y vitamina B, contienen entre el 60 y 70 por ciento de proteínas de muy buena calidad. Pueden ser igual o más nutritivos que la carne de res, pollo o cerdo, pero cuestan la mitad. Ese notable valor nutritivo los convierte, junto con otros insectos originarios de México, en opciones alimentarias muy importantes. Hoy se les valora como probable fuente proteínica del futuro, al lado de los escamoles, jumiles, acociles, chinicuiles, gusanos de maguey, hormigas chicatanas y demás manjares de la gastronomía prehispánica.
La doctora Julieta Ramos-Elorduy, máxima autoridad en nuestro país sobre insectos comestibles y ecología, coordinadora del libro Acridofagia y otros insectos (Ed. Trilce/DGP, 2015) afirma que una de las últimas fronteras de la civilización occidental es la de comer insectos. “Acostumbrados a obtener sus proteínas de mamíferos, aves y peces durante muchos años, la ingesta de gusanos, escarabajos u hormigas se ha visto como una curiosidad exótica, cuando no como un estigma de pobreza o como último recurso ante la hambruna”, escribe.
Y afirma que el día de hoy comer insectos y otras formas de vida es también una cuestión de sostenibilidad. “De repente, ante el crecimiento poblacional y el cambio climático, criar insectos se ha vuelto un asunto del que dependen no sólo la satisfacción del hambre a escala global sino otros procesos como la conservación del ecosistema y el combate contra el cambio climático”. ¡A comer chapulines! Válgame.
@fopinchetti
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