La autora -que ha publicado dos libros sobre Bioy Casares y mantuvo con él una amistad entrañable- construye esta Bioygrafía a partir de la lectura detenida de textos autobiográficos y entrevistas, la obra de Bioy y sus recuerdos personales. El resultado es un libro apasionante sobre uno de los más importantes escritores del siglo XX en lengua hispana
Ciudad de México, 17 de diciembre (SinEmbargo).- «Un biógrafo es una especie de detective», dice Silvia Renée Arias en la introducción de esta obra. Pues ella, tras una exhaustiva investigación, dio con el material necesario para escribir sobre el origen y la historia familiar de Adolfo Bioy Casares; los miedos y deseos de la niñez; su pasión por los caballos y los perros; los desafíos de la juventud; los primeros textos, la amistad con Jorge Luis Borges y los trabajos en colaboración; la vida entre el campo y la ciudad; su afición por los deportes; las lecturas, los amigos, las mujeres; el vínculo con otros escritores y el amor con Silvina Ocampo; el romance con Elena Garro; los hijos, las pérdidas afectivas y los triunfos literarios.
Extracto del libro Bioygrafía. Vida y obra de Adolfo Bioy Casares, de Silvia Renée Arias, publicado en el sello Tusquets, 2016. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
BIOYGRAFÍA
Capítulo I (1914-1926) Historia de la familia: el niño astrólogo Verano de 1914. El Dr. Bioy —abogado, nacido el 27 de julio de 1882, jefe de Gabinete del Ministerio de Relaciones Exteriores— viaja a Europa con Marta Casares, su flamante esposa. Según cuenta en «Recuerdos del siglo», tercer tomo inacabado de sus Memorias, en Italia pasean por Florencia y Venecia, y en Francia por París y Biarritz.1 En febrero están en Lisboa, Portugal, listos para embarcarse en el Amazon con destino a Buenos Aires. Mientras almuerzan con un amigo en el Hotel Palace, Marta se excusa y se retira a su cuarto. Varios minutos después, alarmado por una ausencia que se hace larga, su esposo acude a ver qué le ha sucedido. La encuentra desvanecida en el piso de la habitación. Desesperado, llama a un médico. Este, tras hacerla volver en sí y examinarla, dictamina que va a ser madre. Pero cada comienzo presupone un final, y viceversa. El Dr. Adolfo Bioy concluye Años de mocedad, segundo tomo de sus Memorias, con estas palabras: «Debo poner fin a este relato de recuerdos. En los tiempos que sucedieron a los últimos aquí escritos, ocurrieron hechos, uno de gran felicidad para mí, otro de tremendo dolor, que modificaron mi vida». Aquella «gran felicidad» a la se refiere el Dr. Bioy tuvo lugar a las cinco de la tarde del lunes 15 de septiembre de 1914. Adolfo Vicente Bioy llegó al mundo en una Argentina que vivía un período de gran bonanza. Era el más europeo de los países latinoamericanos: refinado, culto y democrático. Lo poblaban casi ocho millones de habitantes. El progreso del mundo comercial se reflejaba en la presencia de un espléndido palacio (se lo conocería, de hecho, como «El Palacio de la Elegancia»): el Harrods, de Londres. Su más suntuosa sucursal —un magno edificio de siete pisos con estacionamiento subterráneo— abría sus puertas en la más aristocrática de las calles porteñas, Florida, entre Córdoba y Paraguay. En el Empire Theatre se confiaba a los artistas eminentes la interpretación mímica de grandes obras literarias, como el drama social titulado La Vendetta, a cargo de la actriz de la Ópera Cómica Mlle. Regina Badet. El Presidente era el doctor Victorino de la Plaza. Acababa de inaugurarse —el sábado 13 de septiembre— el monumento al doctor Pellegrini, ubicado en la plazoleta de las calles Libertad y Avenida Alvear. Y el sonido del Victrola, su compás perfecto, animaba los bailes y ejecutaba a los más grandes maestros del mundo, que se reproducían en los discos Víctor.
