Cuatro jóvenes de Piedras Negras, en Coahuila, salieron de sus casas y no se supo más de ellos. No es cierto que hay paz en Piedras Negras, como aseguran las autoridades. A decir de los familiares de los desaparecidos, desde hace años que sólo habita la ausencia.
Por Jesús Peña
Ciudad de México, 17 de julio (SinEmbargo/Vanguardia).- Que iba a un mandado a la tienda, dijo Édgar a su mujer y salió de su casa.. Nunca regresó…
Una mañana, Víctor se despidió de su madre, que iba a grabar un CD de rap «al estudio de un compa», dijo, y no volvió más.
Heladio se duchó, se arregló, agarró una muda de ropa y avisó a sus familiares que se iba para Monclova, a una fiesta. Todavía lo están esperando.
Una tarde, Héctor vino a casa de sus parientes para anunciarles que se iba de mojado a trabajar a los Estados Unidos, como hacía cada y tanto. Hoy no saben de él.
Así desaparecía la gente en Piedras Negras, como nada, como un suspiro, como una bocanada de humo, como el viento, como abducidos por una nave extraterrestre, como tragados por la tierra, dicen los habitantes.
Sucedió durante la llamada «época del terror en los Cinco Manantiales», cuando la delincuencia se hizo con el control de las calles y de las gentes, entre 2008 y 2014. Un episodio en la historia de esta frontera que la gente prefiere olvidar.
HELADIO FUE A UNA FIESTA Y YA NO VOLVIÓ
Doña María Elena Talamantes, no lo olvida. No puede:
“Yo cuando lo vi bien alegre dije, ‘noooo… ya…’, como que presentí, y dije ‘pero en el nombre sea de Dios y que Dios me lo bendiga y me lo cuide’, iba muy alegre…”.
El Pocito es eso, un pocito, una especie de declive con casas desperdigadas y al fondo el Río Bravo.
De El Pocito se cuenta, en voz baja, que hace 40 años fue el lugar donde los narcos viejos compraron muchas viviendas que se hallaban en sus márgenes para almacenar la droga y luego pasarla por el río hacia Estados Unidos.
“Tenía mucho tiempo que no lo miraba y le decía ‘ten cuidado mijo, porque ya andas afuera te vayan a agarrar los Gates’”.
Los registros de la asociación Familias Unidas en la Búsqueda y Localización de Personas Desaparecidas A.C. hablan de, cuando menos, unos 115 casos de desaparecidos por el Grupo de Armas y Tácticas Especiales (Gates) sólo en la región de los Cinco Manantiales.
La hermana de Heladio narró que la noche de la fiesta el muchacho le marcó varias veces al celular, como acostumbraba hacer cada que se hallaba fuera de casa.
“Siempre era así, necio. Siempre me marcaba a mí, no podía que yo me le perdiera o mi mamá porque pa’ todo nos estaba hablando. No podía estar sin nosotros porque… Como yo trabajaba en ese tiempo le decía que no me marcara tan noche, porque tenía que dormir y él toda la noche estuvo márqueme y márqueme. Eran las 2:00, 3:00 de la mañana y yo le decía ‘déjame en paz, tengo que dormir’ y él ‘ta bueno hermana, te voy a dejar dormir, mañana me voy pa Piedras, le dices a mi mamá’, le dije ‘está bien’”.
La última llamada de Heladio fue a las 5:00 de la mañana, pero su hermana no contestó porque se quedó dormida. A mediodía la chica le marcó de su trabajo. En el auricular escuchó una voz distinta a la de Heladio, era la de una grabadora que la mandó al buzón.
Jamás volvió a hablar.
– ¿De quién era la fiesta?
– Nunca supimos de quién.
– ¿Lo buscaron?
– Sí, fuimos a buscarlo, pero la ley no nos ha dicho nada.
Por la puerta de la casa de María Elena, con adornos de Navidades pasadas, se cuela el crepúsculo.
Sería difícil calcular cuántos estanques, cuántas presas, cuántos Ríos Bravos, podrían llenarse con 730 días de llanto de María Elena.
“Uuuuh… lloro día y noche, mucho, mucho”.
