Jorge Alberto Gudiño Hernández
11/03/2017 - 12:00 am
Saber menos que ellos
Los niños tienen no sólo el derecho sino la obligación de tener un panorama de expectativas diferente al de los padres. ¡Enhorabuena!
Tengo dos hijos, uno de seis años y el otro de tres. Sobra decir que una buena parte de mis conversaciones cotidianas giran en torno a ellos. Fueron tres, a lo largo de esta semana, las que me hicieron caer en la cuenta de algo que era inevitable pero que ahora me abruma como una certeza.
No exploraré las causas pero el asunto es que, ahora, a mis dos hijos les interesan los Pokemón. No sólo por la caricatura sino por ciertas tarjetas que se intercambian entre varios niños y con las que juegan. Aclaro: el juego que se puede desarrollar con dichas tarjetas, es sumamente complicado. Por fortuna, mis hijos están pequeños y, de momento, se conforman con un intercambio bastante elemental.
El rango de edad entre los padres de los compañeros de mis hijos es bastante amplio. Hay una diferencia de más de veinte años entre el mayor y el menor. En otras palabras, el más viejo de ellos tiene la misma edad que el papá del más joven. Así que el asunto de las generaciones es un lío.
Ahora las conversaciones. La primera. Mi casera es doctora en historia. En una de nuestras tantas pláticas, me dijo que, hasta el siglo pasado, la línea del conocimiento persistía del abuelo al padre y de éste al hijo. De esta forma, los nietos podían respetar la sabiduría de los abuelos. Esto, hoy en día, casi ha desaparecido debido a la velocidad con la que se genera información. Pensé, de inmediato, en los Pokemón y de todo lo que debo confesar que ignoro cuando uno de mis pequeños me pregunta quién ganaría entre un mono verde y uno naranja, por ejemplo.
La segunda. El viernes pasado nos invitaron a comer a casa de unos amigos de la escuela. Justo la de aquéllos cuyo papá es el más joven de la generación. Cuando llegamos al tema de los Pokemón, él se mostró entusiasta: por fin sus hijos se habían vuelto interlocutores válidos para sus propios divertimentos. Él también había crecido con los Pokemón y sabía mucho al respecto. Incluso, aprovechó para explicarle a todos los niños cosas que ninguno sabía. Estaban encantados. Yo, con cierto pesar y otro tanto de curiosa inquietud, vi que estaba más cerca de mis hijos que yo. Al menos en ese tema.
La tercera. El domingo pasado presenté mi novela más reciente en la Feria de Minería. Me acompañaron Liliana Blum y Gastón García Marinozzi. Él iba acompañado de sus respectivos hijos que son un año mayores que los míos. Al terminar, fuimos a comer y después nos dejamos guiar por su hijo mayor a una extraña plaza comercial, a unas cuadras de la Feria: la Frikiplaza. No haré un recuento de todo lo que vi. El asunto es que, entre otras cosas, había decenas de puestos de Pokemón, desde disfraces hasta tarjetas, pasando por muñecos, gorras y peluches. En uno de los pisos, incluso, había mesas donde varios adultos jugaban con tarjetas. Ellos sí, entendiendo y utilizando todas las reglas de juego. Salimos pronto abrumados por un mundo desconocido. Entonces Gastón me dijo algo que apenas alcanzo a parafrasear: los Pokemón sirven para darnos cuenta de que los intereses de nuestros hijos ya están en un sitio al que no tenemos acceso. Y no es que no tengamos la capacidad de adentrarnos a ese mundo, de aprender lo necesario y de volvernos expertos en esos temas. El asunto es que no nos interesa la inversión de horas y conocimientos que ello implicaría.
Salí de ahí con dos Pokemón de plástico y muchas dudas.
En realidad, Gastón sabe lo que dice. Y esto me abrumó un buen rato. Pronto, sin embargo, descubrí que estaba bien. Los niños tienen no sólo el derecho sino la obligación de tener un panorama de expectativas diferente al de los padres. ¡Enhorabuena! Además, quizá pronto corra con suerte y mis pequeños se acerquen, para bien o para mal, a mis intereses de la misma forma en que los hijos de nuestro anfitrión del viernes lo miran como un gurú.
Simple crecimiento, supongo. De todos. De mis pequeños, por supuesto. De mí mismo, al aceptar que nuestros intereses divergen. La misión, ahora, será procurarles la posibilidad de ser felices a la distancia y, sobre todo, de propiciar escenarios en los que compartamos nuestras pasiones. Alguna idea de la felicidad se fragua en el proceso: la de verlos ser, por ellos mismos; la de intentar acercarnos; la de compartir nuestros gustos y nuestras obsesiones.
No me gustan los Pokemón, lo admito. Tampoco esa idea que nos han regalado, la de la distancia. Sí, en cambio, la de la posibilidad de querernos en nuestras diferencias. Es una reconfortante forma de estar contentos.
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