Los 10 libros entrañables de la escritora y cancionista Michelle Solano

06/08/2016 - 12:04 am
Michelle Solano Escritora Y Lectora Foto Especial
Michelle Solano Escritora Y Lectora Foto Especial

Quizá al principio leía para sentirse grande. Con el tiempo se dio cuenta de que ante la literatura, uno siempre es muy pequeño. Los libros: una hermosa condena.

Ciudad de México, 6 de agosto (SinEmbargo).- Comencé a leer cuando era todavía muy pequeña. En casa había muchísimos libros y yo pasaba horas contemplándolos en los estantes, adivinando su contenido, primero por las portadas y luego por los títulos en sus lomos.

Mis padres dedicaban bastante tiempo a la lectura, se sentaban en un sillón y se sumergían por largo rato en esa actividad que, tan pronto aprendí a leer, me pareció fascinante. Quizá al principio leía para sentirme grande. Con el tiempo me di cuenta de que ante la literatura, uno siempre es muy pequeño.

En la adolescencia los libros fueron mi salvación y refugio para los malestares propios de mi existencia, que ya por aquella época se hacían notar y también encontré en ellos algún atisbo de respuestas para las grandes incógnitas: ¿quién soy, de qué se trata vivir, qué se hace con todo lo que a uno le pasa adentro?

Pronto, leer también se convirtió en una hermosa condena, pues entre más leía más preguntas me hacía y más ganas de escribir sentía. Comencé también a descubrir la relación –para mí natural- que existe entre la literatura y la música, pues en una familia de lectores melómanos, donde el que no tocaba el piano tocaba la guitarra y el que no tocaba el acordeón cantaba, era común escuchar a Bob Dylan, a Violeta Parra o a Óscar Chávez, de lo cual deduje que la palabra y el lenguaje poético serían fundamentales en mi vida.

Reviso mi lista de los 10 libros que he elegido y se me quedan muchos fuera, pero como no se trata de los mejores, los más interesantes o los mejor escritos, sino de los entrañables, narro aquí las anécdotas a las que están ligados y la razón por las que, de tanto en tanto, vuelvo a ellos para recuperar algo de lo que voy perdiendo; o para que ellos, que al final son brújula, me muestren nuevos caminos.

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Fue el primer libro que tuve. Alguien lo compró para mí antes de que yo naciera y mis padres solían leérmelo por las noches; poco a poco me hice amiga de ese niño que, como yo, parecía estar tan solitario en un mundo controlado por los adultos y sus reglas absurdas. Como a los 11 años tuve conciencia de que la infancia comenzaba a abandonarme y me hice la promesa de que cada cumpleaños lo releería. Es el libro que más veces he leído y confieso que aún no sé si lo entiendo completamente. He sido la rosa, el zorro, un baobab. Y claro, el cordero.

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Lo encontré a mediados de los noventa en una de mis tantas inmersiones en las librerías de viejo de la calle de Donceles, en el Centro Histórico del ex DF. Me llamó la atención que el ejemplar tenía muchas páginas subrayadas con lápiz y con comentarios a los lados, arriba y abajo. Me enamoré y me lo llevé a casa por la ridícula cantidad de 20 pesos. Lo leí meses después y descubrí una historia maravillosa sobre la vida y la muerte, sobre dios y el diablo, sobre la locura y el amor, sobre los hombres y su lucha constante por el poder. Luego me obsesioné con Bulgákov y con el lector que mi ejemplar había tenido antes que yo, quien tan “generosamente” había descifrado varios de los secretos del libro y me los había revelado involuntariamente. Bulgákov quemó la primera versión de su manuscrito previendo la prohibición y años después retomó la escritura que no pudo concluir, pues murió. Fue su esposa la que terminó y dio forma al libro basándose en lo que él le había contado y en algunos apuntes que alcanzó a hacer.