VÍCTOR SALIÓ AL OXXO Y NO REGRESÓ
En el barrio de San Judas Tadeo, de la colonia Mundo Nuevo, la soledad cala, corroe, eriza la piel.
Es miércoles y el barrio de San Judas Tadeo fue la zona de tolerancia de Piedras Negras hasta los años sesentas, las calles lucen mansitas, vacías de carros y de gente, pero no siempre las cosas han sido así.
Hace apenas unos años que ahí la vida se movía al ritmo de las caravanas de camionetas de los narcos, que se paseaban armados, enjoyados y vestidos con ropa de marca, por las calles del barrio, como si fueran sus dueños.
En una de esas calles, la Licenciado Verdad, vive Juanita Huerta Padilla, la madre de Víctor Francisco González, de 26 años, quien desapareció la mañana del 20 de enero de 2012, cuando se dirigía al estudio de un amigo para grabar un CD de rap.
“Yo sé que no era una perita en dulce. De mis hijos era el que se salía, el que tomaba, el que regresaba hasta bien tarde y a veces era peleonero y todo lo que usted quiera, pero eso de andar con esa gente no le gustaba.
Muchos muchachos aquí en el barrio andaban ahí [con cárteles de la droga] y sí, lo llegaron a invitar y él siempre decía que no. Mataron amigos de él por andar en la delincuencia y decía ‘¿ves? ¿Ves, mami lo que les pasa?'».
Juanita permanece sentada de espalda a un retrato grande donde aparece su esposo, un músico, con Víctor de seis meses de edad.
Más allá, unas mesitas hacen las veces de altares en honor a la Virgen de Guadalupe, a San Judas Tadeo, veladoras, floreros con flores rosas o blancas y fotos de Víctor:
Víctor con sus amigos, Víctor en la última fiesta donde rapeó, Víctor en una plaza agarrando una ardilla, Víctor de bebé con chupón, Víctor en la primaria el día de las Nacionales Unidas, Víctor solo, vestido como un rapero: cabeza rasurada, barba al candado, playera negra, a veces gorra, negra, un rosario, una cadena.
“El altar no es para él. Si se fija, la virgen está arriba, lo está acompañando, lo tiene ella a sus pies, me lo esté cuidando y me lo esté protegiendo, donde quiera que él se encuentre. No es que el altar sea porque ‘ay no lo quieran hacer que es un santo’, no, no, no, nada de eso, nada de eso. Lo tenemos ahí para que así como está el Señor de la Misericordia con él, está San Juditas, está el Cristo y está la Virgen, así quiero que ellos me lo estén cuidando para que me lo regresen con vida y que donde quiera que él esté, [estén] ellos”.
Su voz suena con una tranquilidad transitoria cuando se acuerda de la mañana en que vio por vez última a su hijo Víctor, que entonces vivía con una muchacha en la colonia Acoros y acostumbraba visitar la casa de su madre todas las mañanas.
Ese día, Víctor, un joven alto, sin tatuajes, con un lunar en la cara y una cicatriz en el codo izquierdo en forma de una luna, el rapero del barrio que se ganaba la vida cantando en fiestas familiares, se cambió de ropa y se arregló para salir, que iba al estudio de su amigo «Dolker» a grabar unas canciones, dijo a Juanita.
“Nomás me dijo ‘mami, al rato vengo, no me tardo mucho’. Ya no regresó. Sino que Liz, la muchacha que vivía con él, llegó de trabajar y me dijo ‘¿[Y] Víctor, señora?’, le digo, ‘no sé, mija, fue a casa de Dolker a grabar un CD’, dice ‘ah, pos a lo mejor se fue para la casa’. Pero a mí se me hizo raro porque él siempre venía para acá primero. Ya no volvió”.
Cayendo la noche la familia fue en busca de Víctor. Lo buscaron con sus amigos, en el Palacio de Justicia, en el cuartel militar…
“Porque decían que también los soldados andaban levantando muchachos. No lo encontramos”.
Juanita, como la mayoría de las madres de desaparecidos en Piedras Negras, no sabe qué ni cómo pasaron las cosas, pero algo intuye.
