“Papá, ¿me pones otro de La Directora?”, dice mi hija y se refiere a que cargue un video de Alondra de la Parra en Youtube. Le encanta. Desde la primera vez que la vio dirigiendo una orquesta quedó fascinada. Pero ahora, justo después de que vimos/oímos por enésima vez el «Huapango» de Moncayo, dijo algo más: “¿Dónde se estudia para dirigir una orquesta? Cuando sea grande quiero ser mamá y también directora.” Si no existiera Alondra de la Parra, ni manera de verla por internet pues en mi rancho la oferta cultural es bastante reducida, ¿habría tenido mi hija esa idea?
Dicho de otro modo, ¿qué tanto influyen los pioneros en la conformación de nuestro ideario de posibilidades, en nuestros sueños para hacer tal o cual cosa?
Cuando era niño y vivía en Los Ángeles a finales de los 70, tenía dos ídolos obvios: el Toro Valenzuela y Poncharelo, el personaje “mexicano” de esa serie-propaganda que intentaba decirnos que la policía era buena onda en una de las ciudades más violentas del mundo. De hecho, cada que nos subíamos al carro de alguien y tomábamos el freeway, me pegaba a la ventanilla para ver si distinguía entre los patrulleros motociclistas a Poncharelo. No era que deseara ser policía de grande, sino que este personaje significaba para mí la posibilidad real de que un mexicano pudiera ser alguien importante en Estados Unidos. También Valenzuela, pero a mis cuatro años de edad ya me quedaba claro que los deportes no eran lo mío. Así que Poncharelo era el único. Porque cada que íbamos a esos lugares ñoños que me gustaban más –al observatorio de Monte Palomar, a los museos de ciencia, a LACMA, al acuario de Scripps o al zoológico de San Diego- me la pasaba buscando nombres en español para ver si ahí también había algún mexicano, pero nunca di con ninguno. Sólo, y casi de sesgo pues su trabajo no era el principal, ubiqué alguno en Universal Studios y en Disneilandia.
De modo que mi infancia, como la de cualquier otro mexicano mayor de cuarenta años, estuvo marcada por la ausencia de modelos a seguir que fueran significativos e interesantes. Porque, siendo sinceros, el porvenir como patrullero tampoco era lo más alentador del planeta. Así que cualquier cosa que soñara conllevaba la complicación de imaginarme como otro (¿Qué tanto me parezco a Carl Sagan, mamá? ¿A Yuri Gagarin?) o la épica de ser “el primer mexicano que…”, misma que muchas veces implicaba la negación del sueño: si ningún mexicano lo ha hecho, probablemente es porque ningún mexicano puede hacerlo. No quiero sonar fatalista, sólo transcribo lo que llegué a sentir en varios momentos o lo que me dijeron varios de mis compañeros y amigos en la primaria, de vuelta en México: “yo quisiera ser astronauta, pero no se puede si no eres gringo o ruso”, por ejemplo.
Cuando nació mi hija volví a pensar en lo mismo: a qué personas puede ver para que le quede claro que ella puede lograr lo que quiera en su vida. Porque además, en su caso, la estigmatización de roles va por partida doble.
Por suerte, y es importante decirlo en estos tiempos en que a veces parece que volvemos a 1934, el mundo ha cambiado mucho en 40 años. Ya hubo un astronauta mexicano (Neri Vela), uno chicano (José Hernández) y varias mujeres, aunque ninguna ha sido mexicana. Tres premios Nobel en áreas diferentes (paz, Alfonso García Robles; literatura, Octavio Paz; y química, Mario Molina). Más aún, una científica mexicana lo ha recibido dos veces al formar parte de una institución galardonada: Ana María Cetto. Hay doctoras, abogadas, pilotas (Emma Catalina Encinas, civil, y Andrea Cruz Hernández, militar), ingenieras, exploradoras, artistas, escritoras, atletas de primerísimo nivel (Ana Guevara, Lorena Ochoa, Soraya Jiménez…), comerciantes, magnates, periodistas, grandes líderes sindicales (ok, Gordillo no es un modelo a seguir), gobernadoras (Griselda Álvarez, por mencionar a la primera), alcaldes, diputadas, senadoras y candidatas a la presidencia de la República (Ok, mejor que no se dedique a la política), etcétera.
Y sí, el mundo sigue siendo un mundo machista y colonialista, donde nacer en África o Latinoamérica implica que te costará más trabajo hacer realidad tus sueños. Sin embargo, oyendo a mi hija pedir un video de Alondra de la Parra, preguntándome por la “científica de las células” (Lynn Margulis), la “mamá que pinta gatitos” (Leonora Carrington) o por mis amigas que “también escriben cuentos” (muchas), no puedo evitar sonreír ni agradecer a todas estas mujeres, de mi generación, o de las generaciones de mis padres y abuelos y anteriores, su lucha. Esta lucha que no tiene marcha atrás a pesar de los líderes misóginos (Women’s March). Gracias a todas ellas es muy probable que a mi hija le cueste mucho menos trabajo que a mí, cuando tenía su edad, imaginarse un futuro más allá de ser pícher o patrullero motociclista.