Martin Buber escribe: «Judaísmo y cristianismo siguen unidos en el misterio de nuestro padre y juez: por lo tanto el judío puede hablar del cristiano, el cristiano puede hablar del judío solamente en temor y temblando frente al misterio de Dios. Sólo sobre esa base puede existir un verdadero entendimiento entre judío y cristiano».
Ciudad de México, 21 de enero (SinEmbargo).- Destinado a destacar los lazos mucho más fuertes en las apariencias que han ligado al judaísmo y al cristianismo, el historiador Jean Meyer eligió la época entre 1926 y 1965, para describirlos mediante personajes históricos que han dejado un legado importante para la humanidad.
La lucha generosa de católicos y judíos, laicos y eclesiásticos, hombres y mujeres que, entre 1926 y 1965, prepararon la conciliación, que culminaría en la sorpresa del Concilio Vaticano II. La brecha entre judíos y cristianos, con muchos siglos de historia, no era una disputa pasajera. Si bien la Iglesia no consideró nunca al judaísmo como una herejía, se había obsesionado en lograr la conversión de los judíos; por su parte, el pueblo cristiano los señalaba como asesinos de Dios, responsables de la muerte de Cristo.
El historiador francés Jules Isaac es uno de los protagonistas de esta historia: durante casi veinte años, combatió la «pedagogía del desprecio» practicada hacia los judíos y estimuló la labor intelectual de los mejores espíritus del mundo cristiano. Los textos en torno al judaísmo y los judíos fueron los más debatidos y polémicos del Concilio Vaticano II, pero llevaron a la paz entre las dos ramas de la religión bíblica.
Por cortesía de Taurus, publicamos un fragmento del libro Estrella y cruz.
Estrella y cruz. La conciliación judeo-cristiana (1926-1965), de Jean Meyer
En este libro pretendo seguir “el camino francés”, no el que lleva a Compostela, sino el angosto sendero, poco frecuentado, que condujo hasta Nostra Aetate, en 1965. Francés, el camino, por dos razones: personal la primera, científica la segunda. Natal de Francia (1942), recuerdo a Jules Isaac desde que tengo memoria. Mis padres, que me enseñaron el respeto absoluto al prójimo, conocieron a Jules Isaac en 1946. La gran diferencia de edad —ellos tenían 33 y 31 años— no impidió que naciera una profunda amistad entre ellos, según lo cuento en El libro de mi padre (2013 y 2016). A lo largo de mi infancia y adolescencia los acompañé muchas veces, los jueves por la tarde, a la casa de don Julio, “La Pérgola”, en los altos de Aix-en-Provence.
Su abuelo y su padre habían sido oficiales del Ejército francés, como sus antepasados desde la Revolución francesa, y él mismo combatió durante la Primera Guerra Mundial. Judía de origen, oriunda de Alsacia y Lorena, su familia era totalmente agnóstica. Entre 1897 y 1907 fue amigo y compañero de lucha de Charles Péguy en el combate por el capitán Dreyfus y en la aventura de los Cahiers de la Quinzaine (Cuadernos de la Quincena). Historiador famoso, descubrió trágicamente que era judío, primero con las leyes antisemitas del Gobierno del mariscal Pétain, luego con la deportación y muerte de su esposa y de su hija, “muertas por los nazis, matadas sencillamente porque se apellidaban Isaac”. A partir de las primeras leyes dedicó toda su vida a buscar, para erradicarlas, “las raíces cristianas del antisemitismo”. Tras dos años en busca de editor, logró publicar en 1948 Jesús e Israel, libro dedicado a su esposa y a su hija, el primero de una serie que termina en 1962 con La enseñanza del desprecio.
Jugué ping-pong con el viejo maestro, tomé un vaso de jugo con él al escucharlo, mientras los adultos tomaban el té. Me fascinaba la fotografía, sobre su escritorio, de la estatua de la sinagoga en la puerta sur de la catedral de Estrasburgo. Cada verano, cuando íbamos de vacaciones con mis abuelos alsacianos, mi padre me la enseñaba. En la catedral, al otro lado de la puerta, la iglesia triunfante mira a la sinagoga. La más hermosa de las dos, en la piedra color de rosa de los Vosgos, es la sinagoga. Su lanza rota, la cinta que ciega sus ojos, el libro a punto de caer de su mano, todo simboliza su derrota, su ceguera; mientras que los atributos inversos corresponden a la iglesia coronada. Debajo de la cinta, uno adivina los ojos y tiene ganas de arrancar el velo para contemplar tanta belleza. No recuerdo si lo escuché en boca de don Julio o de mi padre: el velo, que para los cristianos significaba la ceguera de los judíos, incapaces de reconocer en Jesús a su Mesías, ciega la mirada de la sinagoga, pero, al mismo tiempo, disimula su cara a la mirada de la iglesia… Ceguera de la triple cristiandad: católica, ortodoxa y protestante, frente a las realidades profundas de las tradiciones de Israel. Por eso, en 1948 Jules Isaac fundó la Amistad Judeo-Cristiana, en la cual militaron mis padres. Para poner fin al drama que hizo correr ríos de lágrimas y de sangre. Por eso él visitó a Pío XII en 1949 y a Juan XXIII en 1960; con éxito, si uno piensa que logró quitar de la liturgia del Viernes Santo elementos más que dudosos. Entregó a Juan XXIII el expediente que llevaría el Concilio Vaticano II a su declaración sobre los judíos. Todo esto ha contribuido a mi formación, más que las escuelas y las universidades.
Sin la menor duda, el apellido Meyer hace pesar sobre mí una doble sospecha. “Es un judío converso”, publicó Salvador Abascal, y es lo que repiten los antisemitas que me insultan en la red. “Es un judío vergonzante que no quiere reconocerse como lo que es”, piensan ciertos judíos. Sin contar al doctor Isaac Bar-Lewaw (q.e.p.d.) que no me bajaba de “Herr Doktor Hans Meyer, tú no cambias, eres el mismo antisemita de siempre”.
Resulta que cuando los nazis se anexaron Alsacia y Lorena en junio de 1940, mi abuelo Joseph Meyer, director de escuela primaria, tuvo que demostrar su “limpieza de sangre” por la ambivalencia de su apellido, que puede ser germánico —significa “mediero”— o judío (Meir, el sabio, el luminoso). Tengo a la mano el abominable certificado nazi que asegura que este linaje Meyer es “limpio de sangre”, o sea, “cristiano viejo” como Sancho Panza. Pero no antisemita como el bueno de Sancho, que resumía su confesión de fe en dos puntos: la veneración de la Virgen María y el odio a los judíos; en el capítulo VIII del Quijote (segunda parte), se vanagloria de “ser el enemigo mortal, como lo soy, de los judíos”. Mis raíces alsacianas me han dejado la tradición de una antigua convivencia entre judíos y cristianos, convivencia a veces amistosa, a veces hostil. Por eso he estudiado el tema del antijudaísmo y del antisemitismo cristiano. Ahora quiero pasar del otro lado del espejo y presentar a la pequeña grey cristiana y para nada antisemita.