Apenas tuvo a mano dos libros en su infancia y uno de ellos estaba vivo. La magia -literal- de la lectura se encarnó en el joven escritor mexicano con la fuerza de un hábito que hoy no puede quitarse.
Ciudad de México, 2 de julio (SinEmbargo).- No crecí rodeado de libros. No. No fui un niño de muchas lecturas. No leí los clásicos antes de la adolescencia (y ni siquiera durante). No. Sin embargo, de mi infancia recuerdo particularmente dos libros que me influyeron y que, con el tiempo, me volvieron en un lector curioso.
El primero. Un libro de ciencia que me gané disfrazado de león en primero de primaria, durante un festival de la primavera (que lo sepa el mundo). Se volvió mi libro favorito. No paré de hojearlo durante mucho tiempo. En cada página venían conceptos científicos, al modo de un diccionario, que se ilustraban con unos extraños dibujos que yo aseguraba cobraban vida cuando cerraba el libro. Todos los días observaba atentamente aquellas ilustraciones para descubrir indicios de mi aseveración. Tenía pruebas: el libro estaba vivo.
El otro era uno de magia. Sencillo. En cada página venían los secretos para realizar ilusiones e impresionar a los amigos. Eran cosas simples. Desaparecer una moneda, adivinar una carta, etcétera. Nada del otro mundo, pero a mí me parecía la preparación para algo más grande. Tenía planes de algún día desaparecer la escuela donde estudiaba. Y aunque eso no sucedió nunca, por fortuna, desde entonces busco libros que tengan dos cosas fundamentales: vida propia y magia.
Sin duda, los libros cuentan más de lo contienen sus páginas. Hay espacios en apariencia vacíos que pertenecen al autor, que están ahí, que son casi imperceptibles, pero que dan sustancia más allá de lo escrito. Hay espacios que pertenecen al lector. Aquello que se forma en nuestra mente, pero también el impacto que tienen los libros en nuestra vida.
Así, he aquí una lista de 10 libros entrañables en los que he encontrado aquellos ingredientes fundamentales que me han permitido descubrir otras posibilidades en mi tránsito como lector y que al mismo tiempo han sido importantes para mí por razones personales que no mencionaré en todos los casos. Muchos quedaron fuera de esta lista, desde luego, y es una lástima. Perdón, Sartre, Dostoievski, Chejov, Kafka, Greene, Sábato, Aira, Piglia, Perec, Vonnegut, Ballard, Dávila, Dueñas, Campobello, Levrero, Kitamura, Browne… Saben que los quiero, pero tendremos que esperar a otra lista.
Se publicó en 1973. Siete años antes de que yo naciera y varios años antes de que enloqueciera –como casi todos los niños de mi generación- por La historia sin fin (la película). Hace mucho de eso. Curioso, porque pienso en el pasado y Momo habla justamente de eso: del tiempo. También habla sobre la estafa y sobre una niña, Momo, que tiene una virtud importante: saber escuchar. Me pareció increíble. ¿Y cómo olvidar a los hombres grises que representaban el Banco del Tiempo? ¿Y a la tortuga Casiopea? Momo, de Michael Ende, es una puerta que crucé una tarde para llegar a un sitio del que no he vuelto y no creo que lo haga nunca. Ojalá.
Con este libro aprendí a leer teatro. O mejor, aprendí a disfrutar de leer teatro. Desde el comienzo me atrapó el desquiciante “hiperrealismo” de esta obra crítica, aguda, que va sobre la acumulación, las relaciones humanas y que tiene uno de los finales que más extraños y delirantes que conozco. La primera vez que lo terminé estaba en un parque, sentado y me quedé con el libro en las manos intentando entender qué había sido aquello. Volví a empezarlo, una y otra vez. Hasta hoy es el primero que empaco en cada mudanza. (Ya es una superstición).
Es perfecto, perfecto, perfecto. Cambió mi concepto de lectura. Con Los misterios del señor Burdick aprendí otras posibilidades narrativas, formas de explorar el vacío y de abordar aquello que no se cuenta. Es todo. Un juego metaficcional, un cuento en sí mismo y la visita a varios mundos y a la variación que pueden tener de lector a lector. Es un libro infinito. Es un enigma. ¿Quién es Harris Budrick? El libro se construye con las ilustraciones que este misterioso personaje entregó a Peter Wenders, editor estadounidense, con la finalidad de volver para darle los cuentos que acompañaban estos dibujos. El hombre nunca volvió. Así, es entonces el lector quien debe construir la historia de cada uno por sí mismo.
Quien me presentó este libro me dijo: después de Buzzati no se puede leer cualquier cosa. Estoy de acuerdo. Leer El colombre y El desierto de los tártaros me convirtió en un lector más exigente, al menos en aquello que me gusta. Hace mucho que nada me emociona tanto como esta novela delirante, kafkiana, laberíntica, imposible, donde se narra la eterna espera del teniente Giovanni Drogo quien es destinado a la Fortaleza Bastiani –ubicada en el desierto, en una frontera con el Reino del Norte, que ya nadie utiliza- tras completar su formación militar. ¿Qué espera? Que suceda algo. Que algún día se entable una batalla con los tártaros y eso le traiga gloria. No importa cuánto tiempo pase. No importa que afuera la vida siga. Él, convertido en capitán, no se rendirá. Enfrentará la decepción, el tedio, el rechazo, la apatía, hasta convertirse él mismo en una extensión de la propia fortaleza. ¿Por qué están todos ahí? ¿Por qué está él ahí? Uf.