En Europa, apenas iniciadas las hostilidades, el gobierno de Gran Bretaña reclutaba hasta cinco mil voluntarios por día para reforzar el efectivo del ejército expedicionario, que había partido para el continente a prestar su apoyo a las fuerzas franco-belgas. Y en las calles de París —que en el futuro serían el escenario de algunas de las más gratas aventuras del recién nacido—, las mujeres, las hermanas y las madres de los reservistas acompañaban a la estación a los hombres que iban a luchar y tal vez a morir. De Europa provenían los Bioy, apellido que, según la leyenda, es una contracción de beroy, que en «patois» del Béarn, Francia, significa «bonito». El primero en hacerlo, de Oloron-Sainte-Marie, cerca de Pau, en la región del Béarn, fue Antoine, bisabuelo de Adolfito. Después de construir una parte de una casa en un campo ubicado en el partido de Las Flores, provincia de Buenos Aires, regresó a Francia —donde era un próspero comerciante ferretero—; alrededor de quince años más tarde volvió e instaló la proveeduría «El sauce». Pero fue su hijo Juan Bautista Bioy quien en aquella estancia hizo colocar el primer alambrado de la zona: En aquella época se llamó «El alambrado» a la estancia y como en esta se formaba una pequeña rinconada y, tres o cuatro años después se hizo otra, a una distancia de diez o doce cuadras, la segunda rinconada fue llamada «Rincón Nuevo» y, en consecuencia, la que estaba al lado de las casas tomó nombre de «Rincón Viejo», con el que se designó desde entonces la estancia.2
Juan Bautista Bioy fue también comandante militar y alcalde del cuartel VII del partido de Las Flores. Casado con Luisa Domecq —llegada desde Jasses, un pueblo cercano a Oloron-Sainte-Marie, y perteneciente a una familia de la pequeña burguesía venida a menos—, tuvo nueve hijos: siete varones (uno de los cuales murió a poco de nacer) y dos mujeres. Pero el más destacado de sus hijos sería el Dr. Bioy, padre de Adolfito. Viajero entusiasta, en su época de estudiante y con veintitrés años, ya había viajado desde Pau hasta Oloron durante su primer viaje a Europa, que hizo con sus amigos Santiago Bengolea, Germán Elizalde y Ángel Sánchez Elía. Vivió y estudió dos años en Europa, en Alemania y en París. Sin embargo, por sobre todas las cosas, el Dr. Bioy era un hombre de campo, que amaba la tierra y los caballos, que había sido feliz acompañando a su padre en su infancia a las otras estancias de la familia: Los Manantiales, en el partido de Tapalqué; Las Casillas de Bioy y Fortín Brandsen, en Olavarría, y El Gallo, en el partido de Azul. En Pardo, de mayor importancia por su extensión, tenía su residencia principal y concentraba la administración de sus bienes. Era allí donde llevaba a Adolfito, desde muy pequeño, sentado delante de él en su caballo negro llamado el Cuervo, costumbre sobre la cual su hijo escribiría: «Mi padre parecía mirar, desde abajo del ala del chambergo campero, a lo lejos, al horizonte pampeano, un destino ancho tal vez, del que había desplazado sus esperanzas personales con las de otro».3 Nacido pues en el seno de esta tradicional familia de la clase alta, Adolfito tenía tres años cuando lo inscribieron en el Club KDT, adonde iba también Enrique Drago Mitre, nacido seis días antes que él y que vivía en Belgrano. Adolfito y Drago asistían allí con sus niñeras, Visitación y Pilar, quienes de tanto verse se hicieron amigas. Según recordaría muchos años después Bioy, para poder conversar tranquilas, los ponían a jugar juntos en una plaza lindera llamada «Las hamacas». También frecuentaba este club el niño Toto Rocha, que con un tal Picardo eran enemigos de Drago, a quien «Visi» debía proteger de sus infantiles ataques. Pero no era el caso de Pilar porque, aunque a Adolfito también lo molestaban, él no les tenía miedo o, por lo menos, siguiendo el consejo de sus padres, no dejaba traslucir lo que sentía. Entre los recuerdos que Bioy evocaría se cuenta un perro, un Pomerania lanudo de color té con leche que se llamaba Gabriel y al que ganó en una rifa en el Grand Splendid. Pero al día siguiente Gabriel ya no estaba en la casa y, cuando preguntó por él, sus padres le dijeron que había sido un sueño.
