En 1989 Homero Aridjis y Fernando Césarman coordinaron un libro maravilloso, Artistas e intelectuales sobre el ecocidio urbano, y mi memoria le agrega al título de la Ciudad de México, tal vez porque fue publicado allá y porque sus múltiples colaboradores hablaban de allí mismo. Yo lo compré usado cuando iniciaba la universidad y me encantó, lo cargaba para todos lados, lo mostraba a quien podía, memorizaba algunos de los poemas (aún recuerdo casi todos los versos de ¡Salud!, de Ethel Krauze) que luego declamaba de pie sobre una mesa en alguna de las cafeterías del Tec en ese pequeño lapso que va entre que te subes a la mesa y llegan los guardias a bajarte o te tunden tus compañeritos con servilletas, vasos y platos de unicel.
Me gustó tanto que lo regalé. Lo hice con esa tranquilidad juvenil de quien confía en que un libro es para siempre, que luego lo encontraría de vuelta en alguna librería o biblioteca. Pero no: ése libro está justo en el limbo de lo que no es tan reciente como para promoverse en redes sociales ni tan viejo como para ser “rescatado” por la web. Así que no existe. Peor: según nuestra memoria colectiva que llamamos “internet”, básicamente, nunca existió, a pesar de que ahí colaboraron autores como Fuentes, Monsiváis, Zaid o David Huerta y artistas plásticos como Francisco Toledo o Pedro Coronel (es decir, el topus uranus del momento). Incluso en el portal de la Enciclopedia de la Literatura en México es un libro que no se menciona ni en la entrada para Aridjis ni en la de Césarman.
Borrado: como si los artistas e intelectuales de este país jamás se hubieran preocupado por la catástrofe ambiental.
Y es que así parece. Cuando utilicé la palabra “ecocidio” en un ensayo para una clase de la maestría en ecología de zonas áridas, mi entonces profesor, el Dr. Ricardo Rodríguez Estrella, montó en cólera: “¡eso no existe!, ¡eso se lo inventó Césarman con un poetita!, ¡aquí hacemos ciencia!”
Eso: a los ecólogos no les gusta el aire místico o poético que suelen tener este tipo de publicaciones ambientalistas.
Pero a los escritores nacionales tampoco parece gustarles esa mística ni el catastrofismo ambientalista ni, mucho menos, los tecnicismos de la ecología y, si buscamos de 1989 para acá, encontraremos que pocos autores –a pesar del Protocolo de Kioto y demás cumbres en medio de la debacle ambiental- han escrito algo al respecto (está, por ejemplo, No será la tierra, de Jorge Volpi, o La soledad de los animales, de Daniel Rodríguez Barrón).
Las editoriales, parece, prefieren publicar textos extranjeros al respecto.
Así, el hecho de que una editorial pequeña (an.alfa.beta) y un grupo de autores (Antonio Hernández –el coordinador y único biólogo del libro-, Ximena Peredo, Sara Luz Sánchez y Claudio Tapia) hayan publicado un libro para dar cuenta de uno de los últimos ecocidios más estúpidos de nuestro país es algo destacable.
¿Cuál es este ecocido estúpido?: la construcción del nuevo estadio de Rayados de Monterrey sobre 30 hectáreas de lo que era la región de matorral submontano del bosque de La Pastora, uno de los poquitísimos pulmones urbanos de una de las ciudades más contaminadas del país (y digo una de las más porque, dependiendo la fuente, se disputan el deplorable primer sitio Monterrey, Mexicali y, por supuesto, la Ciudad de México).
El libro da cuenta de todo el proceso “legal” para el regalo –sí, ésa sería la palabra más adecuada aunque no la que se usó “legalmente”- de los terrenos a grupo FEMSA por parte del gobierno pues eran de propiedad pública, de los dimes y diretes en los periódicos, de los dribles y burlas –en términos futbolísticos- a las legislaciones ambientales, de la historia de lucha del Colectivo en Defensa de La Pastora, del peso corporativo histórico de uno de los grupos empresariales más importantes y queridos por la sociedad regiomontana, de lo que se podía ver ahí –entre sabinos y encinos del río La Silla-, de cómo se fue transformando y en lo que quedó, de cómo se demonizó el lugar como un sitio baldío, peligroso y sucio y la propaganda/publicidad de la iniciativa privada/gobierno como los nuevos superhéroes que habrían de rescatarlo.
En resumen: da cuenta de lo que era, de cómo se destruyó, y cómo se consolidó un negocio privado bajo el falso argumento de un interés público (“es que a todos nos gusta el futbol, es muy nuestro”).
Sólo me hizo falta, por mi deformación como ecólogo, una explicación más profunda y simple de la importancia y servicios ambientales que otorga, por un lado, un ecosistema de matorral (pues en nuestro imaginario mediático estamos acostumbrados a “defender” ciertas ideas de naturaleza: la selva tropical o el bosque de pinos, por ejemplo) y, por otro, de la relevancia de lo que en ecología se conoce como “zona buffer” o “zona de amortiguamiento” de un área natural protegida (sin éstas, en resumen, el área natural protegida está condenada a desaparecer).
Éste es uno de esos libros que deben de existir, de los que ojalá no se pierdan en el limbo del tiempo y la memoria, como ocurrió con el de Aridjis y Césarman, uno de esos libros que nos ayudarán a explicarles a nuestros hijos y nietos cómo fue que mandamos a la chingada el mundo en que vivíamos, ya fuera porque estuvimos del lado de la devastación –aunque sea sólo por hacer oídos sordos- o porque luchamos y estuvimos del lado derrotado: así perdimos, m’ijo, hay que aprender pa’ no repetir los errores.
El bosque de La Pastora: memoria y lucha
Antonio Hernández (Coord.)
Editorial an.alfa.beta
2015, 88 pp.