“Desgraciadamente aquí, alrededor, había en ese tiempo mucha gente que se dedicaba al narcotráfico y todo eso. Ésta colonia, la Mundo Nuevo, era, como quien dice, ‘la mera buena’, donde estaban todos. Le digo que era, porque ahorita el que no está preso ya lo mataron, ya casi no hay gente de esa aquí. En ese tiempo estaba en su apogeo. Entonces supuestamente esta gente anduvo levantando a muchachos, jóvenes, aunque no tuvieran ningún nexo con ellos, para llevárselas a trabajar. Varias personas me llegaron a comentar que habían visto a mi hijo, que lo traían en unas trocas”.
En los archivos de la asociación Familias Unidas en la Búsqueda y Localización de Personas Desaparecidas A.C., obran 230 casos de gente extraviada en la Región de los Cinco Manantiales, mayormente hombres jóvenes.
“Tenemos hombres y tenemos mujeres, pero la mayoría son hombres jóvenes, muchachos de 17, veintitantos años, 24. Qué casualidad que más o menos en esa edad estén desapareciendo. Eran muchachos grandes, fuertes. Es como cuando la trata de blancas, que agarran un tipo de mujer, un perfil. No sé con qué intenciones se los lleven, muchas personas no eran delincuentes”, dirá María Hortensia Rivas Rodríguez, la presidenta de esta organización.
Otra tarde taciturna en el barrio de San Judas, Juanita está recargada en la reja de su casa con patiecito exterior. Por las ventanillas de una camioneta negra que pasa frente al domicilio, se asoman varias gafas oscuras, cabezas rapadas, pero el vehículo no se detiene y va regando su ruido automotor por las calles del barrio.
Juanita dice que entre los hombres a bordo de la camioneta va un secuestrador que recién salió del penal y ahora se pasea armado por la colonia.
“Dure casi un año encerrada en mi casa, no salía porque era puro llorar en la calle, porque veía a sus amigos, veía a los muchachos y me imaginaba que en cualquier momento lo iba a ver a él, ahí riéndose y todo. El día de la madres sí salí con mis hijos a comer, [después] me la pasé todo el día dormida, no quería saber nada porque siempre está uno pensando en qué pasó con él, dónde está, si está vivo, cómo está”.
Juanita cuenta que no hace mucho un conocido de la familia vino a su casa para decirle que había visto a Víctor en un Oxxo de la colonia Acoros, donde él vivía, acompañado por unos extraños. La mujer fue con las autoridades para dar parte, pero no pasó nada.
“Me dijeron ‘no, es que no se ven bien los videos’. Sospecho que no hicieron nadan y siempre he tenido la duda de que si se lo llevó esa gente y lo llegan a pescar con esa gente… qué pasa con él. ¿Va a quedar como si él estuviera en la delincuencia por su gusto? Yo sé bien que él no, por su gusto no”.
La capilla de San Judas Tadeo, en el ombligo del barrio del mismo nombre, es una nave larga, solitaria y sombría.
El eco de Juanita está repitiendo que éste fue el mejor refugio que encontró después de la desaparición de su hijo Víctor, cuando ella enfermó de depresión y de diabetes.
“Me dedico mucho a ayudar en la Iglesia, a hacer labores en la Iglesia. Todos los domingos sirvo aquí. Todo lo hago para tener mi mente ocupada. A veces que estoy así, sola, encerrada, se me carga bastante”, suelta.
HÉCTOR SALIÓ PARA IRSE A EU Y NUNCA SE SUPO MÁS
“Dijo mi nuera ‘noooo, es que pos… dice mi familia que ya lo mataron, que ya pa qué, que ya haga mi vida porque a él ya lo mataron’, y se buscó otro”.
Esther Guevara, cabellos nevados, piel tostada, bajita, esbelta, está sentada en su cama bajo el tejabán con aire acondicionado que sus hijos le construyeron hace 25 años con retazos de madera, cartón, lámina, trapos y lo que encontraron, para guarecerse del sol y la lluvia.
