LECTURAS | «La jugada de mi vida», de Andrés Iniesta

17/06/2017 - 12:03 am

Andrés Iniesta comenzó a tomar notas sobre sus reflexiones y sus experiencias el 12 de mayo de 2012 y, sin fijarse plazos, siguió trabajando hasta que buscó la colaboración de dos excelentes periodistas, Marcos López y Ramón Besa, para que se ocuparan de articular todo el texto, de darle forma y de convertirlo en el reflejo de lo que Iniesta pretendía.

Ciudad de México, 17 de junio (SinEmbargo).- En el prólogo de La jugada de mi vida, el propio Andrés Iniesta explica a la perfección cuáles son sus intenciones con este libro: «Si pones mi nombre en Google tal vez llegues a creer que puedes averiguar todo lo esencial sobre mí, tú y miles de personas. Allí, al fin y al cabo, encontrarás al instante un esbozo de mi vida. Pero no lo sabrás todo, ni mucho menos. Hay hechos que no han trascendido, episodios que me gustaría contextualizar, experiencias que necesito ordenar… Más que una necesidad es una ilusión: la de ver mi verdadera historia reflejada en un libro, en una biografía. Yo también pienso que uno debe tener (al menos) un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Pues bien, tengo dos hijos maravillosos y el recuerdo del árbol que presidía la pista de Fuentealbilla me ha acompañado siempre. Ahora llega el libro. Su título es La jugada de mi vida

Memorias De Un Jugador Inigualable Foto Malpaso Editorial

Fragmento del libro La jugada de mi vida, de Andrés Iniesta, publicado con autorización de Editorial Malpaso

PrÓLoGo

Si pones mi nombre en Google tal vez llegues a creer que puedes averiguar todo lo esencial sobre mí, tú y miles de personas. Allí, al fin y al cabo, te saldrá mi vida al instante. Pero no lo sabrás todo, ni mucho menos. Hay hechos que no han trascendido, episodios que me gustaría contextualizar, experiencias que necesito ordenar… Más que una necesidad es una ilusión: la de ver mi verdadera historia reflejada en un libro, en una autobiografía. Yo también pienso que uno debe tener (al menos) un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Pues bien, tengo dos hijos maravillosos y el recuerdo del árbol que presidía la pista de Fuentealbilla me ha acompañado siempre. Ahora llega el libro. Su título es La jugada de mi vida.

Cuando emprendo un camino, me entrego en cuerpo y alma. Hago las cosas porque las siento, no porque sí o por quedar bien. Así que he relatado mi vida con la misma fe, ganas y determinación con que juego al fútbol o cuido a mi familia. Quería un texto a medida, y para escribirlo como yo lo veía precisaba la ayuda de quienes pudieran darle la forma y el tono adecuados con el fin de que no resultara una simple explosión sentimental o futbolística. Necesitaba a alguien que me conociera y fuese capaz de interpretar mis sensaciones, alguien que hubiera seguido mi carrera, alguien dispuesto a poner sobre papel las reflexiones que empecé a anotar el 12 de mayo de 2012, fecha en que se inicia la redacción de esta historia.

El libro ha llevado su tiempo porque no quise fijarme plazos ni supeditar su publicación a mi trayectoria con el Barça y la selección. No es una cuestión comercial, sino personal. Por otro lado, las vivencias que pensaba revelar requerían un laborioso trabajo de, digamos, «absorción» por parte de quienes me ayudarían a exponerlas. Me refiero, claro, a Marcos López y Ramon Besa. Quería contar con personas de confianza para armar el relato, con periodistas que conocieran bien mi vida deportiva y los entresijos del Barcelona o la selección, con expertos integrados en el entorno de la profesión. Ni escribientes ni empleados a sueldo, sino gente del oficio a quien pudiera revelar mis cosas sin pudor o miedo, profesionales honestos que hicieran un buen uso de esas revelaciones y, al mismo tiempo, fueran aceptados y reconocidos por los individuos cuyas opiniones yo quería recoger en el libro.

Para ese ingente trabajo de campo nadie mejor que Marcos López, magnífico periodista y mejor persona. Su carácter, además, sintoniza a la perfección con el de Ramon Besa, otro excelente periodista siempre empeñado en buscar el sentido de las cosas, en perfilar el tono de la historia, en hallar un estilo coherente con la personalidad del protagonista. Decidimos funcionar como un equipo y nos pusimos una única condición para realizar la tarea: trabajaríamos sin interferencias externas y sólo entregaríamos el libro cuando estuviera más o menos terminado. Las gestiones con las editoriales serían cosa de Pere Guardiola y Joel Borrás. Y así ha sido hasta casi el final, cuando supimos que Hachette y después Malpaso habían comprado los derechos de la obra. Después tuvimos la inmensa suerte de que los traductores del texto al inglés fueran Sid Lowe y Pete Jenson, dos buenos amigos, y de que los editores en castellano y catalán hayan sido Malcolm Otero y Julián Viñuales, cuyas indicaciones han sido decisivas para la revisión y la mejora del libro.

Marcos y Ramon no necesitaban presentaciones ante quienes yo deseaba que apareciesen en el libro. Quería, sobre todo, que por estas páginas desfilaran las personas a quienes valoro especialmente, las que mejor podían complementar lo que yo iría contando. Habrá seguramente olvidos involuntarios, puede que algunos lectores lamenten la ausencia de críticas y estoy convencido de que otros echarán en falta a determinados personajes. Quiero dejar claro, en cualquier caso, que éste es el libro que yo quería, que yo y nadie más soy el único responsable de su contenido. Estoy seguro de que mis colaboradores habrían modificado algunos aspectos del relato o lo habrían enfocado de forma diferente. Yo quería explicar cómo me veo (o, dicho de otro modo, cómo me he sentido) y cómo me ven quienes creo que me conocen. Luego he desgranando mi vida en capí­tulos a fin de facilitar la lectura sin que se perdiera el hilo de la historia. Pero no se trataba de escribir una novela, sino de articular un libro de forma periodística porque quienes me han ayudado son periodistas que han sabido recorrer las etapas principales de mi vida.

No tengo apenas nada que contar sobre hechos bien conocidos que, pese a ello, para algunos pueden ser interesantes. Hablo de mi día a día, de mis costumbres. Ya se sabe que me gusta estar con mi familia, con Anna, con Valeria y Paolo Andrea, también con mis padres y con Maribel, mi hermana. Me encanta llevar a Valeria al colegio o recogerla a la salida; tiene una sonrisa contagiosa. Me encanta estar con Paolo Andrea, que es un terremoto. Anna y yo acostumbramos a salir un día a la semana (aunque no siempre es posible); nos gusta cenar por ahí, probar restaurantes, dar una vuelta o ir al cine. Estopa sigue siendo mi grupo favorito: me gustan sus canciones y me gusta, además, cómo son. En el campo musical estoy en deuda con Àlex de Guirior, que me mezcla un poco de todo (reguetón, house, pop español…) y me monta estupendas selecciones. Y, naturalmente, como deportista que se cuida me gusta dormir un poco para descansar bien.

No era mi intención publicar un libro para revelar cosas tan comunes. Quiero hablarles de mi pasión por el fútbol. Marcos y Ramon sostienen a veces que fui un niño sin infancia y que ahora quiero recuperarla escribiendo. Yo intento convencerlos de que estoy muy orgulloso de cuanto hice siendo niño. Hay episodios de esa etapa que no fueron agradables ni fáciles de superar, como tampoco lo fueron, por ejemplo, los meses previos al Mundial de Sudáfrica: he intentado contar esos hechos de forma sincera, como los viví y sentí, sin ocultar nada y sin molestar a nadie.

No fue sencillo, ciertamente, pasar de Fuentealbilla a la Masía. Tardé un año en adaptarme, en construir mi vida dentro de aquella residencia, pero acabé teniendo un sitio en la biblioteca, disfrutando de mi habitación, de mis objetos, de mi espacio. Y de mis golosinas. Me encantaban las magdalenas que me llevaban mis padres y el bizcocho de la abuela de Jordi Mesalles que siempre mojábamos por la noche en la taza de leche con Cola Cao. Guardo recuerdos imborrables, alguno especialmente feliz para la familia como cuando el director Joan César Farrés me eligió para representar a los chicos de la Masía en la recepción que ofreció el papa Juan Pablo II en el Vaticano con motivo del centenario del F. C. Barcelona. Mi madre me compró un traje nuevo como si aquello fuese la primera comunión.

