El futbol americano también se juega en la cárcel. VICE entró al penal de Santa Martha Acatitla para atestiguar un enfrentamiento entre los Perros, el equipo local y los Renos, del Reclusorio Norte. Aquí la crónica.
Por Djatmiko Waluyo, VICE Sports
Ciudad de México, 15 de enero (SinEmbargo/ViceMedia).– La última puerta antes de llegar al campo es de lámina, asegurada con un candado macizo. Al centro, un grupo de hombres realiza ejercicios de calentamiento. Portan cascos y hombreras: están equipados como si fueran a una guerra. De un lado nos rodea un muro pintado con el escudo de los Perros, el equipo de futbol americano de Santa Martha Acatitla, y por encima de éste hay un alambre de púas que recorre todo el borde. En las esquinas se alzan cuatro torres de vigilancia. Del otro lado están los dormitorios, separados del campo por una reja y un corredor con movimiento constante. Los reclusos suelen caminar por ahí para ir al gimnasio, a la escuela o a los talleres. Hoy es distinto. Desde el fondo llegan a gran volumen ritmos de cumbia y salsa, igual al olor a marihuana que va y viene con los aires. El ambiente no engaña: es día de juego.
Mi entrada a Santa Martha parece sincronizada con la de los Renos, el representativo del Reclusorio Norte. Es la final del torneo Interreclusorios y la afición local está enloquecida: los presos se amontonan al lado de la reja y encima del cobertizo de la grada, gritando, mentando madres. El desahogo que se respira en el ambiente va de la mano con la práctica de futbol americano tras las rejas. «Es algo que nos regresa la sensación de libertad», dicen los Perros, que se reúnen a un costado del campo para planear su estrategia.
El único guardia que nos acompaña saluda a los miembros del equipo como si fueran amigos, y de alguna manera, estoy seguro, lo son. Parece un integrante más de los Perros. Se dan la mano entre albures y risas. Luego, los saludo yo. Las sonrisas que me regresan los jugadores vienen de rostros tocados por guerras que jamás conoceré, aunque ninguno es amenazante. ¿Cómo se pasan diez o veinte años bajo la monotonía de una cárcel? ¿Qué caras llegas a enfrentar y en qué se convierte la propia después de tanto tiempo en el encierro?
Horacio Mata lleva 30 años dentro del Sistema Penitenciario de la Ciudad de México. Es amable y elocuente. Juega de quarterback y es uno de los veteranos del equipo. También es uno de los que luce menos tocado por la dura vida en el encierro. Hoy, a sus 48, parece estar en paz con su realidad, aunque todavía no ha abandonado la lucha por su verdadera libertad, ésa que no puede encontrarse en el emparrillado. Aun así, Horacio ha pasado más años de su vida preso que libre. En 1986, «grupos revolucionarios», como los describió Horacio, fueron investigados por los homicidios de un ingeniero y un regidor que habían despojado de sus tierras a un buen número de habitantes del Estado de México. A Horacio lo vincularon con estos grupos y hasta la fecha su juicio permanece abierto.
Cuando le pregunto sobre su pasado, la voz de Horacio construye oraciones elusivas aunque bien articuladas. Rodea los temas sensibles y usa expresiones genéricas como: «por diferentes circunstancias me vi involucrado en cosas«. En el campo, en cambio, no hay nada que ocultar ni que temer. Para los miembros del equipo no existe una sensación más parecida a la libertad.
Los Perros es el equipo de futbol americano con mayor solera del Sistema Penitenciario de la CDMX. Fundado originalmente en los 60 como representativo del Palacio Negro de Lecumberri, la actual encarnación no sólo se apropió del mote sino que también llevó la tradición ganadora al penal de Santa Martha. Los Perros lucen bien uniformados y reciben equipo de buena calidad mediante donaciones. Incluso han derrotado a equipos externos como los Corsarios Ciudad de México. El entrenador en jefe se llama Ángel, pero su figura musculosa e imponente tez morena le han hecho merecedor del apodo de «Cyborg». Después de los entrenamientos, «Cyborg» se lleva el equipo dañado para repararlo y devolverlo en las mejores condiciones posibles. Hoy, sin embargo, nadie piensa en eso. Al otro lado del campo, en la zona de anotación sur, los Renos esperan a que comience el encuentro.
La jugada inicial parece pintada en sepias: 22 encascados corren y se impactan uno contra el otro, levantando una polvareda. El campo de tierra tiene baches por todos lados pero, esporádicamente, asoman algunos parches de pasto seco. Rafa, el fullback de los Perros, también conocido como «El 4X4», es uno de los pocos que jugaba antes de ser recluso. Ayuda con indicaciones y trata de animar al equipo, pero conforme pasan los minutos el partido va inclinándose cada vez más hacia el lado de los Renos. Desde las rejas se escuchan mentadas y chiflidos. Los jugadores también están descontentos y culpan a «Cyborg» del mal desempeño.
«Yo sé que creen que soy un pendejo, pero este pendejo los trajo a la final otra vez, así que háganme caso, chingada madre», les grita «Cyborg» entre cuartos. Sin embargo, los Renos fueron superiores. No permitieron un primero y diez hasta el tercer cuarto y cuando por fin en el último periodo los locales consiguieron anotar, ya era demasiado tarde.
Las caras de la derrota son explicaciones en sí mismas, nunca pretextos. Después del juego comienza una suerte de tercer tiempo: los familiares de los jugadores consuelan a los subcampeones y se sientan en las gradas a convivir con ellos. Las sonrisas reaparecen. Algunos lanzan el balón con sus hijos, unos más permanecen echados en el campo disfrutando los últimos resabios de aquella sensación de libertad que permanece tras el juego, mientras que otros ya recorren el camino de vuelta a los dormitorios.
El campo soleado se vacía. El guardia me acompaña hasta la puerta de lámina, que abre con un quejido pronunciado. Luego, otra vez, el sonido del candado macizo. Ese mismo sonido que los Perros escuchan día con día cuando llega la hora de volver al encierro.