Alan Wolfe, profesor de ciencia política en la Universidad de Boston, publicó hace unos años en España un libro que lleva el sugerente título La Maldad Política: qué es y cómo combatirla, en él se plantea una serie de preguntas de investigación sobre este tema de actualidad en las sociedades contemporáneas: ¿Cómo se manifiesta? ¿Cómo surge? ¿Existe realmente? ¿Está dentro de cada uno de nosotros o por el contrario nace en algunos sujetos concretos? Y, más allá de eso, ¿de qué manera se manifiesta en la política? La era Trump para muchos pareciera ser la viva representación de la maldad y quizá como nunca con un alcance impredecible, como la incertidumbre que traen hoy millones de inmigrantes legales e ilegales en los Estados Unidos de Norteamérica.
La maldad evidentemente existe como potencia entre todos los seres humanos y depende de las emociones, necesidades y autocontrol que cada uno pueda desarrollar. Es parte, vamos, de la naturaleza humana. Sin embargo, como todo, la maldad adquiere cada vez formas más sofisticadas, complejas incluso como representación institucional que distan mucho de la dosis y alcance de maldad que puede desarrollar cada uno de los individuos.
Y es que es muy sencillo, a diferencia de la maldad individual, las posibilidades que se pueden desplegar desde el poder llegan a ser prácticamente ilimitadas y depende del talante del gobernante, como del grado de concentración que este puede tener ante la ausencia de contrapesos.
Hoy, pasamos por un momento de definiciones estructurales que no pueden verse únicamente desde la frialdad de la macroeconomía como pretende el discurso oficialista que vive preocupado con los indicadores de inflación, tipo de cambio, ventajas competitivas o riesgo país, sino desde una perspectiva menos formalista, más desde el ángulo de la psicología o la sociología, sobre lo que anima a los personajes del poder y sus aliados en el mundo de la economía.
Sin embargo, podría decirse para evadir la discusión que no hay peor maldad sistémica, que aquella generada en lo que Marx llamaba la reproducción ampliada de capital, bajo la fórmula infalible de Dinero-Mercancía-Dinero incrementado, pero detrás de ello en el circuito capitalista están hombres y mujeres de carne y hueso, con sus filias y fobias, clasismo y racismo, y en un país como el nuestro siempre tan desigual, los sentimientos afloran y es inevitable no leer las expresiones del poder.
Desde eso que se llama el metalenguaje podemos interpretar muchas cosas. Desde las decisiones que se adoptan en función de un poder representado hasta las muestras de desprecio que se manifiestan en el ámbito privado, pero también en el público (el discurso del odio, dice Enrique Krauze). Como nunca los medios de comunicación y las manifestaciones en las redes sociales muestran una sociedad polarizada contaminada las más de las veces por el rencor y el odio al diferente.
Y, justamente en ese vértice, podemos ver algunos indicios de la maldad humana. La maldad como lo señala el profesor Wolfe alcanza a la política o mejor todavía es donde llega lograr los mayores niveles de sofisticación. Más, todavía, en sociedades autoritarias con fuertes dosis de patrimonialismo que hacen enemigo en automático a quien o quienes ponen real o infundadamente en peligro el status quo. Allí ante la ausencia de contrapesos, el poder se vuelve arrogante, soberbio, déspota e impone por la fuerza sus muy particulares puntos de vista.
Y la política mexicana tiene mucho de eso. La cultura del “haiga como haiga sido” y el “no me pagues, pero ponme donde hay”, o el “te veo pero no te escucho”, no se ha erradicado sino adquiere cada vez formas más sofisticadas o peor aun abiertamente descaradas, como son los innumerables actos de corrupción en la esfera pública, y la peor de las maldades es la que se ejerce para garantizar la impunidad de aquellos actos que lastiman los bienes y servicios públicos.
Ya sabemos lo de las “mochadas”, lo que habla de una gran dosis de inmoralidad y maldad, porque cuando el dinero público no llega a donde más se le necesita los más pobres salen perdiendo.
Es más, ¿Hasta dónde muchas de las decisiones que adoptan los políticos con cargo a los ciudadanos no se hacen al calor de una molestia provocada por los humores públicos? Recordemos las Biografías del Poder de Enrique Krauze, quien en esa obra muestra como los presidentes tomaban no siempre las mejores decisiones en medio de migrañas como sucedió a López Mateos o con la pena de considerarse un hombre feo, como ocurrió con el impresentable Díaz Ordaz.
Y eso hoy en las redes sociales, es nada, sobre lo que se dice de las figuras del poder. ¿Qué no se dice de Peña Nieto, Salinas…?
El tema de la información es un asunto de los periodistas y los ciudadanos. Ya lo decía el profesor Robert Dahl que la información es el tema de fondo de las democracias. Una buena democracia se mide con la cantidad y calidad de la información que tiene el ciudadano para tomar sus decisiones.
Pero, los políticos que ahora con mucha frecuencia se reivindican católicos, bien portados, quizá en un ejercicio de purificación y expiación de culpas pasadas y futuras, practican la maldad de distintas maneras, cuando se roban el dinero público o adoptan políticas contrarias al interés de la sociedad, o ¿Acaso no hay maldad cuando las mayorías parlamentarias deciden contra todo el país llevar adelante reformas que lastimaran las finanzas personales y los servicios sociales?
Claro, que la hay, ahí está la decisión de una reforma fiscal recaudatoria que va a afectar la economía de millones de familias en forma irreversible y provocara seguramente el cierre de muchas pequeñas y medianas empresas, que actualmente sobreviven con grandes dificultades; ahí está, también, la práctica desaparición de Pemex como palanca de sustentabilidad de la política social (salud, vivienda, educación, etc.) que reducirá el suministro de recursos a sus instituciones que sus nuevos dueños no podrán ni querrán resarcir para el bienestar de los mexicanos más necesitados; más todavía, la reforma laboral que se fundamenta principalmente en el libre juego de la oferta y la demanda, qué dejara a más desprotegidos a los desprotegidos.
Se podrá decir que esto no es maldad, que la lógica de estas decisiones no radica en que uno o varios miembros de la clase política conspiren contra sociedad mexicana, qué esto los rebasa; que es una adecuación a las políticas de los organismos financieros internacionales, y justamente ahí es donde radica el tema de la maldad sistémica.
Hay maldad en la discriminación, pero más en la desigualdad que provoca, la falta de oportunidades para que la gente se desarrolle y tenga una mejor vida, más digna y humana.
En definitiva, el profesor Wolfe, busca en una forma heterodoxa y creativa, volver a lo básico en el análisis del tejido social, utilizando una categoría de uso común pero despojándolas de cualquier tinte religioso o evitando aquella máxima del teniente coronel nazi Adolf Eichman, uno de los responsables del Holocausto, quien se defendía diciendo que lo hecho había sido sin maldad y esto era una cuestión normal. Lo dijo sin rubor durante los juicios de Nurenberg y de otra forma también lo dijeron los militares golpistas argentinos y chilenos que acudieron a la llamada “obediencia debida” para justificar sus crímenes. Sus maldades.
Así razonan muchos políticos mexicanos y justifican sus votos con cinismo y un cuestionable sentido de responsabilidad con el partido o el poder fáctico qué se encuentra detrás de ellos y es entonces, donde la banalidad de la maldad, nos alcanza a todos y se vuelve nuestra normalidad. La normalidad del robo y el abuso.
En fin, Wolfe da un aliento intelectual, digno de reflexión en los tiempos de Trump pero también de socavamiento de la política como posibilidad colectiva.