Acaso el hecho de que esta anécdota persistiera en su memoria —incluso a Emilio Gauna, el protagonista de El sueño de los héroes, le atribuye un perro que lleva como nombre Gabriel— se deba a que fue entonces cuando se estableció en su vida un límite difuso entre la realidad y los sueños, tal y como abunda en sus primeros escritos. El sueño del niño, cuando estaba en Buenos Aires, era volver a Pardo. No había nada más real que esa hermosa arboleda que llevaba al casco de Rincón Viejo. La casa —grande y baja, en forma de U, con el techo de tejas a dos aguas— estaba rodeada por muchos galpones y las habitaciones del personal. En otros tiempos, había habido en el comedor una panadería con su horno, y en un cuarto, al anochecer, la bisabuela de Adolfito reunía a miembros de la familia, vecinos, amigos de Buenos Aires, empleados y peones, para rezar el Rosario ante las imágenes de la Inmaculada Concepción y de San Juan Bautista Niño. Pero seguían allí el patio florido, el aljibe, las ventanas con rejas de hierro, los cuartos de paredes blanqueadas, los cuadros de vidrios cóncavos, una sala con piano, un gran espejo con marco dorado, mesas negras de madera talladas con rosas en relieve, sillones y sillas de ébano tapizados en crin negra con rosas esculpidas en el respaldo y asientos de esterilla. Pero lo que más le gustaba a Adolfito era el cielo de Pardo. E incluso más que el sol, la luna, porque —al igual que su inseparable bolón de vidrio que contenía un diminuto hombre a caballo, de yeso— estaba convencido de que también la luna cobijaba, en su interior, un hombre a caballo. Le gustaba mirar, tendido en el pasto, el lento paso de las nubes por la luna. Un día, en compañía de los hijos de Enrique Larreta, mayores que él, se transformó en el niño astrólogo, el que anunciaba que la luna iba a aparecer y a continuación pronosticaba que desaparecería. Entonces sus amigos, a quienes él creía sorprendidos (le hicieron saber que les parecía admirable su poder de adivinación, según consta en uno de sus primeros cuentos), aplaudieron. Y él se sintió profundamente satisfecho de su arte, maravillado con su don de adivinar. Otra imagen que quedaría para siempre grabada en su memoria fue la de la muerte, o, dicho de otro modo, «el tremendo dolor» al que alude su padre en Años de mocedad.
Enrique Bioy y los caballos negros Enrique Bioy, tío de Adolfito, nacido en 1879, treinta y dos meses mayor que el Dr. Bioy, también era abogado y había asociado a su hermano en su estudio del segundo piso de una casa ubicada en Avenida de Mayo y Piedras. Enrique era muy apreciado en los círculos sociales que frecuentaba, incluso entre sus contrarios políticos en las filas de la Unión Cívica. El padre de Adolfito, que cariñosamente lo llamaba «el gaucho de a pie», lo admiraba y quería más que a nadie en el mundo. Muy apreciado por su don de gentes y su cultura, en el panegírico el día de su entierro se iba a recordar «la delicadeza de su espíritu, el empeño y la actividad inteligente que, a buen seguro, le hubieran valido una posición envidiable», de no haber sido por las circunstancias que se deploraban… Un trágico suceso que tuvo lugar la tarde del lunes 26 de noviembre de 1917. Contaba Bioy que ese día sus padres debían viajar a Pardo con Enrique, quien a último momento dijo que se quedaría: había olvidado por completo que tenía un compromiso; prometió que al día siguiente se uniría a ellos en la estancia. Eran tiempos de muchas reuniones sociales. Esa misma noche, la señorita Magdalena Ortiz Basualdo iba a recibir a numerosas amistades que acudirían a saludarla con motivo de su reciente compromiso matrimonial. Una reunión a la que estaba invitada, entre muchas otras damas, Juana Sáenz Valiente, que al cabo de dos años se casaría con otro tío de Adolfito, Miguel Casares. Y asistiría sin dudas otra señorita de noble apellido, Udaondo, que hacía poco había roto su relación con Enrique. Para Enrique, el mujeriego, todas las mujeres del mundo no eran más que tres o cuatro; él sostenía que imaginamos que hay muchas personas, porque hay muchas caras, y aconsejaba tener cuidado con ellas. Para él, según le hizo saber a su sobrino a través de una carta que le dejó, «son todas el disfraz de un solo buitre, cariñoso y enorme, que vive para devorar a los hombres».4 La cuestión es que, al parecer muy afectado por esa ruptura sentimental y agobiado por algunos negocios que le hicieron perder mucho dinero, Enrique nunca llegó a la estancia. Los padres de Adolfito recibieron un telegrama en el que se les anunciaba que estaba muy mal. La verdad era que, a sus treinta y ocho años, se había pegado un tiro. Y su hermano Pedro Antonio lo imitaría años más tarde, al parecer como consecuencia de la quiebra —producida por el mal manejo de un gerente— del Banco de Azul, del que era presidente.
