La corrupción lo ha permeado todo en México, empezando por la política. Basta ver el porcentaje de aceptación del Presidente Peña Nieto (que apenas alcanza el 30 por ciento, el peor histórico) y los resultados de su partido (el PRI) en las pasadas elecciones para darnos cuenta de que la sociedad jamás legitimó la vuelta del Tricolor a Los Pinos, y que si ésta se dio fue sólo por el uso de la corrupción electoral priista para hacerse del triunfo a través de sus consabidas medidas clientelares.
Algunos acontecimientos recientes nos indican que esta corrupción política es la misma que socava el ámbito de nuestra cultura, donde también existe un grupo de poder que, de forma corrupta y arbitraria, incluso impune, marca los designios de la República de las Letras, beneficiándose de todas las canonjías que el sistema cultural ofrece.
Así como las cámaras de diputados y senadores están controladas por unas cuantas familias que son las que se reparten el poder cada trienio o sexenio, así el sistema cultural de nuestro país está controlado por algunas “familias” o “mafias” que lo tienen secuestrado desde hace ya décadas. Ambos son poderes centrales y verticales (el político y el cultural, vasos comunicantes) que dictan, precisamente desde el centro y de forma vertical, lo que debe ser y hacerse en ambos rubros del quehacer mexicano.
Pero si bien conocemos ya bastante los desastres ocasionados por nuestro sistema político (veamos los reprobables hechos de Nochixtlán, donde se ha confirmado la muerte de varios profesores por parte de la Policía Federal), no terminamos de entender el cultural, esto quizá porque creemos que es tan noble (la cultura ennoblece, dicen) que no causa las mismas muertes que el otro ni tampoco los mismos estragos morales.
La corrupción cultural, al igual que la política, también tiene que ver con una degradación ética, que nos impide sancionar lo que es injusto y desigual.
Es preciso, por tanto, aludir un hecho que me parece emblemático para ejemplificar esta corrupción de nuestra cultura y su degradación moral.
Hace unos días, el crítico literario Christopher Domínguez Michael publicó en Letras libres un ensayo sobre un autor mexicano de nombre Ulises Carrión, presumiblemente marginal o marginado por la élite cultural. Era un ensayo que, en términos sencillos, dejaba mal parado al mencionado escritor. En respuesta a este ensayo, el también crítico literario Heriberto Yépez, quien había rescatado del olvido (o marginación) a Carrión y editado varias de sus obras, salió en su defensa. En esta defensa, Yépez aprovechó no sólo para refutar lo dicho por el autor del Diccionario crítico de la literatura mexicana, ni tampoco para señalar (magistralmente) lo que debe ser realmente un crítico literario, sino para acusar a su porfiador de ser parte de una mafia cultural que, por lustros, se ha dedicado a dictar línea sobre lo que debe ser y no ser la literatura mexicana, todo desde una postura elitista, discriminatoria y arbitraria.
La réplica a esta carta de Heriberto Yépez no hizo sino corroborar la petulancia y el racismo de Domínguez Michael, quien llamó “piel roja” al autor de Aburto y Al otro lado y quien, sin darse cuenta, denigró prácticamente a los escritores de provincia y a todos aquellos que no estuvieran a la altura de su genio.
Más allá de los conceptos literarios (marxistas o no, posmodernistas o no) que cada autor defendió, incluso más allá del acierto o no de sus posicionamientos estéticos y de si Carrión merece o no ser canonizado, aquí lo que es evidente es que Heriberto Yépez señaló algo irrefutable: la “mafia” cultural que abandera el grupo de Letras libres (del que forma parte Domínguez Michael) es una verdad tan real como un templo, de igual modo a como lo es la corrupción de la que echan mano para controlar (como los políticos lo hacen con candidaturas o puestos públicos) becas, premios, viajes, publicaciones, etcétera, promovidas y auspiciadas por el gobierno a través de sus instituciones de cultura, todo bajo el argumento de que ellos son los fieles representantes de la República de las Letras y el resto no es más que su remedo.