También necesito ir de vez en cuando a Fuentealbilla. Allí tengo casa, mi casa, allí sigue buena parte de la familia, allí me reúno con buenos amigos y allí está mi bodega. Me encanta estar con mis abuelos, comer con ellos y aprovechar el poco tiempo que tenemos juntos. En el pueblo veo a mis tíos y primos aunque algunos viven en Almería o Mallorca. Y no olvido las carreras con mio tío Andrés para ir preparando la temporada. Me gusta recordar de dónde vengo, que soy de allí, pero también afirmo que soy de aquí, de Barcelona. Esos vínculos son muy fuertes, sentimientos muy hondos… Sé que debo cuidar a las personas y las cosas que más quiero, ayudar a quienes me rodean, y no me siento solo por más que a veces nos guste aislarnos de los demás.

No estoy envuelto en silencio como piensan algunos. No es cierto que nunca he participado en broncas o chiquilladas. Quienes de verdad me conocen me acusan en ocasiones de abrumarlos con mis consejos o mis manías, de querer organizarles la vida. Me siento bien cuando me dicen que sé unir a la familia y encontrar a las personas más capaces para las cosas que preciso. Soy muy tauro, muy testarudo. Nunca acepto un no por respuesta.

Pero también soy agradecido y quiero que se sepa. Estoy agradecido a mi familia, al Barça y a la selección. También a todo lo que viví durante mis inicios en Albacete. No voy a dar nombres de directivos o presidentes, prefiero expresar mi gratitud a la entidad en su conjunto porque en ella se reflejan todos los que han trabajado para el club. La mejor manera de mostrar mi afecto por el Barcelona es honrar su camiseta, ser un buen compañero, darlo todo en el campo y representar siempre con lealtad y dignidad a la institución. Así lo hice incluso cuando me tocaba hacer de recogepelotas detrás de aquellas vallas publicitarias que no nos dejaban ver a nuestros ídolos. Nada me motiva más que intentar hacer más grande a mi club y a la selección.

Siento un profundo respeto por mi profesión. También respeto a mis compañeros, a los rivales y, por supuesto, al público. Mi dedicación es plena y procuro no engañar a nadie. Me encanta que me aplaudan, pero no por cortesía: los aplausos sólo valen cuando salen de dentro. Es lo más bonito que puede sentir un jugador cuando su entrega es plena.

Este libro es una prueba más, la prueba diría, de que necesito expresarme, reafirmarme en mis decisiones, confirmar a diario la hermosa verdad de una frase guardada en la pequeña vitrina que hay a la entrada de nuestra casa: «Las piedras que nos encontramos en el camino nos ayudan a ver la vida desde otro punto de vista y a levantarnos con más fuerza». A veces necesitas desbloquearte, pero solo es posible si antes eres consciente de que estás bloqueado.

A mí me mueve desde siempre la pasión por el fútbol, lo digo y lo repito ahora que tengo la suerte de ser capitán. Gracias a este libro, ahora también puedo gozar con los testimonios de quienes me han hecho disfrutar de la vida, las personas que se desvivieron para que yo pudiera dedicarme a lo que más me gusta, para que pudiera ser quien soy en el mejor equipo del mundo. Es un privilegio. No puede haber nada mejor que hacer tu trabajo y ser reconocido por ello: eso no tiene precio. Hemos ganado muchos títulos, hasta dos tripletes en seis años, y aspiramos a ganar muchos más trofeos. Competimos para el éxito.

Marcos y Ramon me piden a menudo que les explique cómo me veo, qué hago para salir del acoso de los contrarios, sobre todo cuando me rodean hasta seis o siete; me preguntan si mi manera de jugar es equiparable a la de Roger Federer; me recuerdan que mis movimientos son rápidos y sincronizados… Luego lo cuentan en sus artículos. Me ruborizan especialmente cuando describen que en una sola jugada mía se pueden plasmar todas las prestaciones exigidas a un jugador para que éste sea considerado completo: la rapidez en la toma de decisiones; la calidad del pase; la capacidad para frenar y acelerar; la habilidad para el control orientado y el cambio de orientación. Yo no sé qué decir, prefiero que lo digan otros. Sí creo que es necesario tener una buena técnica, ser intuitivo, hallar los espacios y lograr que el equipo te acompañe en la jugada cuando atacas, señal de que tiene confianza en ti y de que el adversario retrocede. Algunos afirman que mi secreto está en mis primeros diez metros de salida, otros sostienen que he sacrificado los goles de mi infancia a cambio de correr como nadie. No sé… Lo que hago, insisto, me sale de dentro. Si volviese a nacer haría lo mismo. Cuando entro en el campo ya intuyo cómo me voy a encontrar durante el partido, cómo va a fluir el fútbol, porque sé cómo me siento, porque noto si estoy rápido y despierto. A veces incluso percibo lo que va a pasar el día antes del encuentro, lo visualizo. Y desde luego hago cosas que no he pensado. Mi cabeza va muy rápido. Mi madre me dice que a veces parece estallar, como nos pasa a todos los Luján.

Los Iniesta­Luján somos gente tenaz y austera, trabajadores. A fin de cuentas, el deporte es como la vida. Se trata de no rendirse nunca, de demostrar cada día de que puedes salirte con la tuya, de ser fiel a tus principios. Quería recordármelo. Quería ver pasar los años en las hojas de un libro y llevar a ellas las voces de los demás, de quienes me han ayudado. Ha sido posible gracias a Ramon y Marcos, los mejores jueces de mi trabajo y mi quehacer diario.

Quiero dar las gracias muy sinceramente a quienes se han prestado a hablar para esta obra durante los cuatro años que ha durado su redacción. No pretendo ser «patrimonio de la humanidad», como dijo el míster Luis Enrique, pero siempre le agradeceré esas palabras. No necesito los premios que no me han dado ni quiero entrar en las asociaciones o tribunas a las que no pertenezco. Tampoco tengo que reivindicar nada. Valoro lo que he logrado, me siento dichoso en Barcelona y en Fuentealbilla, en el Barça y en la selección, en Cataluña, en la Mancha, en España y en el mundo. Me considero un ser afortunado que cuenta con el cariño de la gente, y a esa gente quería ofrecerle la historia que no hallará en Google: la historia de mi vida contada por mí. Espero que todos la disfruten tanto como yo he disfrutado narrándola. Sería feliz si este relato gusta a los lectores tanto como mi juego porque al escribirlo he puesto el mismo empeño e interés que pongo en el campo cuando visto las hermosas camisetas del Barça o la selección. Ésa era mi meta.

NOTA DE RAMÓN BESA Y MARCOS LÓPEZ

Ésta no es una biografía normal, no es el tradicional relato de una vida. Ni siquiera es un libro sobre «Iniesta». Es, en realidad, el libro de Andrés. Su libro. Ni más ni menos. Quienes estén acostumbrados a las memorias donde el héroe registra uno tras otro los episodios más gloriosos o banales de su existencia (casi siempre ensalzando los éxitos y velando los fracasos o los miedos) tal vez se sorprendan al advertir que nuestro protagonista aparece menos de lo que, en principio, sería de rigor. Andrés hace aquí lo contrario. Asoma en todos los capítulos, interviene en las controversias, puntualiza, aclara, confirma o desmiente, está ahí, pero casi siempre lo vemos con los ojos de las personas que lo han acompañado. Está, pues, en cada línea de esta obra, un proyecto que arrancó en el año 2012. Si se lo preguntásemos a él, quizá nos diría que su presencia directa es excesiva. Quiso, eso sí, que se conocieran los hechos que han jalonado su largo y paciente camino hacia una cima que nunca pensó alcanzar. Ni en sus mejores sueños hubiera imaginado una trayectoria tan espectacular. Pero tampoco estaba previsto lo mucho que sufriría en la academia del Barça cuando sus padres lo dejaron allí siendo un niño de 12 años. Nadie le avisó que el balón no lo libraría de todos los males. Se unió a la pelota en Fuentealbilla, un pueblo de Albacete que él puso en el mapa del mundo y no se ha despegado de ella. Ahí sigue con el balón a sus pies.