Poco después de la tragedia de Enrique, Adolfito divisó el brío del trote de los caballos negros de un coche fúnebre. Estaba volviendo con Pilar de un paseo por Plaza Francia. Le atrajo el pelo brilloso de esos animales, la redondez de las ancas. Quiso acercarse, acariciarlos. Pilar, tal vez enterada de que a él le gustaban tanto los caballos que hasta había llegado, jugando en la estancia, a comer pasto, aunque más probablemente aterrorizada por la impresión que un cortejo podía causar en un niño, lo tomó del brazo, lo apartó del lugar y le ordenó que no mirara. Y después, en su casa, vio llorar a su padre. Relacionó pues la idea de la muerte con un llanto insólito y la necesidad de huir. A esta experiencia, se sumarían otras similares, alrededor de sus cinco años. Un día «los solemnes cloc, cloc de las herraduras sobre el asfalto», como escribió en «Caído del catre», anunciaron el paso de un entierro.5 Había muerto Pelagio Belindo Luna, político perteneciente a la Unión Cívica Radical, vicepresidente de la Nación. Y menos de un mes después de su cumpleaños, Adolfito vio las cabezas de los caballotes negros pintados, otro coche fúnebre, una cruz negra sobre una bóveda brillosa de pompa y negrura. Había muerto el ex presidente Victorino de la Plaza. En la calle se había formado una compacta y silenciosa columna. Adolfito oyó el clarín que daba el toque de atención, todos querían ocupar el cordón de la acera y presenciar desde cerca la llegada del cortejo. Según la crónica de la época, abrían la marcha carrozas llenas de coronas. La banda del cuerpo de granaderos inició los acordes de una marcha fúnebre al tiempo que sonaron las primeras salvas de artillería. Seguían a las carrozas el coche fúnebre, tirado por cuatro caballos Orloff, y la cureña, sobre la cual Adolfito vio el ataúd cubierto por la bandera nacional. Varios hombres, entre ellos Julio A. Roca, y un grupo de señoras y señoritas de la sociedad, llevaban los cordones del féretro. El cortejo desfiló por la avenida y se detuvo en el sitio donde se ensanchaba, formando un amplio círculo. Bioy nunca olvidaría la congoja que sintió.
La Martona y un caballito de madera
Pasar tiempo con sus amigos Drago Mitre, Julito y Charly Menditeguy, hundía todo miedo en el provisorio olvido. Algunos de los juegos de infancia consistían en tirar los dados y avanzar sobre un papel desplegado sobre la mesa una especie de «automovilito». En realidad, no eran sino lápices con una muesca que representaba el asiento, y la mitad inferior cortada para que se mantuvieran quietos. Después de un rato se iban a correr con autitos de pedales de madera. Jugaban a volcar, sobre todo con los Menditeguy, porque «Drago el prudente» sólo los observaba, y en cambio Julito y Charlie y él se desplazaban a toda velocidad, volcaban con todas las fuerzas, caían de costado, pesadamente pero felices. Jugaban también a que navegaban en cajones que llegaban a casa de Adolfito desde Europa: «Nos metíamos dentro de ellos y nos quedábamos ahí, sin movernos…»6 Como él mismo decía, la infancia no está presente en los libros de Bioy posteriores a los «mamarrachos» de sus primeros años. No creía que su evocación produjera, en general, buena literatura. Aunque así fuera, nunca escribirá que en brazos de su madre sentía la suavidad de su ternura: entre esos brazos, que podemos imaginar cubiertos por una blusa de voile blanco, ella le leía poemas de Mitre, y Bioy recordaba que le contaba historias de animales que se alejaban de la madriguera y corrían peligros, y que, tras muchas aventuras, regresaban a la seguridad de la cueva. Tenía para sí que fue de este modo como nació en él la fascinación por los peligros y la posibilidad de volver al lugar seguro. Una «leve ansiedad» que relacionará con la que le despertó Cervantes cuando leyó el primer capítulo de El Quijote, donde el héroe se aleja de su aldea y de los suyos para salir en busca de aventuras. Un montón de aventuras que a él lo esperaban en los campos de la familia.