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Si un libro ha sido mi amuleto en los viajes que he hecho por el mundo, ha sido éste. Sólo lo he leído en aviones, aeropuertos, trenes, estaciones de autobús y camiones. Como parte de una superstición arbitraria (¿no lo son todas, acaso?) jamás lo leo en casa y nunca, bajo ninguna circunstancia, lo presto.

El asunto comenzó hace muchos años, en un vuelo desde alguna ciudad norteamericana que hacía escala para cambiar de avión y volar finalmente a México; olvidé Farabeuf en el primer avión. Me di cuenta a tiempo y logré –a base de diálogos en diferentes tonos con prácticamente todo el personal disponible de la aerolínea- que lo rescataran y me lo devolvieran. Cuando lo tuve en mis manos lo abrí como para cerciorarme de que las palabras aún estaban ahí: “Has estado tratando de imaginar aquel otro instante que precedió a tu llegada. ¿Pretendes acaso hacer caber un instante dentro de otro?”.

Así los mensajes cifrados en Farabeuf. Por eso se volvió mi compañero de viajes.

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Un queridísimo amigo, compañero de la Escuela de Escritores de la SOGEM, me regaló este pequeño libro como regalo por mi cumpleaños 21. El inicio me inquietó: “Wang Lung era mago y odiaba al Emperador; amaba en doblegada distancia a la Emperatriz. Codiciaba una piedra de imanes siberianos, un zorro azul; acariciaba también la idea de sentarse en el Trono. Poder así, por su sangre recostada en la Costumbre, convertir sus baratijas, sus bastones y sus palomas hechizadas, en quebradizas varas de nardo y nidos de palomas salvajes, liberando sus ejercicios de los círculos concéntricos”. Lloré. Cada vez que lo leo lloro. Hay pocos autores capaces de utilizar imágenes poéticas tan poderosas en la narrativa. Lezama Lima es, sin duda, uno de ellos. Tiempo después leí Paradiso y aunque me parece maravillosa, siempre vuelvo a El Juego de las decapitaciones, que es, además, un gran cuento por donde se le mire.

Hace poco falleció el amigo que me lo regaló. Hacía años que no nos veíamos pues él se había mudado a Seattle, donde se casó y tuvo dos hijos. Manteníamos comunicación cibernética no tan frecuentemente, pero una de nuestras charlas acostumbradas era sobre este libro. Cuando me enteré de su muerte (él de alguna forma era un mago, era un tipo entrañable al que todos quisimos mucho) comprendí de cierto modo que no alcanzo a explicar aquello de “amar en doblegada distancia”. Porque sí, a los amigos se los ama, más cuando están lejos.

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Para mí, Becerra es uno de los grandes poetas, no sólo de México sino de habla hispana. Comencé a interesarme en su obra porque un maestro me habló de su trágica muerte a edad temprana y de sus Ragtimes… En aquella época yo estaba obsesionada con el blues, de modo que la historia de un joven poeta fallecido en Italia, en un accidente de tránsito y con tan poca, pero impecable obra publicada me cautivó. Quise musicalizar algunos de sus poemas, pero jamás logré algo que realmente me gustara. Decidí dejar el proyecto por la paz, pero la poesía de Becerra se quedó en mí para siempre.

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Con esta novela, Eliseo Alberto me regaló, sin querer, el nacimiento de una canción, que además es una de mis favoritas: “Carrusel”. Un amigo me mostró una fotografía (no recuerdo si en un libro o en una postal) en donde se veía un parque y una tormenta a punto de estallar. Unos relámpagos aparecían por encima de un cielo nublado. Quizá era media tarde, no sé. En medio de la fotografía, en ese parque desierto, había un carrusel solitario y a lo lejos, ya muy lejos, alcanzaba a distinguirse la silueta de un pequeño niño de la mano de un adulto. Esa imagen se quedó grabada en mi memoria durante años, pues me hacía pensar en la infancia, que muchos viven como un lugar hermoso y entrañable al cual quisieran volver y que para mí fue un lugar terrible a veces, en el que me sentí atrapada, de donde quise escapar. Años después, leyendo ésta novela, para mí imprescindible, una frase se me quedó: «El miedo es una camisa de fuerza» y se encontró en mi memoria con esa fotografía del parque. Entonces compuse “Carrusel”, una canción sobre la locura, la incertidumbre y sus efectos en el ser humano, en cómo puede llegar a ser nociva, casi mortal.