Llegado a este punto, después de haber triunfado con los equipos de Rijkaard, Guardiola o Luis Enrique y las selecciones de Luis o de Del Bosque, convertido en el capitán del Barcelona y en el símbolo de un fútbol que ha conquistado el planeta, quiso detener el cronómetro. Paró el balón y miró atrás. Aceleró y frenó. Corrió y jugó. Tal cual. No, éste no es un libro autobiográ­ fico convencional. Si esperaban algo así, lamentamos defraudarlos. Y no lo culpen a él porque la responsabilidad es nuestra. Como suele ocurrir cuando juega, Andrés pensó antes en los demás. Quería dar a conocer el camino que lo condujo desde el patio de un colegio manchego hasta el Camp Nou, el Soccer City, Wembley o Stamford Bridge… Y quiso que fueran otros (familiares, amigos, técnicos, compañeros o rivales) quienes tomaran la palabra.

Andrés quería desempeñar el mismo papel que en el césped: cogió la pelota entusiasmado y empezó a regalar pases: fue un partido asombroso porque, todo hay que decirlo, a medida que avanzaba iba descubriendo aspectos de su vida que ni siquiera él conocía. Jugó todos los minutos de un largo encuentro. No se tomó ni un respiro. Nadie lo sustituyó.

Guió nuestros pasos por una ruta nunca antes transitada buscando huecos entre torneos, entrenamientos y concentraciones. Y hablamos con mucha gente, todas las puertas se nos abrieron, incluso las más delicadas o complejas: «Si me lo pide Andrés, cuando queráis». No había agenda que se resistiera ni teléfono inaccesible. Viajes, correos, wasaps… cualquier medio servía para obtener testimonios exclusivos, para grabar horas y horas de conversaciones. Andrés era el personaje principal y, al mismo tiempo, el productor de la película que ahora por fin estrenamos.

El trabajo ha durado cuatro años, aunque si por él fuera aún no había concluido. Siempre encontraba (y encuentra) una persona nueva a quien llamar, una historia distinta para compartir, una mirada desde otro ángulo. Hacían falta muchas miradas para desvelar las innumerables capas ocultas del singular astro manchego. Quitas una y aparece otra.

Éste texto recorre, como es obvio, la historia reciente del Bar­ ça y la selección, pero no es, en lo fundamental, un libro sobre fútbol; ni siquiera es un libro sobre el futbolista a quien todos admiran: éste es un libro sobre Andrés y es, además, el libro de Andrés, un individuo perfeccionista hasta la última coma, minucioso hasta el más mínimo detalle. Todo lo ha examinado con lupa en el volumen que ustedes tienen entre sus manos: el tipo de letra, el color de la faja, la foto de cubierta… Le costó decidirse, pero finalmente se inclinó por el título La jugada de mi vida, palabras que no aluden al gol de Stamford Bridge o al del Soccer City. Su alcance es mucho mayor porque la jugada de la que hablamos es, sencillamente, un insólito periplo vital. Por eso, insistimos, este libro le pertenece. Tal vez nosotros habríamos hecho otro. Tal vez… En cualquier caso no era nuestra obra. Bastante hemos tenido con seguir el juego durante alguno de los lances más peliagudos. La pelota, como siempre, ha sido suya.

PRIMERA PARTE

EN UN LUGAR DE LA CANCHA

EL PARAÍSO PERDIDO

«Sólo sé que era feliz, muy feliz.»

Apenas tenía ocho años y ahí andaba Andrés, pequeño y enjuto, tan blanco y delicado que parecía no tener sangre ni huesos, como si fuera de algodón, pura fibra que se tensaba inexorablemente en cuanto asomaba la pelota. Algunos aseguran que siempre ha tenido cara de niño bueno, pero otros intuyen otros perfiles, gestos que van y vienen según la forma de tejer cada jugada. Lo suyo es el balón en cualquier territorio, no un espacio, no un sector de la cancha: desde su añorada infancia en Fuentealbilla, el pueblo manchego donde nació en 1984, el reino de Iniesta es y ha sido todo el campo.

Un descampado de tierra vio sus primeros regates; después llevaría sus dominios al patio del colegio. Día tras día correteando en aquella explanada de cemento, sin descanso, sin tregua. La dicha del juego hasta la caída de la tarde.

«Me pasaba las horas jugando cuando acababan las clases —recuerda ahora—. Es una lástima que por aquel entonces no hubiera luz en la pista. Se hacía de noche y me tenía que ir, a veces mi madre o mi abuela tenían que venir a buscarme. Le habría sacado más provecho a esa pista si hubiese tenido luces como ahora.» Las farolas de la calle no bastaban para iluminar su avidez futbolística.

En aquel modesto patio de escuela, bastante cerca del bar Luján que regentaba la madre mientras su marido repartía cuadrillas de albañiles por la región, empezó a forjarse la leyenda de un jugador prodigioso.

«Yo era cuatro años mayor que él. Tenía diez y Andrés seis, pero ya jugaba como tres o cuatro veces mejor que yo —Abelardo, viejo amigo del pueblo apodado el Sastre, aún ve a la peque­ ña figura caminando hacia su casa—. ¿Nuestra relación? Fútbol, fútbol y más fútbol. No había otra cosa en nuestras vidas. Venía a mi casa con el balón bajo el brazo, un balón de goma blanca gastado por tantas patadas como le dábamos. No teníamos otra pelota. El balón hacía más bulto que él. O me venía a buscar o iba yo al bar Luján.» Fuera cual fuese el punto de encuentro, el ritual no cambiaba: «Luego nos íbamos peloteando a la pista de la escuela —cuenta Abelardo—. Allí pasábamos las horas hasta que venían a buscarlo, casi siempre aparecía su abuela. Yo, como era mayor, me iba solo a casa».

En Fuentealbilla no había campo de fútbol, sólo contaban con el patio «polideportivo» de la escuela solemnemente presidido por un árbol majestuoso. «Recuerdo ese árbol desde que tengo uso de razón. Según me contaron mis padres, en aquel sitio había antes una balsa y el árbol, claro. Luego hicieron la pista para los niños. Allí estábamos todo el santo día jugando al balón. Julián, Andrés y yo. No necesitábamos a nadie más. Tirábamos penaltis, hacíamos vaselinas, nos divertíamos de mil maneras —añade Abelardo, emocionándose con el recuerdo de la castigada pelota blanca que iba de pie en pie—. ¡Cómo me gustaría encontrar aquel balón de goma dura! ¡Ya no tenía ni color! —exclama sabiendo que el hallazgo de esa joya es una quimera—. ¿De verdad era blanco? Ya ni me acuerdo, pero sí tengo muy presente la imagen de Andrés viniendo por la calle con el bocadillo en una mano y el balón en la otra… o dándole patadas a la pelota. Cuando ahora lo veo jugar me viene siempre esa imagen a la memoria. Era como Oliver Atom,nunca se separaba del balón.»

El tercer amigo, Julián,también recuerda esa estampa cotidiana: «Después de clase llegaba a la puerta de mi casa con el balón y el bocadillo: “¿Bajamos a echar unos tiros?”. “Vale, Andrés”, le contestaba». Y los dos iban en busca de Abelardo para formar el primer tridente en la vida de Iniesta. Julián vivía (y vive) muy cerca del bar Luján, de modo que no perdían mucho tiempo en los preparativos. Reunidos los tres empezaba el festival de pelota. «No paraba de darle patadas al balón, chutaba contra los muros de las casas, nos hacía pases —cuenta Julián—. Nos inventábamos juegos, concursos de faltas, de penaltis… Pasábamos horas y horas en la pista. Si necesitábamos un portero, invitábamos a uno de los pequeños. Andrés era de los pequeños, pero siempre jugaba con nosotros. Era tan bueno que no podía jugar con los de su edad. Se aburría. Por eso le dijimos que se viniera con nosotros. Los demás eran porteros o los poníamos en la barrera cuando hacíamos el concurso de faltas.» Entre clases y juegos discurrían las vidas de Andrés, Julián y Abelardo en Fuentealbilla.

«Algunas noches también andábamos peloteando por las calles del pueblo. El problema surgía cuando “calábamos” la pelota (sí, aquí se usa esa palabra) en el patio de un vecino», cuenta Julián. Aquel tridente infantil perdía a veces el buen gobierno del balón y éste acababa en territorio hostil: más de un ciudadano estaba hasta las narices de los balonazos que sufría su vivienda. La gran duda era quién le ponía el cascabel a tan temible gato. Casi siempre era uno de los mayores, Abelardo o Julián. Andrés aguardaba expectante a que el emisario volviera con el preciado tesoro. «No veas las caras que ponían los vecinos, ¡ja, ja, ja! Pero al final, y aunque fuese de mala gana, solían decirnos: “Bueno, venga, ahí tenéis la pelota”.