La estancia de Vicente Casares había sido propiedad de su abuelo materno, Vicente L. Casares —hijo de don Vicente Eladio Casares y doña María Ignacia Martínez de Hoz—, muerto en 1910. Productor agropecuario, fue uno de los primeros importadores de Shorthorn y luego de vacunos holandeses, y tuvo a su cargo organizar la cría de hacienda holando-argentina con una modernísima tecnología europea. Fue también el primer exportador de trigo y el precursor de los molinos (su campo tenía dieciocho) de la provincia de Buenos Aires. Como político, se destacó como presidente del Banco de La Nación. En homenaje a su hija Marta, madre de Adolfito, creó una industria de la leche llamada La Martona, que vendía, además de chocolates y variedades de té importados, dulce de leche según una receta de su bisabuela misia María Ignacia Martínez de Casares, madre de Vicente, y de Dalmacia Sáenz Valiente, que consistía en cien litros de leche, veinticinco kilogramos de azúcar y cuarenta gramos de bicarbonato. La Martona tenía por entonces trescientos cincuenta negocios en Buenos Aires y era un modelo de higiene: mostrador de mármol blanco, personal vestido con delantales también blancos… Pero, a pesar de que Vicente había vivido con su familia en la Avenida Alvear y Rodríguez Peña, Bioy contaba que a su muerte se descubrió que, como casi siempre en la historia de los Casares, al esplendor le había seguido la ruina. Lo importante es que para Adolfito esa casa de campo era el grato olor de la tela quemada en el cuarto de plancha, y las planchas de hierro en braseros de tres pies. Mientras le preparaban el baño y oía el ruido que producían los borbotones del agua, su padre —gran lector y dueño de una pluma bastante ágil y desenvuelta, que se había revelado en las clases de literatura del bachillerato— le recitaba: «¡Ah Rosas! No se puede reverenciar a Mayo/ sin arrojarte eterna, terrible maldición…» Y también: «Pero, ¿qué es la gloria? Nada;/ es el humo de un cigarro».
En sus Memorias, Bioy resalta cómo le gustaban «ese tono de sabio desencanto», los cigarros y «ese instrumento metálico con el que los recortaban y el gris azulado de las cenizas». Un atardecer de enero, en la estancia de San Martín, Adolfito fue testigo de un hecho al que podemos considerar, acaso más que como la pérdida de la inocencia (de lo que también se trata), una de las primeras manifestaciones de las enseñanzas aprendidas de su madre acerca de la capacidad de dominar la mente. Adolfito solía jugar en ese campo con uno de sus primos. A excepción de Enrique, Vicente y Gustavo Grondona, con los que se llevaba bien, sus primos hacían alarde de una rudeza de la que él no podía presumir, y para colmo era el menor de todos. Pero conseguía, también con ellos, como con Toto Rocha, no ser su víctima, lo que le requería el esfuerzo continuo de permanecer siempre en estado de alerta. No obstante, aquel atardecer de verano estaban en paz y muy contentos porque se venía la Nochebuena y 31 llegaría el Niño Jesús, que traía regalos. Él le había pedido un caballito de madera. Después de jugar, Bioy se fue a su cuarto, y pronto oyó un rumor de ruedas y de caballos. Se acercó a la ventana y vio que llegaba el vagoncito de la estancia que, como era habitual, venía de la estación cargado de las provisiones, la correspondencia y las encomiendas provenientes de Vicente Casares. Pero ¿qué era eso que veía entre los bultos? Entre el barrilito de yerba Napoleón y una bolsa de galletas, vio «la cabeza tiesa, el cuello muy erguido, a medio envolver, de un caballito de madera».7 Bioy contaba que, a pesar de sentirse perturbado, no habló con nadie y, decidido a no perder la credulidad, esperó con impaciencia que el Niño Jesús le dejara esa noche el regalo que le había pedido.
Su infancia se vio poblada también —como en sus tempranos cuentos— de disfraces, antifaces y arlequines… Los ojos no le alcanzaban para admirar las máscaras, aunque temblara al hacerlo. Sin embargo —o por eso mismo—, ¡con cuánta fuerza deseaba ver un fantasma! Y teniendo en cuenta que le fascinaba provocar miedo a los otros, cierta vez lo disfrazaron con un percal colorado que tenía una cola del mismo color, y le pintaron cejas y bigotes con un corcho quemado. Muy orgulloso, se dirigió a causar pánico a todos, pero lo único que consiguió fue que la gente se riera. Comprendió así que los poderes mágicos no lo alcanzaban y corrió a mirarse en el espejo: se parecía más a sí mismo que a un diablo. Casi al borde del llanto, se quitó el ridículo disfraz.
