De muy chica aprendí algo que si bien no es muy científico, absorbí como una verdad “einsteniana”: el lado izquierdo es el pasado, el derecho es lo que haces para permanecer vivo en el mundo.
De mi mano izquierda abomino su inutilidad, como que si me faltara no la extrañaría: a ese nivel.
A veces creo que todo mi brazo izquierdo es un adorno, un complemento estético, algo que me pusieron para completar el diseño, pero que nunca me enseñaron a usar o a valorar (lo que es peor, si lo pienso bien).
Quizás por ello todo lo malo que me ha pasado en las manos (vivir muchos años, como es mi caso, es aceptar que morirás con las manos llenas de cicatrices) ha sido en la izquierda.
Allí, el dedo corazón tiene un promontorio interno, como una “sobrecarne” heredada de aquella vez que me puse a gritar desaforadamente porque la selección argentina de futbol había llegado a la final. Mis perros se asustaron, se pusieron a pelear entre ellos, los quise separar y puse la mano inútil en la mandíbula de esa bestia de 70 kilos que es mi perro menor, el pequeño, el ansioso, el mordedor.
En la muñeca izquierda hay unos lunares de un pasado remoto, pero tan vivaz. ¿Te sucede eso de haber pasado algo tan fuerte que cuando lo evocas vuelve a ti como si lo hubieras experimentado hace unos minutos?
Era una niña de apenas dos años cuando miraba a mi abuela planchar. Ella era una mujer feroz pero entrañable que desde el inicio de mi vida planteó la paradoja que aún me persigue: aquellos a quienes he amado con todo mi corazón han sido los esquivos, los atormentados…
No sé por qué lo hizo, pero lo hizo. Me dijo que si seguía molestándola me iba a planchar la mano. Puse la mano boba. Apoyó la plancha. Allí tengo la marca de la abuela.
Donde empieza el antebrazo izquierdo hay una señal ignominiosa: el de un cigarrillo y el fuego de un amor absurdo por un hombre malo. El único consuelo: el hombre malo lleva la misma marca.
El desamor con esa voluntad que tiene de dejar huella, de clavar un estandarte en un campo minado de guerra. Las lunas negras de tu vida en constante rebelión de la memoria.
El dedo anular izquierdo tiene una línea blanca de punta a punta en la punta: una lata de piña que abrí mientras pensaba en mariposas. ¿Sabes la cantidad de sangre que puede brotar de la yema de un dedo?
Con la mano izquierda firmaba mi padre los boletines escolares. Hacía una rúbrica inimitable, cuyo dibujo demoníaco aún me da escalofríos al evocarlo.
El Diablo es la izquierda. Dios es la derecha. Me enseñaron eso en la iglesia católica. Iba a una capilla llamada María Auxiliadora donde mi abuela trabajaba como cocinera. Yo me subía a un banquito en la sacristía y cuando nadie me veía tomaba de a sorbos el vino de misa.
En el hombro izquierdo tengo la marca de la vacuna BCG, al lado del cual me tatué el nombre “Sacha”, como gráfica perentoria de aquel que me acompañó durante 20 años y me quiso más de lo que yo merecía (suponiendo –mal, supongo- que el amor es resultado de méritos inclasificables y volubles).
De todos mis hermanos (somos ocho los monos), la pequeña Melina dio vuelta mi vida iluminándola con una sombra casi sagrada. Ella es un poco la medida de mi fragilidad insoportable y hace casi todo con la mano izquierda.
Ahora estoy enamorada de un hombre que se llama Juan. Tengo la percepción de que siempre estuve enamorada de un hombre llamado Juan.
Tiene profundos ojos negros y viene del principio de los tiempos. Podría decirse que un hombre llamado Juan me ha acompañado sin quererlo a lo largo de toda esta existencia en la que –como he demostrado- me ha sobrado una mano izquierda.
El otro día me dijo: soy zurdo.
Y me morí.
*Texto que acompañó la exposición e integró el libro La delgada línea que divide el lado derecho del izquierdo, del artista Alejandro Magallanes