La maldita pelota para los pacientes hijos de Fuentealbilla; la bendita pelota para la incansable delantera. «El balón, por cierto, era casi siempre suyo. Ésa es la verdad, casi siempre lo traía él —explica Julián sin ocultar el orgullo de haber interve­nido junto a Abelardo en los primeros pasos (y carreras) de un astro futbolístico—. Después de tanto jugar con él, acabamos aprendiendo. Nunca llegamos a su altura, por supuesto, pero teníamos más nivel que otros chicos del pueblo —dice Julián—. Andrés se enfrentaba a los mayores. Y os digo una cosa: no es lo mismo hablar de su juego que verlo jugar. Hacía lo que quería con gente que le doblaba la estatura. Lo prometo por mis hijos. Se giraba con la pelota y dejaba sentado al mejor del pueblo. Parecían de plástico. Lo llevaba en la sangre, no hay duda.»

«Andrés es puro fútbol», sentencia Abelardo.

Cuando el sol se ponía, los tres amigos empleaban a veces un «campo privado» para no atormentar a los sufridos vecinos. «En el Luján había una sala interior donde nos montábamos el último partidillo. Mientras nuestros padres cenaban en el bar, nosotros cogíamos una pelota de tenis o de papel e improvisá­bamos un juego. Uno, por ejemplo, se tumbaba en el suelo apoyado en la pared y hacía de portero. ¿Cómo paraba los goles? Pues arrastrándose por el suelo. Terminábamos sudando la gota gorda.» Los fines de semana aparecía Manu, un primo de Andrés que advirtió enseguida la importancia de lo que estaba ocurriendo en las calles de aquel pueblo.

«Andrés vino recomendado cuando todavía era muy niño. ¿Por quién? Por su primo Manuel, que jugaba entonces en el Albacete», recuerda Víctor Hernández, uno de sus primeros entrenadores en el club manchego. Después tampoco hubo muchos, porque su vida futbolística fue corta en aquella tierra.

La historia empieza con Pedro Camacho, hermano del exfutbolista y entrenador José Antonio Camacho. Pedro había entrenado en el Atlético Ibañés a un jugador con fama de exquisito en los campos de la Manchuela. Dani Ruiz Bazán, aquel delantero del Athletic, vizcaíno de Sopuerta, que brilló en el viejo San Mamés durante los años setenta y ochenta. El Dani albaceteño se llamaba en realidad José Antonio Iniesta, por aquel entonces era seguidor del Athletic y llegó a destacar en el modesto equipo de Pedro Camacho. «Tenía sus detalles, su manera de jugar; iba muy sobrado como centrocampista en Preferente y Tercera, pero, desde luego, no era como su hijo», señala Camacho.

—No, no puede, aún no tiene la edad —le respondieron a José Antonio Iniesta en el Albacete cuando quiso que vieran a su chico después de leer un anuncio en la prensa donde se informaba de que se abría el periodo de pruebas para niños—. Es demasiado pequeño.

Andrés tenía siete años y era demasiado joven. También era bajito. Pequeño ha sido toda la vida: su grandeza era otra.

El muy obstinado José Antonio nunca acepta un «no» por respuesta, así que recurrió a Pedro Camacho, su antiguo entrenador y hermano del célebre Camacho madridista (quien, por cierto, acuñaría la imborrable exclamación «¡Iniesta de mi vida!», tras el gol de Johannesburgo). Y, junto al Campo de la Federación, dieron con un arreglo. No era propiamente una cancha de fútbol, ni mucho menos, sino un terreno habilitado para la práctica del fútbol siete. De tierra y sin vestuarios. Bueno, había unos vestuarios, pero pertenecían al campo de hierba contiguo. Pedro dirigía allí una escuela de fútbol.

«Vino a verme Dani. ¿José Antonio? Bueno, para mí siempre será Dani, el jugador que tuve en el Atlético Ibañés. Aún recuerdo que el presidente del Atlético me dijo: “En septiembre llegará un jugador muy bueno”. No podía venir antes porque trabajaba en Mallorca durante el verano, pero volvamos al asunto —prosigue Camacho—. Dani me dijo: “¿Puedo traer a mi chiquillo? En el pueblo son cinco o seis niños de su edad y no tiene a nadie con quien jugar”. Y yo le dije que sí, claro, pero recuerdo que también comentamos los inconvenientes: “¡Estáis a cincuenta kilómetros!”. Y él contestó: “¿Crees que no lo sé? Los tengo contados, son 46. No pasa nada”.

Dani no titubeaba y a Pedro le zumbaban ya los oídos con las noticias que le llegaban del chico a través de Manu. Era, en efecto, muy pequeño, apenas tenía siete años, y Pedro no quería saltarse las normas que establecían la edad mínima para los jóvenes futbolistas. Al final, sin embargo, Andrés entró en la escuela. Allí se formaría con Juanón y el propio Pedro, sus primeros técnicos, e incluso llegaría a jugar un torneo en Sants, un barrio de Barcelona próximo al Camp Nou.

—Tengo un primo muy pequeñajo que es buenísimo. En el pueblo juega de maravilla —contaba Manu a quien quisiera escucharlo—. Mi primo es bueno, muy bueno —sostenía una y otra vez—. Siempre destaca. Dímelo a mí, que he jugado de portero contra él. Hasta que no lo veas no te lo vas a creer —repetía.

La perseverancia familiar acabó imponiéndose a las reservas de Pedro Camacho.

Ya se sabe lo que ocurre con los críos: muchos padres creen ver en ciernes al mejor futbolista del mundo y José Antonio Iniesta, gran experto en la materia, no era precisamente una excepción. Una mañana cogió su Ford Orion azul y se presentó con su hijo en el campo, después de recorrer entusiasmado los 46 kilómetros que separan Fuentealbilla de Albacete.

Quebrada la voluntad de Pedro Camacho, otro anuncio en el periódico le abrió las puertas que hacía un año se habían cerrado. El Albacete hacía nuevas pruebas y José Antonio volvió a la carga con Andrés, que ya tenía ocho años y cumplía así todos los requisitos. Una multitud de niños se sometía al veredicto de un jurado compuesto por Ginés Meléndez (coordinador del fútbol base en el club), Andrés Hernández (padre de Víctor), Balo (entrenador de los benjamines) y el uruguayo Víctor Espárrago (por aquel entonces entrenador del primer equipo).

«Vimos a Andrés en las pruebas y a los cinco minutos dijimos: “¡Saca al chiquillo de ahí, no hace falta más!” —recuerda Balo—. Igual no fueron ni cinco minutos, poco importa. Nos bastó con muy poco tiempo. Apenas estuvo en el campo, no había ninguna duda y aún teníamos que ver a muchos otros niños, debíamos aprovechar el tiempo observando a los demás. Entre las buenas referencias de su familia y lo que vimos nosotros era más que suficiente. Era una maravilla verlo con la pelota, tan chiquitajo como era… Parecía que el balón era más grande que él. Se ponía en el centro del campo y cogía el balón. No había forma de quitárselo, era imposible, pero imposible, vamos, como ahora», cuenta Balo, todavía asombrado por el prodigio diminuto que desplegaba tanta destreza frente a sus ojos aquella fría mañana. «No había nada más que ver, lo habíamos visto todo», dice Víctor. «Era distinto a todos los críos», subraya Pedro Camacho.

Y por allí andaba Andrés, el hijo de Dani, jugando en un equipo de niños y niñas, pateando el balón en un campito de tierra albaceteño.

—No te preocupes, Dani. Se quedará con los más chicos, estará conmigo —le dijo Camacho al padre de la criatura.

«En los primeros partidillos, tras unos quince minutos de calentamiento, cogía la pelota, regateaba a todos y marcaba. Así un día tras otro, hasta que me acerqué a él: “También tienes que buscar a los compañeros, tienes que pasar el balón a los demás, ¿vale?”.» Y aquel renacuajo —«le soplabas y se lo llevaba el aire, era muy chico; bueno tampoco es que haya crecido mucho desde entonces», bromea Pedro— se quedaba mirando al antiguo entrenador de su padre. «Sí, señor», balbuceaba el pequeño Andrés.