Domínguez Michael (quizá, digamos, munícipe de la República de las Letras), como Krauze (quizá, digamos, gobernador de la misma), se han encargado de palomear a los miembros (asistentes, correveydiles, etcétera) que ayudarán a que la “mafia” sobreviva, de ahí que fuera muy notorio que luego de la metralla que lanzó Yépez (justiciero solitario) se fueran contra él -como guaruras o perros de guardia- una cantidad inmensurable de acólitos quedabién (como Fernando García Ramírez o Eduardo Huchín Sosa, etcétera) para defender y congraciarse con su benefactor, todos utilizando la misma técnica aprendida de su maestro: denigración de la persona y ridiculización de sus ideas y planteamientos. Técnica, dicho sea de paso, que el propio Domínguez Michael aprendió a su vez de su mentor: Octavio Paz.
Para demostrar que esta corrupción cultural existe y es muy similar a la política, es necesario mencionar que ha habido casos de acólitos (Rafael Lemus, Tryno Maldonado, por mencionar algunos) que terminaron abandonando (o traicionado) a la “mafia” para refugiarse en otra que les brindara mejores arreos, tal como los políticos chapulines lo hacen cuando ya la fuerza política a la que pertenecen nos les satisface sus necesidades, intereses o caprichos.
Algunos de estos escritores (como el propio Luigi Amara, definido, curiosamente, por Christopher Domínguez Michael como el “talentoso editor y escritor”) han conseguido cierto reconocimiento más allá de nuestro país, mismo que les ha permitido tomar cierta distancia de la “mafia”, de forma que eventualmente pueden convertirse en sus propios críticos, sin con esto dejar aún de beneficiarse del mismo sistema, que los protege y promueve, pero con la condición –eso parece- de que no se “metan” con los peces realmente gordos del poder cultural, lo que explica que cuando critican sólo lo hagan en abstracto y no dando nombres específicos. Ayer mismo, por ejemplo, el mismo Amara denunció que los compiladores de una antología que reunió a los veinte poetas mexicanos mejores para ser representados en Francia (la polémica antología México 20) no se hizo respetando los mínimos requerimientos éticos y estéticos y que a él, como presumiblemente se hizo con todos, sólo le pidieron veinte cuartillas de obra poética representativa. Escribió textualmente Amara: “¡qué raro que el jurado diga que ellos hicieron la selección de textos! Nos pidieron 20 páginas representativas.” Sobre estas fuertes declaraciones no ha habido, curiosamente, respuesta ni de los supuestos antologadores (Esquinca, Moscona, López Mills) ni, mucho menos, de la institución cultural que pagó esta antología, lo que es una vergüenza.
Del mismo modo que los oficiosos del sistema político buscan, al defenderlo o justificarlo, un puesto en el gobierno, la corrupción cultural mexicana (representada por Letras libres y Cía, pero también por Nexos, los más visibles) no puede ya esconderse ni negar su propio descrédito. Si hasta ahora sobreviven al hartazgo de muchos escritores, como sobrevive el sistema de partidos al hartazgo social, su tiempo de vida está contado y no podrá reponerse a las embestidas que escritores como Heriberto Yépez o grupos como el aglutinado en Círculo de Poesía (que ha minado, en muchos sentidos, su hegemonía), les han propinado en los últimos años.
Si no cambian sus estrategias de ridiculización de sus adversarios y no se renuevan (al menos con bufones que tengan una obra más meritoria y de mayor calado), les pasará lo que al PRI: se irán desmoronando poco a poco hasta convertirse en polvo.
Por eso, mofarse de la valentía de un Heriberto Yépez es validar esta corrupción cultural de nuestro país, es aplaudir su elitismo y autoritarismo, es confabularse con su impunidad y su soberbia intelectual, y es aprobar la forma cobarde y montonera con que sus agremiados atacan.
Conmigo no cuenten.