Jorge Alberto Gudiño Hernández
13/08/2016 - 12:00 am
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Recuerdo con meridiana claridad una noche de 1984. Eran las Olimpiadas de Los Ángeles. Yo era apenas un niño y me dejaba llevar por lo que programaban en la televisión abierta: el final de la prueba de caminata de los 20 kilómetros. Recuerdo, también, que una amiga de mi mamá estaba en casa y […]
Recuerdo con meridiana claridad una noche de 1984. Eran las Olimpiadas de Los Ángeles. Yo era apenas un niño y me dejaba llevar por lo que programaban en la televisión abierta: el final de la prueba de caminata de los 20 kilómetros. Recuerdo, también, que una amiga de mi mamá estaba en casa y que, cuando les dije que México estaba a punto de ganar una medalla de oro, subieron corriendo a ver el único televisor que había en casa. Todos lo saben: no fue una sino dos medallas. El oro para Ernesto Canto, la plata para Raúl González (días más tarde él mismo ganaría el oro en la prueba de los 50 kilómetros). No recuerdo los detalles. En cambio, a mi memoria llega la emoción de las dos amigas: no siempre el entusiasmo recompensaba a la esperanza. Dos medallas en una misma prueba parecía algo inusual. Yo, con mi corto alcance, pude sumarme a esa alegría proveniente de algo que se me escapaba de mi comprensión.
Los Juegos Olímpicos se sucedieron conforme yo crecía. Pronto el entusiasmo ya fue sólo mío. En Seúl, en Sidney, en Grecia y quizá un poco después, seguía las competencias albergando una esperanza espuria que, acaso, se veía recompensada cada tanto. Más tarde, cuando la comprensión ya era plena, supe que México, en realidad, ha sido un país mediocre a la hora de hablar de triunfos deportivos. Cuando la Olimpiada de Londres, apenas me importó la medalla de oro del representativo de futbol.
Ahora veo las competencias sin esperanza. Quizá con el mero acicate de ser testigo de las grandes proezas deportivas. Poco me interesa si unos u otros ganan las medallas. Me gusta el juego, el esfuerzo, todo lo que está sobre la mesa a la hora de que unos y otros se enfrentan.
Pese a ello, mi ánimo se opaca cuando en las redes sociales alguien se burla de la figura de Alexa Moreno. Me parece ridículo que cualquiera pueda criticar su esfuerzo. Éste existe, sin duda. Y es ya un enorme mérito estar entre las 32 mejores del mundo considerando el escaso apoyo que tiene alguien como ella para llegar a donde está. Se sigue opacando cuando Bredni Roque tiene que competir con un uniforme parchado para que no se vea la marca. Un uniforme con cinta adhesiva porque las autoridades mexicanas fueron incapaces de darle el que le correspondía en tiempo y forma. Supongo que ningún atleta de otro país sufre algo parecido. Se opaca aún más cuando el titular de la Conade, Alfredo Castillo, acusa a la Federación Internacional de Clavados por los malos resultados de nuestros clavadistas: todos pudimos ver que la sincronía de las parejas mexicanas era inferior a las de los otros equipos.
Mi ánimo olímpico se opaca, pues, pero no por los pobres resultados de la delegación mexicana. Si acaso, por el mal manejo de los recursos, por el nulo apoyo a los atletas, por los sacrificios que éstos deben llevar a cabo para representar a su país. Al parecer, no sólo deben enfrentarse a los mejores del mundo. También deben ponerle cara a la burocracia, a la falta de recursos, a la nula profesionalización del deporte mexicano. Si acaso tengo algún reproche, es para los futbolistas. Fuera de ellos, me sorprenden las historias que hay detrás de tipos que se levantan antes del amanecer para una primera sesión de entrenamiento. El mismo que no dura lo suficiente pues deben trabajar, de otra forma no podrían mantenerse, comprar sus uniformes, sus equipos, incluso sus pasajes y viáticos para las competencias internacionales.
Estoy, pues, del lado de los atletas. No soy, sin embargo, ingenuo. Sé que es muy probable que en Río 2016 los resultados de la delegación mexicana sean los peores de la historia y que, pese a ello, pocas sean las consecuencias para los directivos y los titulares de los organismos encargados de llevar a buen puerto a dicha delegación.
En otras palabras, me queda claro que la culpa no es de los atletas. A fin de cuentas, es una competencia entre los mejores. No siempre se puede ganar aunque, en México, parece que siempre se puede perder. Los culpables son, entonces, las autoridades, como casi en cada uno de los rubros en los que nuestro país está dolido. Y también lo es de quienes hacen escarnio de los deportistas, quienes se burlan de ellos. No es un asunto de estar en condiciones de criticarlos o no. Incluso si lanzan declaraciones soberbias o ridículas: ellos son especialistas en lanzar flechas, no en elaborar discursos coherentes al calor de la derrota.
Podemos, pues, criticar a los atletas porque no son capaces de superar a los mejores del mundo; aquéllos que cuentan con toda la maquinaria de un estado funcional. Pero podemos, también, aplaudir sus esfuerzos y concentrar la crítica en los verdaderos culpables: años de malos gobiernos, años de robos, de desvío de recursos, de indolencia y menosprecio para quienes más trabajan por conseguir algo para su país.
Da igual con cuántas medallas termine México. Lo triste es saber que es muy probable que esos atletas que se quedaron apenas un kilo abajo, unas décimas de punto atrás, un saque mal realizado… sean atormentados por un sueño inquieto mientras que los verdaderos culpables duerman tranquilos, planeando un nuevo viaje de placer o cómo ahorrar unos centavos a la hora de repartir los viáticos y los uniformes. Eso sí basta para opacar cualquier alegría olímpica.
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