Así empezó a compartir la pelota con sus amigos, todos uniformados con un chándal que llevaba estampado en el pecho el escudo de la Federación Española de Fútbol. Sólo había un pro­blema: «Cuando formábamos los equipos, todos querían ir con Andrés. Todos lo elegían. Sabían que ganaba los partidos. Él, mientras tanto, no despegaba los labios. Había peleas por jugar con él. Yo era de los peores. Si éramos doce, yo era el número diez y Andrés, claro, era el número uno, el capitán del equipo. En los entrenamientos, todos le pedían que fuera su pareja, pero él, tímido como es, se callaba. Hasta que al final decía: “Voy con Mario”. Buscaba a los más flojos para echarles una mano. Podía ir con niños mejores que yo, pero, no me preguntéis por qué, me escogía a mí». Esto cuenta Mario, que conoció a Andrés el día de la prueba. Entonces tejieron una gran amistad que aún perdura. «Él era de Fuentealbilla, yo de Albacete. No lo conocía, claro. ¿De qué iba a conocerlo? Hicimos la prueba y en el primer partidillo marcamos cuatro goles, dos él y dos yo. ¿Cómo? Muy fácil. Nos pusieron de delanteros y, cuando sacaba el portero contrario, nos colocábamos junto al área. Como no tenían fuerza para lanzarla lejos éramos pequeñitos, ¡eh! —el balón se quedaba al borde del área. Estábamos cerca del portero y la pelota caía siempre a nuestros pies. La agarraba Andrés, hacíamos una pared y gol. ¡Sólo teníamos ocho años!», explica Mario, que no olvida el resultado de aquel partido (4–1). Tampoco una imagen grabada para siempre en su memoria:

—Nene, ¿te acuerdas de aquellos pantalones rojos que nos venían enormes por todos lados? —le pregunta aún ahora su viejo amigo Andrés.

A mediodía, cuando comenzaba el entrenamiento, una diminuta figura se presentaba en el último instante vestido ya de futbolista y con las botas puestas. Siempre con el tiempo justo. «¡Las que liaba el pobre para venir a entrenar! Su padre estaba en la obra y a menudo no podía traerlo. Nosotros no teníamos problemas porque vivíamos en Albacete. Salíamos del cole, nos íbamos a entrenar y después volvíamos a la escuela. Él, no. Por eso llegaba un pelín tarde», cuenta Mario. Se cambiaba en el trayecto de ida; a la vuelta, tras jugar con sus nuevos amigos, devoraba el bocadillo de chorizo y se bebía el zumo que le había preparado su madre. «¿Por qué entrenábamos a mediodía? Pues porque por la tarde no había campos disponibles. Estaban los alevines, los infantiles, los juveniles… Y porque Balo trabajaba en el casino de Albacete. Andrés llegaba con las botas puestas y con las botas puestas se iba.» Así, todos los martes y jueves se formaba el tándem Andrés­Mario en los entrenamientos, pero la pareja se deshacía cuando llegaba el fin de semana. Mario, por otra parte, no jugaba de titular. Nunca hablaban mucho fuera del campo, aunque tampoco es que contaran con tiempo para ello porque vivían en poblaciones distintas. Andrés, en cualquier caso, nunca se distinguió por su locuacidad.

«Era diferente de los otros críos —explica Pedro Camacho—. No hablaba nada, había que sacarle las palabras a codazos. Era muy atento, muy educado, se diría que sólo sabía decir “sí, señor”.»

Tenía razón Manu: quien veía jugar a aquel niño quedaba prendado de su extraordinaria habilidad. Aun así, era necesario desarrollar esa pericia y había un obstáculo: Albacete, como recuerda Víctor, «no tenía muchos campos por aquel entonces». La liga de los benjamines se jugaba siempre en una parcela donde cada fin de semana se disputaban entre diez y veinte partidos. «No teníamos vestuarios, nos cambiábamos en los coches. ¿Duchas? No, no había —continúa Víctor—. Casi todos los jugadores venían con la ropa de casa. ¿Andrés? Se quitaba el pantalón del chándal y a correr… A veces jugamos partidos en Almansa, en Hellín, en Caudete…»

Sea como fuere, aquel niño tan menudo nunca pasaba desapercibido.

—¡Joder con Andresito, qué barbaridad! —le decían a Víctor.

—¡Madre mía, qué maravilla de chiquillo! —oía su entrenador en cada partido.

«No, no era normal que destacara tanto. Hacía cosas increí­ bles con las dos piernas. ¿Eso se puede enseñar? Sería fácil decir que sí, pero no. Eso no se enseña, eso lo llevaba dentro. Y lo lleva. Era fantástico verlo jugar.»

Desde el día en que llegó de Fuentealbilla, los técnicos tuvieron una sensación extraña. «Nos rebasó a todos, a mí y a todos —confiesa Pedro Camacho—. El chiquillo se salía, pero nadie pensó que se saldría tanto. Para la edad que tenía era una bendición en esas categorías. No cuadraba en ningún sitio, no sabíamos de qué planeta había venido —cuenta aún desconcertado el ex entrenador del Atlético Ibañés—.Era un extraterrestre.»

La voz corrió por toda la provincia. «No teníamos rival, ganábamos casi todos los partidos, nadie nos tosía», recuerda Víctor con indisimulada satisfacción. El equipo benjamín del Albacete empezó a ser conocido como «Andrés y sus compa­ñeros»: Bruno, interior zurdo que rompía los espacios; José Carlos, portero; Mario, a quien Andrés elegía en los entrenamientos para que no se sintiera marginado; Carlitos Pérez, un delantero que llegaría a jugar en la Primera División eslovaca después de que Rafa Benítez lo fichara para el Valencia (aunque no logró debutar en Mestalla), y José David, alias Chapi, así apodado en honor a Chapi (Albert) Ferrer, el lateral derecho que cabalgaba por la banda del Camp Nou en aquella época.

«Todos me llamaban Chapi menos él. ¿Por qué? No lo sé, creo que le daba vergüenza; era el único que me llamaba José —cuenta aquel poderoso defensa que, si era necesario, se comía la tierra para salvar un balón—. Jugaba de lateral, aunque después terminé de central. Acabé en el Sporting La Gineta, un equipo de Tercera División, luego me casé y ya sabéis…», dice sin terminar la frase, tratando de explicar su desencuentro final con la pelota. Cuando vio por vez primera a Andrés, se quedó tan asombrado como Balo, Víctor o Mario: «El día de la prueba pensé: “¿Y éste de dónde ha salido?”. Llamaba la atención entre los doscientos chiquillos que nos reunimos aquel día», dice el lateral derecho de aquel gran equipo infantil. Al igual que Mario, es culé hasta la médula: «¡Si no lo hubiera sido no me habría dejado llamar así! —exclama al evocar aquellos tiempos—. Soy barcelonista de toda la vida. Además, me parecía a Albert Ferrer. Era rápido, agresivo, siempre jugaba con mucho nervio. Y ahora nos seguimos pareciendo: a los dos se nos ha caído el pelo», dice sonriendo José David. Su pasión por el Barcelona ha aumentado (si cabe un aumento) desde que su amigo Andrés triunfa con la camiseta azulgrana.

«Me acuerdo de tantas historias… De muchas. De cómo despuntó Andrés nada más llegar. De lo tímido que era, apenas hablaba, aunque, eso sí, te soltaba luego cuatro palabras y te reías a carcajadas. Le gustaba bromear con los compañeros, pero casi no hablaba. De blanquito no ha cambiado y era muy poquita cosa —cuenta Chapi—, poquita, poquita, ¡eh! Todas las camisetas le venían grandes. Parece mentira: con lo poco que hablaba y la personalidad que tenía en el campo. Era impresionante. Se echaba el equipo a la espalda. ¿Como ahora? Sí, igual que ahora. Tenía un carácter increíble con el balón en los pies. Lo veo jugar con el Barça y pienso: “Andrés juega igual que con nosotros”. Nada le daba miedo. Estaba encargado de tirar los penaltis. Él y Remi eran los capitanes, los dos muy serios. Y Andrés nunca protestaba a los árbitros. No se enfadaba nunca y ya desde niño tenía las cosas muy claras. Compartía habitación con él en el torneo de Brunete y empecé a montar una juerga saltando por las camas, jugando con los niños de los otros equipos, subiendo y bajando por las habitaciones, hasta que en una de ésas Andrés me dijo: “¡José, baja las persianas y apaga la luz, por favor! Mañana tenemos partido a las diez y media. ¡Ahora a dor­mir! Hay que descansar”. Se comportaba ya como un profesional», recuerda Chapi.