Bajo este mismo tejabán, sentado sobre esta misma cama, estuvo Héctor Salvador Ibarra Guevara, 40 años, el hijo de Esther, el día que vino a avisarle que se iba «de mojado» a trabajar a los Estados Unidos y ya no apareció.
Era el 28 de octubre de 2014.
“Le voy a enseñar la foto de cómo iba vestido cuando se perdió”, Dice Alejandra, la hermana de Héctor.
En la foto hay un muchacho rollizo, tez aperlada, playera y cachucha color aqua: es Héctor Salvador.
No era la primera vez que Héctor pasaba de ilegal a la Unión Americana para trabajar con un primo remodelando casas. Iba cada dos años, duraba año y medio y regresaba.
Ese 28 de octubre de 2014, a la 1:00 de la tarde, Héctor se despidió de su esposa y salió de su casa rumbo al Bravo.
Por la noche, su mujer esperaba escuchar en su celular la voz de Héctor diciendo que ya estaba en Eagle Pass o que ya había llegado a San Antonio, como hacía siempre que cruzaba para Estados Unidos. El teléfono no sonó.
Entonces ella le marcó a Héctor: Uno, dos, tres tonos, cuatro… En la bocina respondió el silencio…
“Nosotros nos enteramos hasta otro día, igual intentamos comunicarnos a su teléfono, pero ya no contestó y no contestó”, dice Alejandra, la hermana de Héctor.
“Le dije a mi cuñada que fuéramos a poner una demanda, ella no quería, como ella era la que estaba… Al fin la convencí y fuimos a poner la demanda por desaparición”.
A la esposa de Héctor «le daba miedo denunciar la desaparición por temor a que a ella le fueran a hacer algo, y yo le decía que ‘¿por qué? Si él no andaba haciendo nada malo'».
Héctor se dedicaba a limpiar yardas y tirar árboles. «Lo contrataban mucho para tumbar árboles, los nogales que están bien altos, le gustaba mucho andar tumbando árboles. Limpiaba zacate y pintaba casas».
Lo buscaron con sus amigos, con parientes, en Migración de Estados Unidos, “ya ve que a veces los agarran, pero no”, dondequiera lo buscaron y nada.
Sus sobrinos fueron a buscarlo al tramo del Río por donde Héctor pasaba cada vez que iba a Estados Unidos, un lugar que le llaman Las Adjuntas y donde suelen parar los narcos y los polleros.
Allí, encontraron las cámaras de llanta que él utilizaba para cruzar el Bravo flotando, estaban en el matorral donde él las escondía.“Se lo tragó la tierra”, dice Esther, la madre de Héctor.
Alejandra tiene otra teoría: Habla de personas de la delincuencia organizada que andan a la orilla del Río cuidando que no cruce gente. Piensa que Héctor no pagó la cuota y a lo mejor… por eso… y ahorita hay que pagar para cruzar el Bravo.
Esther cuenta que hace 30 años ella atravesaba el Río libremente, hasta dos veces a la semana, para ir a Texas a donar sangre por 20 dólares. Con eso mantenía, como madre soltera, a sus nueve hijos.
Ahora la gente de Piedras Negras ya no puede ir más al Río ni a bañarse. Y hasta los pescadores se extinguieron. «[Hay personas que] te dicen que te retires del Río, porque va a trabajar una gente».
EN MI CORAZÓN LO SIENTO VIVO
En el living de sofás rojos, mesa de centro, clima, televisión y ventana al fondo, por donde entra de golpe la resolana de las 5:00 de la tarde, don Francisco Rodríguez, está viendo una película mexicana a blanco y negro.
De un parpadeo vuelve a la realidad.
Don Francisco está recordando un drama que no tiene nada que ver con la ficción:
La desaparición de su hijo Édgar Emanuel Rodríguez Vargas, el 7 de octubre de 2014.
“Nosotros no sabíamos. Dice su esposa que le hablaron por teléfono diciendo que estaban en un Oxxo, cerquita de su casa. Entonces él le dijo ‘ahorita vengo, me hablan para un mandado’. De esa salida que dio… ya no volvió. No sé cuál sería el problema”.
