Jorge Alberto Gudiño Hernández
14/01/2017 - 12:00 am
Las calaveras de mi hermano
El fin de semana pasado, mi hermano, su novia y un par de amigos decidieron ir a jugar billar. Se dirigieron, entonces, a la colonia Del Valle. Si bien es cierto que pocos de nosotros habríamos hecho ese mismo recorrido de haber tenido un antojo similar, ellos sólo buscaban divertirse. En otras palabras, iban […]
El fin de semana pasado, mi hermano, su novia y un par de amigos decidieron ir a jugar billar. Se dirigieron, entonces, a la colonia Del Valle. Si bien es cierto que pocos de nosotros habríamos hecho ese mismo recorrido de haber tenido un antojo similar, ellos sólo buscaban divertirse. En otras palabras, iban a un billar “fresa” porque no son grandes jugadores, no iban a apostar y apenas querían entretenerse un rato y cenar después.
El coche lo estacionaron a media cuadra del local y del eje vial. Para quien conoce la geografía de la colonia, estaba por la salida trasera de una famosa funeraria y en la misma cuadra que una universidad que, claro está, estaba cerrada. La calle, sin embargo, cuenta con buena iluminación y hay varias casas además de un sitio de taxis en los doscientos que debe tener de extensión.
Como no tengo un afán melodramático ni de construcción novelística, diré sólo que, cuando regresaron al coche, descubrieron que se habían robado las calaveras del mismo. Un poco más, las habían botado con una especie de palanca que dejó claros rastros sobre la cajuela.
Cabe aclarar aquí mismo que mi hermano no tiene un coche ostentoso ni caro. No entraré en detalles.
Ingenuo como es, marcó de inmediato al número de emergencia. Las patrullas no demoraron ni dos minutos en llegar. Él mismo estaba sorprendido. Le recomendaron levantar la denuncia y se fueron a patrullar “a ver si encontraban a los responsables”.
También le llamó al seguro. Las noticias no eran buenas: la mayor parte de los seguros automotrices no cubren robos parciales. No en este país porque las primas de las pólizas serían demasiado elevadas. Si acaso, podrían hacerse cargo de las marcas en la cajuela pero el precio del deducible haría eso poco viable.
Al final de la noche levantó la denuncia y se ofendió cuando alguno de sus amigos le sugirió ir a comprar las calaveras a unas cuantas cuadras, donde se sabe que venden las robadas. Uno no puede enojarse por el robo y luego consumir sus productos, se dijo. Así que fue a la agencia a comprar unas nuevas. El encargado de la refaccionaria le hizo ver que, para colmo, quienes las habían robado de seguro las rompieron pues así no es como se deben botar.
En resumen: mi hermano fue a una colonia en apariencia segura a divertirse un rato, sufrió un robo y ni el seguro ni las autoridades pudieron resolver nada. Así que fue él quien tuvo que gastar en la reparación.
El problema de esta historia no es que sea mi hermano. El problema es que, a lo largo de esta semana, él la ha contado a varios amigos. Y todos conocen a alguien que sufrió algo parecido en la misma colonia y en muchas más.
Ignoro qué se debe hacer para evitar estos robos. Incluso porque parecen delitos menores frente a la terrible violencia que se vive en el país. Pese a ello, es un hecho que las autoridades saben que suceden y no hacen nada. No tienen un gran impacto mediático pues salvo algún reportaje perdido cada tanto, los medios no tienen mucho espacio para ocuparse del tema. Ni siquiera distraen muchos recursos: debe ser una pasmosa minoría la que acudea a denunciar un robo de este tipo. Y tampoco hay mayores consecuencias: más allá del enojo de las víctimas, a la larga acaban reponiendo lo perdido y volviéndose cautelosos. Así que la persecución de los delincuentes deja de tener sentido.
Y eso es tan triste como grave. Es como si, además de todos los que se pagan, ahora hubiera que sumar un impuesto más para estacionar un coche en una colonia céntrica, cara, iluminada y llena de comercios.
Insisto, las calaveras de mi hermano son lo de menos (aunque él no piense así). El problema son los cientos o miles de robos que no sólo se quedan impunes sino que se van disolviendo de forma tal que, de pronto, ya son parte de nuestra cotidianeidad a un grado que, cuando nos suceden, suspiramos resignados con la conciencia de que ya nos tocaba.
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