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A pesar de que me significa tanto, no tengo mucho qué decir sobre este libro. Hay cosas que no se explican. Sólo sé que cada vez que lo leo, algo en mis adentros encuentra acomodo, compostura. Quizá sean la nostalgia, las voces del naufragio, la búsqueda incansable de la perfección por parte de quien intenta capturar la esencia del mar en sus pinturas, el lenguaje delicado y los personajes tan melancólicos que logró crear Baricco. O la simple pregunta que colocó, como un escapulario, sobre mi pecho: “¿De qué color son los ojos del mar?”.

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Lo leí en Buenos Aires, hacia finales del 2006. Una amiga me habló de Houllebecq y me regaló el primer ejemplar que tuve. Lo leí prácticamente de un tirón pues no podía dejarlo. Llegué a su última página una tibia mañana de diciembre, en un café de San Telmo. Lloré como cuatro horas seguidas. No podía entender cómo es que Houllebecq se las había arreglado para escribir un libro tan devastador, terrible, que me había sacudido toda y al mismo tiempo profundamente esperanzador.

Tan pronto llegué a México lo regalé, ávida de que esa novela que a mí me había cambiado la forma de ver la narrativa contemporánea, atrapara a nuevos lectores. La he comprado y regalado una veintena de veces. Sigo pensando que Michel Houellebecq es el mejor escritor vivo que tiene la humanidad. Sí, a pesar de que muchos lo consideren un ser despreciable. ¿Quién no lo es, no lo ha sido o podría serlo?

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De todos los poetas que he leído y me han marcado Juarroz es el más cercano a mis propias obsesiones: la vista, la música, el sonido, los silencios, la palabra, la memoria, el amor, el olvido. Casi podría decir que Juarroz tiene un poema para cada situación anímica y psíquica en la que me he visto. En esos dos tomos (I y II) están condensadas muchas de las experiencias vitales de un poeta con el que yo me identifico y al que vuelvo una y otra vez y cada una es nuevo, distinto, otro.

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Llegó a mí cuando me rondaba seriamente la idea de abandonar la escritura. Pasaba de los 30 años y no había logrado ninguno de los objetivos que me propuse cuando, joven y soberbia, creía que para ser escritor había que tener muchos libros publicados, premios literarios y ser convidado de las becas y festivales. Como nunca me propuse tener algo de eso, ni trabajé por ello, la certeza del fracaso cruzó por varios meses mi cabeza. Tenía una novela guardada en el cajón, algunos poemas y cuentos publicados y para ese entonces daba más conciertos que lo que escribía. Estaba por lanzar mi primer EP y, de algún modo, me consideraba más cancionista que escritora. Por otro lado, me sentaba a escribir y no lograba nada. Silencio absoluto. Entonces leí este libro y me conmovió profundamente. Lispector hizo una disección muy atinada, desgarradora y eficaz sobre el oficio de escribir. Creo que es una lectura obligada para todo aquel que tenga pretensiones de escritor, sobre todo porque se dará cuenta de que, si realmente lo es, no habrá modo de escapar de la necesidad de escribir. Incluso si jamás publica una sola línea.

Michelle Solano (Ciudad de México, 1975) es escritora y cancionista. Ha trabajado como locutora, guionista, periodista, editora, traductora y crítica teatral. Actualmente escribe una novela que espera publicar el año entrante y está componiendo nuevas canciones.

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