Jorge Alberto Gudiño Hernández
25/03/2017 - 12:00 am
Enajenarse
No ahondaré sobre lo común que resulta toparse con personas inmersas en la vastedad de sus teléfonos celulares. Abundan por doquier y mucho se ha dicho en torno a ellos. Es común verlos incluso en eventos sociales o propiciando que el aburrimiento de sus hijos se atenúe con un dispositivo en sus manos. No ahondaré […]
No ahondaré sobre lo común que resulta toparse con personas inmersas en la vastedad de sus teléfonos celulares. Abundan por doquier y mucho se ha dicho en torno a ellos. Es común verlos incluso en eventos sociales o propiciando que el aburrimiento de sus hijos se atenúe con un dispositivo en sus manos. No ahondaré en ello pues ya mucho se ha dicho.
Sin embargo, es un asunto que me preocupa no en el plano colectivo, sino en la experiencia cercana. Desde diversas perspectivas. Yo mismo, para iniciar con lo más inmediato, me he descubierto con horas perdidas por culpa de los juegos insulsos o por esa necesidad creada de enterarme de las cosas que publican personas conocidas en diferentes redes sociales. Tan es así, que he considerado seriamente borrar aplicaciones por doquier de mi teléfono celular. He vivido sin él y sin ellas la mayor parte de mi vida como para que la dependencia sea mayor que mi voluntad (aunque esta última siempre ha sido algo frágil). Si no lo he hecho es porque, cada tanto, me convenzo de que forma parte de mi trabajo o de que no tiene nada de malo entretener a mi ocio unos cuantos minutos con un juego simple y repetitivo. Sobre todo, considerando que tengo varios periodos de espera a la semana.
Los problemas son evidentes: el menor es que una cosa lleva a la otra. Si me entusiasma el juego, entonces lo procuro cuando ya no es el ocio quien me acompaña. Entonces utilizo el tiempo de otra cosa, seducido por esa hidra que cabe en la palma de mi mano. El otro, mucho más grave, es el de la pérdida del silencio. Antes, cuando uno aguardaba en una fila, en el tránsito, en un café a la espera de alguien, sólo hacía eso (más, cuando habíamos olvidado el libro en turno y esas pequeñas tragedias domésticas se multiplicaban). Así, nos quedábamos un buen rato con nosotros mismos. No exagero ni miento al asegurar que así se me ocurrieron mis mejores ideas (que no haya podido ejecutarlas es asunto aparte). También es como sucedieron los diálogos conmigo mismo más interesantes.
Ahora parece que estoy en un eterno boicot contra ellos.
Si no borro las aplicaciones y los juegos es porque temo al síndrome de abstinencia. Me convenzo, a partir de ese otro diálogo que es de poca calidad, que no me hace mucho daño, que podré superarlo pronto. Es la voz interior de cualquier adicto, lo acepto y, aun así, continúo sin borrarlos. Estoy enajenado.
Me preocupa el asunto por mis hijos. A diferencia mía, ellos no conocen la vida sin estos dispositivos electrónicos. Los han visto en mis manos y en las de casi todos los adultos que los rodean. Peor aún, los han visto en las manos de sus amigos e, incluso, han jugado con ellos. Y les gusta, por supuesto. Aunque somos padres que procuramos que utilicen estos dispositivos el menor tiempo posible y siempre junto con nosotros, lo cierto es que podemos distinguir con claridad la enorme influencia que éstos ejercen. No los prohibimos por completo porque también sabemos (tal vez estamos errados) que no tenemos derecho a restringirles una parte de su realidad y de las de sus amigos. Así que nos limitamos a poner reglas a la espera de que éstas funcionen.
Sé de unas cuantas personas (muy pocas) que son adultos funcionales y no tienen teléfono celular. Sé, también, de una nueva moda que aboga por la desconexión.
Si no me sumo a ella es porque necesito estar comunicado. Lo sé, antes no lo estaba pero ahora lo necesito. Sin embargo, preciso de mi silencio. Lo quiero de vuelta. Además, se educa mejor con el ejemplo y mis hijos ya me han visto demasiadas horas con el teléfono en la mano, con la mirada perdida en la pantalla, con la enajenación atrapándome.
Entonces, en un acto de pura congruencia, me dispongo a borrar varias aplicaciones. Tal vez sea difícil volver a esos diálogos con mis propias ideas pero siempre habrá libros que me hagan compañía y prefiero que mis pequeños me vean con la vista extraviada entre las páginas que frente a la tentadora luminosidad. Así pues, inicio el duro proceso para desenajenarme. Ya habrá ocasión de hablar al respecto. Supongo, de antemano, que será duro como con todas las adicciones pero el resultado será positivo. Veremos.
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