Lloré cuando leí “La noche del perro”. Me reí cuando leí “La noche del féretro”. Enloquecí cuando leí “La noche del traje gris”. Con este libro me acerqué a uno de los autores mexicanos más extraños e increíbles que he leído y que más admiro. Comencé a encontrar una nueva ruta como lector. Se me abrieron posibilidades, voces, perspectivas y espacios. Aprendí, me emocioné. Cada historia me llevó a visitar un mundo diferente donde la lógica era otra. Donde es posible escuchar lo que tiene que decir una gallina, un muñeco, un buque o un loco. Es otro libro infinito, inclasificable, crítico, duro, genial. Vuelvo a él siempre. Quiero volver ahora. Bye.
Esto es trampa y no me importa. Con el pretexto de este libro puedo mencionar otros dos indispensables El barón rampante y El caballero inexistente. Juntos, estos tres libros forman una trilogía, Nuestros antepasados, que devoré en muy poco tiempo. Cada historia en sí misma es alucinante. Sin embargo elijo éste porque es el primero y porque representa un enfrentamiento que quizá tenemos todos entre nuestro lado bueno y nuestro lado malo. Es eso lo que le sucede al vizconde Medardo de Terralba, en el siglo XVII, cuando una bala de cañón lo parte en dos. Se convierte entonces en dos personas distintas: Gramo y Buono. Uno bueno, el otro malo. Uno sencillo, el otro ambicioso. Antagonista cada uno respecto al otro; enemigos que pelean por un amor. ¿Quién de nosotros no es el vizconde demediado? Ja.
Pensar la melancolía. Razonar la intricada mente humana. Repensarnos. Porque sí. Estamos condenados a esto, a pensar y el pensamiento, la conciencia de la existencia, quizá nos ha convertido en seres fundamentalmente tristes. Nuestra única forma de liberación quizá sea la muerte. El pensamiento es angustia. La imposibilidad de conocer lo que los otros están pensando. La pesadumbre del pensar, su tristeza y nostalgia no sólo residen en la incapacidad para escapar de uno mismo. Su necesaria auto referencia, su vínculo con un lenguaje limitado y limitante, su fundamento, su anarquía o carácter ilimitado, su tendencia al engaño, sino también en la imposibilidad de “comprender los pensamientos ajenos”. Este pequeño libro es enorme. George Steiner es un genio, por fortuna vivo, al que accedí a través de estas páginas. Un libro fundamental. El segundo que empaco en cada mudanza y al que vuelvo constantemente.
Este libro fue, en su momento, una revelación para mí y otra ruta para acceder a la mente. Todo sucede ahí. Hasta los casos más extraños. En estas páginas nos enfrentamos a las delirantes consecuencias que pueden tener algunas lesiones o alteraciones cerebrales. ¿Un hombre que habla con objetos o muebles porque los confunde con personas? ¿Un marinero perdido en su época de juventud, que él percibe como el presente a pesar de que sucedió muchos años atrás? ¿Un paciente que asegura que su pierna no le pertenece? ¿Una mujer que solo puede comer la parte derecha de su plato? ¿Una anciana que escucha dentro de su cabeza las canciones de su infancia? ¿Un estudiante que durante unas cuantas semanas desarrolla, de forma inexplicable, su sentido del olfato al máximo? Parece que toda la literatura fantástica está ahí metida. Sin embargo, son veinticuatro casos reales de los cuales nos cuenta el genial neurólogo Oliver Sacks. Soy fan.
Pensé en Cujo, pero luego concluí que de no ser por Carrie jamás me hubiera acercado a uno de mis autores favoritos. La leí hace algunos años en navidad, durante un viaje. Recuerdo ir en carretera, leyendo sin poder parar, mientras afuera, del otro lado, escuchaba las voces, la música, y por la ventana corría el paisaje. No recuerdo más. Yo estaba lejos, con Carrie White, y por primera vez en Maine. Desde entonces es una tradición. Cada fin de año vuelvo a este autor muchas veces repudiado por los intelectuales, por los académicos. Digan lo que quieran, pero Stephen King es el rey. Sin duda el más grande productor de pesadillas.
Sin embargo, para Stephen King este autor es su maestro. En la introducción que hace Pesadilla a 20 000 pies y otros relatos insólitos y terroríficos dice: “Cuando la gente habla de este género, supongo que mi nombre es el primero que menciona, pero sin Richard Matheson yo no estaría aquí”. Eso ya dice demasiado. Aunque yo no sabía eso, ni había leído a King cuando me topé con Matheson y con este libro de cuentos. Primero, sin saberlo de niño ya había estado cerca de su obra, a través de la serie La dimensión desconocida –donde adaptaron algunos cuentos suyos-, que devoré en todas sus etapas en mi gusto por lo extraño y por el terror. Segundo, este libro estuvo mucho tiempo en un mueble de la casa de mi infancia. Lo vi muchas veces pero su portada y su nombre no me atraían especialmente. Hasta que un día lo tomé, solo porque estaba aburrido y hubo una conexión inmediata. Era el mismo universo. Gracias, Matheson.
¿Quién es Jonathan Minila? Escritor y promotor cultural. Ha colaborado en revistas, periódicos y medios electrónicos. Es autor del libro de ensayos Ruido, del libro infantil El niño pájaro (Pearson, 2015) y de los libros de cuentos Imaginarios (De lo imposible ediciones, 2015) y Lo peor de la buena suerte (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Es Subdirector de Literatura y Autores de la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Ha sido colaborador en La Jornada Aguascalientes y editor web asociado de la revista Letras Libres. Es parte del Consejo Editorial de la revista Tierra Adentro.