Don Francisco y su esposa se enteraron15 días después, quién sabe por qué.
Entonces Édgar, 26 años, de oficio mesero, vivía con su mujer en la colonia Hacinada la Luna, de Piedras Negras.
Don Francisco dice que ya va pa dos años que su hijo salió de su casa a la tienda y no ha regresado.
“Estamos con la esperanza de que a ver si volvía mañana o pasado, pero hasta ahorita no hemos sabido nada de él”.
– ¿A qué iba a la tienda?
– Pues él fue… que iba a ver un trabajo y como estaba desempleado, supuestamente en un Oxxo lo iban a entrevistar, quien sabe qué, no sé si por parte del Oxxo o de otras gentes.
Francisco es alto, gordito, moreno, pelo y bigote entrecano, usa antiparras, bordón y dice que no sabe más, que es todo lo que sabe sobre la desaparición de Édgar, su hijo, pero que ya viene su esposa, la esposa de don Francisco, que no tarda, para que platique más.
Suena un celular.
Parece que es la esposa de Francisco.
“Ándele véngase ya, aquí hay unos señores del periódico y la están esperado pa que les diga de su hijo”.
El aire fresco que mana del generador, en la sala de los Rodríguez Vargas, resucita el ánimo aniquilado bajo los 40 centígrados que sofocan a El Pocito.
Yolanda Vargas Salas, la mujer de Francisco, que acaba de llegar, coloca encima de la mesa de centro unas fotos de Édgar y llora.
Son las fotos de un muchacho grueso, perlino, bigotudo, lunar en la barbilla, sonriente, abrazado de su esposa, cabellera negra, cuando eran novios, abrazando a su esposa, melena rubia, ya de casados.
El tatuaje de “Rodríguez” en el antebrazo y el de San Judas Tadeo en la pantorilla, ocultos bajo la ropa.
Yolanda, está contando que la última vez que habló con su hijo Édgar fue en casa de otra hija suya, la víspera de su cumpleaños, del cumpleaños de Yolanda.
“Le dije que iba a hacer una cenita y dijo, ‘sí ma ya sé, no se me olvida que va a cumplir años, ahí nos vemos’”.
La noche del festejo, Yolanda se quedó esperándolo.
“Yo ese día batallé bastante para comunicarme con él. Creo que por estas horas me contestó dice ‘sí amá, ando ocupado, no le puedo contestar, pero aunque sea tarde llego ahí con usted’”.
Nunca llegó.
Francisco tiene la voz quebradiza cuando dice que Édgar era la luz de los ojos de su madre.
“Todo su querer de mi señora”.
– ¿Usted dónde cree que esté?
– Para mí no está perdido, lo siento vivo, que anda de viaje. En mi corazón lo siento vivo.
Luego que supieron lo de la desaparición de Édgar, los Rodríguez Vargas fueron donde el Palacio de Justicia de Piedras Negras para poner una denuncia y dejar unas muestra de su ADN.
Hasta ahora no ha habido razón de su hijo.
“La gente está decepcionada de que las investigaciones no avanzan. No nomás es mi hijo son muchos”, dice Francisco.
Ocho meses después su muera se comunicó con ellos para darles una noticia desconcertante:
“Dice que mi hijo le habló diciéndole que rehiciera su vida, que estaba joven. Que si no volvía es que no iba a volver y si volvía pues… Ella se volvió a casar”.
Yolanda cuenta que además de vivir con el dolor que les causa la desaparición de sus hijos, la gente del barrio El Pocito tiene que cargar con el estigma de habitar en la colonia Mundo Nuevo que, se dice, es la cuna de los zetas de Piedras Negras.
– ¿Los han criminalizado?
– Sí.
– ¿Quién?
– Para empezar el Alcalde (Fernando Purón). Aquí no puede pasar nada porque ‘andan con la delincuencia’ y ‘viene de la delincuencia’. Todo lo quiere solucionar con eso y hay muchas personas inocentes, yo no digo que mi hijo, que no merecen ser juzgadas así…
Que iba a la tienda y ya no regresó.
Así desaparecía la gente en Piedras Negras, como tragada por la tierra…