Un miedo muy profundo
Después de vivir un tiempo con sus padres en casa de su abuela, en Uruguay 1490 —desde cuyo balcón Adolfito le tiraba monedas al Negro Raúl, un personaje que gesticulaba y bailaba en la calle—, los Bioy se mudaron a otra, ubicada en la que supo ser la Calle Larga, la que conducía al cementerio, que era, en realidad, una huerta del antiguo convento del Miserere que dio nombre al camposanto y ahora se llamaba del Norte, de la Recoleta. Empedrada desde 1835, esa vía se había convertido en un aristocrático bulevar denominado avenida Quintana. Allí, en el 174, los Bioy establecieron su domicilio, junto a las familias Menditeguy, Balcarce, Saavedra Lamas, Navarro Viola, Elizalde y Bermejo, entre otras.
En sus Memorias, Bioy cuenta que en aquellos tiempos, debido a que cerca de allí se había instalado un tambo, por la calle Quintana pasaba, «seguida de boyero y ternero, una vaca que recorría el barrio para que la ordeñaran si alguien pedía leche fresca». La casa de los Bioy —actual sede de la Fundación Navarro Viola— imita a los viejos pabellones de caza franceses. Tiene tres pisos —el tercero en buhardilla—, con techo de pizarra. Al frente, en el jardín, supieron florecer una magnolia y dos vigorosas plantas de palta que siguen allí (su madre le hacía comer a Adolfito una todos los días, a las once de la mañana), y al fondo un jacarandá muy alto. Sobre el techo del garaje, estaba edificado el cuarto de los juguetes, en el futuro su cuarto de estudio. Una de las puertas laterales, del siglo XVI, fue traída por sus padres de Francia. La chimenea del pequeño hall era obra del escultor argentino César Sforza, y en el vestíbulo los elementos decorativos eran simples. Con un amplio comedor, desde uno de los rincones de la sala se tenía una perspectiva de la biblioteca, que a Adolfito le gustaba mucho, ubicada en una especie de sobrepiso. Los muros estaban cubiertos de libros. En su interior, armonizaban «lo antiguo y lo moderno, en buena medida fruto del gusto y la imaginación creadora» de Marta Casares, y cada pieza artística (una pintura, un bronce, un gobelino) contribuía «a la composición de una atmósfera serena que respondía a su sensibilidad».8
Pero a raíz de las asiduas reuniones y bailes que sus padres organizaban en esta casa, y que consistían en una mesa de buffet con tulipanes rojos combinados con piezas de plata, muchas veces Adolfito se encontraba solo en su cuarto, en camisón, asustado por los ecos de la música que ejecutaba una orquesta y de las muchas risas de las señoras invitadas. Entonces se acostaba y se tapaba hasta la coronilla. Y aparecían las preguntas. ¿Qué era el universo, qué forma tenía? ¿Qué había más allá? ¿A dónde iban a parar las estrellas? ¿El espacio tenía fin? Muchas veces, cuando iban visitas a la casa, personas grandes o chicos, y él estaba en su cuarto y lo llamaban para que se presentara, sentía que debía vencer una especie de temor. Pero había todavía otro miedo, más profundo. Cuando a sus trece años le preguntaban a Marcel Proust cuál le parecía el colmo de la desgracia, contestaba que estar separado de su madre. Adolfito podía suscribir a estas palabras. Sus padres salían…
¿Quién es Silvia Renée Arias? Nació en Tres Arroyos, Buenos Aires, en 1963. A los diecisiete años escribió sus primeros artículos para La Voz del Pueblo y en 1984 se trasladó a la ciudad de Buenos Aires para estudiar periodismo. Fue redactora y secretaria de redacción en Editorial Perfil y colaboró, además, en revistas deportivas y culturales. Trabajó como traductora de francés, y actualmente escribe, entre otros medios, en el suplemento cultural del diario Perfil. En 1988 Lázara Grupo Editor publicó su primer libro, Bioy en privado, que reúne las conversaciones que mantuvo con Adolfo Bioy Casares. Los Bioy, que narra las vivencias de Jovita Iglesias de Montes, ama de llaves de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, fue finalista del XIV Premio Comillas de Biografía, Autobiografía y Memorias 2001 y fue publicado por Tusquets en 2002. Varios de los cuentos de la autora, que formó parte del taller literario de Abelardo Castillo, fueron premiados y publicados en distintos medios periodísticos y antologías, como El impulso nocturno y Mujeres que alzan la voz, 2009. En la actualidad, Silvia Renée Arias alterna su residencia entre España y la Argentina.