Aquellos chiquillos del 84 se lo pasaban bomba jugando al fútbol. Del cole al campo y del campo al cole. «Salían a las doce de la escuela. La jornada era entonces partida y en media hora estaban en la cancha ya cambiados. Andrés no, claro. Tenía que venir desde Fuentealbilla y la carretera no era como la autovía de ahora. Era más complicado. Lo traía su abuelo o su padre. Entrenábamos desde las doce y media o un poco más tarde hasta las dos. El horario era inalterable porque por la tarde no había hueco para ellos. Entrenaban los mayores y no había más campos», recuerda Víctor. Andrés se cambiaba a veces en casa de Manu.

«Tenía permiso del profesor para salir un poco antes —cuenta Balo— y por las tardes recuperaba el tiempo escolar perdido. ¡Qué sacrificio hizo esa familia, Dios mío! Llegaban aquí a la una menos cuarto o así, entrenaba y otra vez en coche para el pueblo.» Fuentealbilla­Albacete­Fuentealbilla: casi cien kiló­metros en tres horas dos veces a la semana.

«Dani venía si había tenido tiempo para dejar a los albañiles en las obras. Si no, lo traía su abuelo», explica el tercer entrenador que tuvo en su tierra. Primero fue Pedro, luego Juanón, después Víctor, más tarde Balo y finalmente Catali.

«¿Hablar? Jamás hablaba. Era un niño muy callado. Calladí­simo. Ni decía “hola” cuando llegaba ni decía “adiós” cuando se iba. Cada sábado jugábamos un partidillo, no de competición, sino para que ellos se divirtieran. Era un chiquillo peque­ ñito, habilidoso, muy habilidoso, sabía esconder el balón. No debía de pesar ni cuarenta kilos. Creo que no crucé una palabra con él», revela Juanón.

«Recuerdo uno de los días, seguramente era viernes, en que nos reuníamos por la noches para hacer balance del fútbol base —cuenta Balo—. Estaban Andrés Hernández, su hijo Víctor y Ginés, claro. “¡Madre mía! ¡Ya verás cuando te llegue Andrés el año que viene!”, me dijeron. Yo no lo había visto jugar después de la prueba porque entrenaba a los alevines y el horario coincidía con el de los benjamines.» Tanto elogiaron al primo de Manu que decidió comprobar por sí mismo las excelencias del muchacho. Aprovechó una rara ocasión en que alevines y benjamines no jugaban a la misma hora. «Llegué al campo y me puse en una esquina.» No quería molestar; ajeno al bullicio de los espectadores y a los gritos de su colega Víctor, sólo deseaba confirmar lo que había oído. «¡Santo Dios! —exclamó para sí mismo—. ¡Qué suerte voy a tener el año que viene!», se repetía cada vez que el diminuto Andrés cogía la pelota. Cuando volvió a cruzarse con Ginés, le soltó entre risas:

—¡El año que viene no me echarás de aquí, Ginés!

Estaba claro que iba a contar con un diamante en bruto. Sólo había que pulirlo. Balo salió de aquella esquina conmocionado: sabía que lo mejor estaba por llegar. Y eso que Ginés le encomendó una ardua misión.

—Mira, Balo, tengo que pedirte un favor muy grande. Te encargarás de los dos alevines, el A y el B. Unos treinta chicos.

—Tranquilo, no pasa nada. En medio campo entreno a uno, en el otro medio a otro y yo en el centro mirando a ambos lados. Harán juntos el trabajo físico y al final jugarán un partidillo entre los dos.

Ginés, contento y Balo, también. Por primera vez en la historia del Albacete, el alevín B, el equipo más joven, ganó al alevín A, el equipo de los niños mayores. Andrés, naturalmente, pertenecía al grupo de los novatos.

«Claro que me acuerdo, ¡ja, ja, ja! Era una liga un poco extraña. El primero y el segundo se jugaban el campeonato a partido único. Y, además, los dos equipos estaban entrenados por Balo. ¡Menudo marrón! Fue un partido reñido, ganó el ale­vín B por 1–0.» Ganó el alevín del «liviano Andrés», según lo describe Bruno Moral, otro de sus primeros compinches en el campo. «Era muy ligero, muy bajito, muy pálido… muy delgado. Llevaba la raya en medio, como si le hubieran pegado un hachazo en el pelo. No tenía pinta de futbolista… ninguna pinta», cuenta Bruno. «¡Fue un año increíble! —exclama Balo—. A mí me conocía mucha gente porque había jugado en el Albacete. Iba por la calle y me preguntaban: “¿Cuándo jugáis? ¿El sá­bado? ¿El domingo? ¿A qué hora?”. El campo se llenaba cada fin de semana. Parecía el Carlos Belmonte. No te preguntaban nunca por el rival.»

—Balo lleva a un chiquillo que juega horrores —comentaban unos y otros.

El rumor circulaba por los campos de tierra o de hierba, por las escuelas y los bares, por toda la ciudad… Los árbitros le decían a Balo:

—Quítalo un rato y así el partido estará más igualado. «Eso lo he vivido. “¡Venga, quítalo un ratito! ¡Sólo un poco, eh!” —Bruno Moral repite unas palabras que reflejan la abrumadora superioridad de su amigo Andrés con la pelota—. Lo veías jugar y pensabas: “¡Qué fácil es!”. Ése es su problema. Lo hace todo de un modo tan sencillo que los demás creemos que lo podemos hacer igual. ¡Y qué va! Es como si jugaras con la Play Station. Siempre encuentra la salida fácil con esa visión periférica que parece dominarlo todo. Es muy jodido, ¡eh! Es jodido estar ahí abajo y escoger siempre la salida adecuada. No sé cómo lo hacía porque desde la grada lo puedes ver, pero ahí abajo… Ahí abajo… Parece que va andando, tienes la sensación de que siempre hace lo mismo, pero no hay manera. A veces pensabas: “Ahora se le va el balón, ya no lo controla, ha tropezado…”. ¡Ni mucho menos! Te metía un cambio de ritmo y te dejaba tirado.

Te engaña, te engaña siempre… Esa sensación cuando eres crío y te ves apurado porque no sabes qué hacer con la pelota —Bruno evoca los instantes angustiosos de un partido—. Te quema el balón. “¿Qué hago? Pues se la doy a Andrés y ya está solucionado todo.” Cuando nos quemaba el balón, todos se la dábamos. No la pierde, la controla, da el pase correcto… Era una delicia. A partir de él empezábamos cada jugada porque, además, martirizaba a los rivales. ¿Cómo? Lo presionaban todos, iban dos o tres a buscarlo, se giraba y, no sabes cómo, salía con el balón en los pies. ¡A la mierda la presión! Lo grande que tiene Andrés es que eso lo hacía con nosotros y lo hizo en la final de un Mundial y en las finales de la Champions.» El relato de Bruno va y viene de Albacete a Johannesburgo, Roma o París pasando siempre por Barcelona. Y no olvida las largas noches de soledad en la Masía.

«Todos hablan, y con razón, de su gol en la final del Mundial. Pero ved el partido. Fijaos, por favor. Vedlo entero. Se echaba cinco metros atrás, como hacía con nosotros, pedía la pelota, empezaba a tirar paredes y a divertirse. Andrés siempre te engaña. Parece enclenque, ¡pero ojo a su tren inferior! Parece lento, ¡pero ojo a esa arrancada en los primeros metros! Parece, parece… No, no te fíes cuando lo veas en el campo. No tenía pinta de futbolista cuando vino y mira dónde está», dice Bruno, el viejo compañero a quien le tocó vivir «la otra cara del fútbol». Terminó tan desengañado de la pelota que finalmente la abandonó. «Acabé un poco quemado. Con dieciséis años llegué a estar en el primer equipo del Albacete, pero no debuté. Hubo cambios de directiva, temas extradeportivos… Luego me fui a otro equipo y en los tres primeros meses no me pagaron… Jugaba de media punta, como Andrés. Antes le pasaba yo los balones, ahora se los dan Xavi, Busquets, Neymar, Messi… ¡Ja, ja, ja!», bromea, feliz con el éxito de un amigo que no ha cambiado el estilo futbolístico de sus primeros años.

«Me acuerdo de un torneo en Santander donde jugábamos, entre otros, contra el Racing de Jonatan Valle —continúa Bruno—. Cada viaje que hacíamos era una odisea para Andrés. Se ponía fatal, echaba de menos a su familia, vomitaba… El día que llegamos había un concurso de habilidades y él no pudo participar porque estaba malísimo. Llegó vomitando. Luego sí pudo jugar el torneo. Era de fútbol siete. Nos habían enviado una carta diciendo que no podíamos llevar tacos de aluminio o de goma. Debíamos usar botas multitacos. Andrés, si no recuerdo mal, se compró unas Umbro azul, pero le venían grandes. Se tuvo que poner algodón dentro para calzárselas mejor. Luego llegamos al campo y era de césped natural. Ellos salieron con taco largo. Nos la jugaron. Perdimos 5–4 y Andrés marcó los cuatro goles. Cuando llega el día clave siempre se echa el equipo a la espalda. Antes y ahora. Al año siguiente, ya como infantiles, volvimos a Santander y ganamos el torneo, pero él ya no estaba. “Ahora que te has ido al Barcelona ganamos nosotros”, le dijimos bromeando.» Pero ya nada fue igual para ellos. Ni, desde luego, para Andrés.

«Todavía guardo en mi casa las cartas que me enviaba Andrés desde la Masía. En aquella época no había WhatsApp como ahora. Y a él le encantaba escribir. No eran cartas cortas, de seis o siete folios cada una. A veces, yo también lo llamaba a la Masía: “Por favor, ¿me pone con Andrés?”. Y ahí nos tenías a los dos contándonos nuestras historias. De vez en cuando desempolvo esas cartas y me emociono.» José Carlos, portero del equipo de Andrés, Mario, Bruno, Chapi y Carlitos, conserva en su casa de Albacete el pequeño tesoro. «¿Qué me escribía? Pues me hablaba de su vida en Barcelona; por ejemplo: “Hoy hemos jugado contra el Castelldefels y hemos quedado 40–0. ¿Sabes una cosa, José? Aquí te lo ponen todo muy fácil. Cuando llegas al vestuario tienes toda la ropa preparada, no tienes que preocuparte de nada…”.» El portero, al igual que los otros amigos, descubría asombrado la nueva vida de Andrés lejos de Albacete, pero también compartía su dolor. «José, esto es muy duro. Echo mucho de menos a mi familia. Pero mucho. Es duro, muy duro», escribía la joven promesa.

«Claro que era muy duro. No sé si yo lo habría aguantado. Era un niño de doce años que se pasaba veintidós horas llorando por todos los rincones de la Masía, intentando además que no lo vieran, y sólo dos entrenando», cuenta José Carlos. Andrés se consumía en Barcelona y aquella congoja agrandaba la añoranza de su lejano patio manchego.

«Recuerdo mi infancia en el pueblo con muchísima alegría y, por supuesto, también con nostalgia. Pasaba las horas en la pista del colegio. Al acabar las clases de la mañana, si no tenía entrenamiento en Albacete, me quedaba con Julián y Abelardo. Casi siempre nos enfrentábamos a chicos que eran tres o cuatro años mayores que yo y jugábamos a tirar cinco penaltis, cinco faltas y cinco disparos desde el medio campo con el portero adelantado. Me encantaba. Jamás olvidaré aquellos veranos, las interminables tardes de fútbol sala con equipos de muchos niños, ni los torneos que organizábamos para las fiestas del pueblo en agosto. Uno debía asegurarse de tener un buen grupo, porque si te marcaban un gol tenías que salir y cuando volvías a entrar te habías enfriado. Recuperar el ritmo era entonces complicado. Me lo pasaba pipa. Solíamos jugar siempre los mismos. ¡Teníamos un equipazo! Nos lo tomábamos muy en serio. Incluso nos concentrábamos antes de jugar la final. ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya locuras! Mi primo y yo apuntábamos los partidos,los goles, nuestras historias… Es que hacíamos pretemporadas, fichábamos a jugadores y a los aspirantes hasta les hacíamos pasar unas pruebas. Todo muy profesional… ¡Nos divertíamos muchísimo! Esos momentos no me los quita nadie, estarán siempre ahí, guardados con mucho cariño, son muy entrañables, la verdad.»

Entre Manu y Andrés se estaba construyendo una historia singular paralela a la trayectoria del equipo. «El salón de mi casa era el estadio. A veces hacíamos la pelota con calcetines para no hacer ruido, para no molestar a los vecinos», recuerda Manu. Y, sobre todo, para no romper nada. «Había partido del Albacete y nosotros teníamos que ir, pero en aquel salón nos lo pasábamos tan bien que más de una vez fingimos que estábamos mal para no ir y poder seguir jugando los dos solos. ¿Cómo? “Me duele la barriga, mejor nos quedamos por si acaso…”.» Esa treta infantil solía tener éxito. Andrés y Manu seguían jugando, mano a mano, en su pequeño estadio familiar. Vivieron juntos experiencias maravillosas.

«Imagina el escenario —explica Andrés—. Un salón, de pared a pared la portería y, unos metros más allá, la bola de esponja para tirar el penalti. También teníamos una canasta que colgábamos en la puerta para hacer tandas de triples. Cada uno elegía a su equipo y luego apuntábamos todo; y cuando digo todo es todo. Estábamos tan obsesionados por nuestros jueguecitos que a veces no íbamos al partido: nos hacíamos los enfermos y nos quedábamos jugando todo el rato.»

«¡Qué días aquéllos, qué días! Lo teníamos todo anotado, montábamos campeonatos con los otros chicos del pueblo», cuenta Manu. Campeonatos reales en el patio del colegio, campeonatos imaginarios en sus cabezas. «Lo hacíamos todo. Éramos entrenadores, jugadores, presidentes… Fichábamos, dá­bamos bajas, levantábamos copas. Éramos un PC Fútbol, pero a lo grande», recuerda el hombre que a principios de los noventa anunció la llegada de un pequeño genio a Albacete.

«Yo era un loco de los juegos, de los piques y esas cosas. Mi primo y yo vivimos historias muy chulas, experiencias que nunca olvidaré. Él es de Albacete y, a veces, yo me quedaba a verlos partidos del Alba y luego me volvía a casa con Juan, un profesor que era socio del equipo —cuenta Andrés—. Me lo pasaba pipa con aquellos torneos de penaltis que montábamos en casa de mi primo. Y sinceramente creo que aquel niño sigue estando en mí.»

Ese niño iba una y otra vez a Albacete frente a las miradas sorprendidas, escépticas y escrutadoras de los más maliciosos o cotillas, siempre atentos a las familias que se salen de la rutina colectiva y desafían el orden cotidiano de las cosas. Vecinos extraños a ojos del tribunal popular que juzga las conductas, una santa y ridícula inquisición formada por hombres o mujeres de moral intachable. Todo el mundo está catalogado en pueblos como Fuentealbilla y, naturalmente, también los Iniesta y los Luján.

«Yo sólo sé que era feliz, muy feliz», dice Andrés, siempre apegado a su patria chica. Los hechos callaron finalmente a quienes ponían en duda su futuro y la sensatez de su familia. Él, ajeno a cualquier rencor, vuelve a las andanzas de su niñez para no perderlas, para retener su magia en la memoria: «El recuerdo de aquellos viajes con mi abuelo o mi padre, siempre con el bocadillo de chorizo y el zumo que me preparaba mi madre, me devuelve a una época fantástica. Ahora lo pienso y me digo: “¡Qué feliz era!”. »

Sí, quizá suene raro, pero para algunos éramos los tontos del pueblo —dice sin señalar a nadie—. A mi padre lo tachaban de loco por creer que su hijo podría llegar a ser futbolista. Sí, estaba loco… ¿Qué opinaban de mi madre? Se preguntaban por qué aquella mujer aguantaba tanto. ¿Y qué? ¿Acaso ocurre algo si uno se queda a medio camino? ¿Qué habría pasado si un día hubiese vuelto al pueblo por no haber tenido la suerte o la valía para alcanzar la meta? Cuando haces lo que crees que debes ha­cer, cuando hay ilusión, cuando tienes fe en ti mismo y, sobre todo, cuando lo haces con cariño, con todo el amor del mundo, todo eso no importa.

Aquel chiquillo tenía una fe ciega en que llegaría a lo más alto sin adivinar siquiera la altura de la cima o la longitud del ascenso: la vida, al fin y al cabo, era para él un partido de fútbol sin fin. En cualquier caso, los reproches y habladurías se fueron apagando a medida que aumentaba la corte de aduladores. Tanto aumentó con su fama que a veces parecía la estrella de un circo ambulante.

«Yo era un medio centro de los de antes. Un cinco defensivo, un destructor, vamos—recuerda Catali, exjugador del Albacete y último entrenador de Iniesta en su tierra—. Cuando me daban el balón intentaba devolverlo lo antes posible. Un día, por fin, vi a Andrés… Lo sabía todo sin que yo le dijera nada. Antes de recibir la pelota ya sabía lo que pasaba a su alrededor. A los chiquillos les decía: “Al recibir la pelota, levantad la cabeza y mirad”. Con él no hacía falta. Todavía hoy me asombra verlo. Antes de que le llegue la pelota sabe quién está a su alrededor y, sobre todo, por dónde debe irse.

«Cuando juega con el Barça o con la selección no le pierdo ojo —prosigue Catali—. Por su color de piel, tan blanco, lo distingues enseguida. ¡Pero cómo es posible que haga esas cosas! Consigue ver lo que nadie intuye, su mirada llega más lejos.» Catali, al igual que Víctor, Juanón o Balo, sigue sorprendido por la humildad de aquel «minúsculo» jugador que, para la fantasía de los albaceteños, había convertido su modesto equipo infantil en el Brasil del gran Pelé.

«Lo ganábamos todo. En local, en provincial… Absolutamente todo. Había tanta diferencia con los demás equipos que no perdíamos ni un partido. “¡Qué equipazo tiene el Catali!”, decían. “Claro, ¡como él ha jugado en Primera!” ¡Qué va! Eran ellos. Contábamos con Andrés, pero también con cuatro o cin­co chiquillos muy buenos. Unos tienen suerte y llegan, otros no se entregan… Es la vida. »

«Sí, yo también puse a Andrés de capitán. Lo pones porque es el líder del equipo. El líder futbolístico. Ahora me gusta verlo de capitán, ver cómo le dice cosas al árbitro, algo que no hacía con nosotros. Ya nos costaba que hablara con sus compañeros y conmigo, ¡como para hablar con el árbitro!» El entrenador suministraba a aquellos bisoños jugadores las instructivas píldoras de su sabiduría. Por ejemplo: «Si vas de sobrao, no te comes un torrao». Así eran las frases «catalinas».

Ir de sobrao. Algo imposible en una familia modesta y trabajadora consagrada a la causa de Andrés. José Antonio estaba convencido de que Dani sería olvidado y de que su hijo brillaría con luz propia en el firmamento del fútbol. Y ningún Luján le llevaba la contraria, aunque sólo fuera porque el niño parecía más feliz que unas castañuelas.

«Mis padres no tenían ni para pagar las letras, pero se dejaron un pastón para comprarme unas Adidas Predator en cuanto salieron a la venta. Querían que su hijo jugase con las mejores botas del momento. ¿Crees que les importaba llegar justísimos a fin de mes si así podían ver a su hijo jugando con las botas nuevas?» Iniesta ya no calza unas Adidas porque ahora es bandera comercial de Nike: la multinacional estadounidense descubrió hace diez años lo que antes vieron Pedro, Víctor, Juanón, Balo y Catali. Un descubrimiento con consecuencias publicitarias.

«Mis padres se merecen lo mejor. Todo lo que hicieron por mí durante esos años en que uno no sabe si va a poder ser profesional tiene muchísimo valor. Eres muy joven y pueden pasar muchas cosas. Además, vives en un pueblo. Quienes nos hemos criado en un pueblo sabemos cómo funcionan las cosas. Mis padres han tenido que aguantar mucho, más de lo que nadie puede imaginar. No es fácil, nada fácil. Ni mucho menos. No fue fácil para ellos. No es fácil acostumbrarte a que hablen de ti o digan no sé qué bobadas. Por eso le doy las gracias, por eso agradezco su inmenso coraje. El tiempo nos ha dado la razón.»

El tiempo puso a cada uno en su sitio y, en efecto, acabó dándoles la razón a José Antonio, a Mari, al primo Manu… A aquel jovencito que cada día cantaba las excelencias del niño. «Mi primo es bueno, muy bueno, tenéis que verlo», repetía a diestro y siniestro. Eran los tiempos en que Johan Cruyff levantó la primera Copa de Europa ganada por el Barça. A buen seguro que Andrés vio al dream team en la televisión del bar Luján, allí donde driblaba a las sillas como si fuera la reencarnación de Laudrup y filtraba pases con la plasticidad de Guardiola.

—¡Venga!, ahora hago lo de Laudrup —le decía a Mario, su fiel compañero en los entrenamientos—. Una croqueta de derecha a izquierda, ¿vale?

Andrés improvisaba regates en un pueblo de Albacete y Laudrup impartía doctrina en el dream team de Cruyff. Corría el año 1992, el año mágico de Barcelona y el barcelonismo. De Barcelona, futuro hogar de Iniesta, porque los Juegos Olímpicos despertaron a la ciudad de su letargo y la proyectaron al mundo. Del barcelonismo, porque en Wembley se derribó por fin una vieja barrera que parecía infranqueable. Aquella primera Copa de Europa fue el prólogo de una revolución futbolística, el primer anuncio del Barça que forjarían Rijkaard, Guardiola y Luis Enrique. Un Barça que ahora tiene en Messi a su estrella más visible y en aquel niño manchego al mejor guionista: suyo es el argumento de la obra.

«Los jugadores preferidos de Andrés eran Laudrup y Guardiola. Sí, sé que lo ha comentado después en varias ocasiones, pero yo ya lo sabía entonces —presume, y con razón, Mario—. Tenía dos jugadas: la croqueta de Laudrup y el gesto de Guardiola. ¿Qué gesto? Mirar a todos los lados antes de recibir el ba­lón. Eso lo hacía siempre —revela su amigo—. Lo esperabas, pero luego no había manera de pillarlo. Siempre se iba.» Michael: su croqueta y su pase. Pep: su visión panorámica y su clarividencia. «Cuando lo veo pasarse el balón de una pierna a la otra, me recuerda a mí», admite Laudrup, sin duda orgulloso de su discípulo. «Tú, Xavi, me quitarás el puesto, pero este chico que ha venido hoy a entrenar nos lo quitará a los dos», cuenta Guardiola cuando recuerda el primer entrenamiento de Andrés. Apenas tenía dieciséis años y entró silenciosamente en el vestuario del Camp Nou. Con los años hablaría su fútbol y sería elocuente. Iniesta no llegó al estadio con un bocadillo y una pelota de goma: el nuevo balón ya estaba a sus pies.

¿Quién es Andrés Iniesta? Ha protagonizado algunos de los momentos más extraordinarios de la reciente historia del fútbol. Su gol en la final de la Copa del Mundo de 2010, en el tiempo de descuento, después de un partido épico. Sus pases aparentemente imposibles en los momentos más decisivos de los partidos más trascendentes. Y, al mismo tiempo, tras la gloria de sus acciones en el terreno de juego, se ha mantenido como un tipo discreto, educado, tranquilo, celoso de su intimidad.

author avatar
Redacción/SinEmbargo
Sed ullamcorper orci vitae dolor imperdiet, sit amet bibendum libero interdum. Nullam lobortis dolor at lorem aliquet mollis. Nullam fringilla dictum augue, ut efficitur tellus mattis condimentum. Nulla sed semper ex. Nulla interdum ligula eu ligula condimentum lacinia. Cras libero urna,
Redacción/SinEmbargo
Sed ullamcorper orci vitae dolor imperdiet, sit amet bibendum libero interdum. Nullam lobortis dolor at lorem aliquet mollis. Nullam fringilla dictum augue, ut efficitur tellus mattis condimentum. Nulla sed semper ex. Nulla interdum ligula eu ligula condimentum lacinia. Cras libero urna,
en Sinembargo al Aire

Opinión

más leídas

más leídas