Alma Delia Murillo
18/06/2016 - 12:05 am
Un viernes con el enemigo
El café se enfrió y las lágrimas se calentaron en algún lugar del pecho. El cerebro es una cosa rara, justo dos minutos antes repetía en algún rincón de mis conexiones neuronales el estribillo de una canción a ritmo de son: “Ay, me muero, sin tu veneno, me muero yo” Y eso me llevó a […]
El café se enfrió y las lágrimas se calentaron en algún lugar del pecho.
El cerebro es una cosa rara, justo dos minutos antes repetía en algún rincón de mis conexiones neuronales el estribillo de una canción a ritmo de son: “Ay, me muero, sin tu veneno, me muero yo” Y eso me llevó a pensar en algo que escuché hará cosa de diez años: las parejas que no pelean, están desahuciadas.
Era viernes, la pelea había sido memorable. Yo dije cosas horribles, deliberadamente hirientes, él respondió dando un puñetazo a la pared. Todos los pleitos de pareja parecen ser la misma historia, con el mismo clímax, y muy probablemente, con el mismo desenlace. Pero eso no lo sabes cuando estás ahí, sintiendo una explosión de furia que te revienta los huesos y te ennegrece el alma.
La batalla se había desatado —perdonen la falta de originalidad— porque su ex mujer me odiaba. Ellos seguían siendo amigos y también amigos de los amigos de un gremio tan extendido como apegado, así que el contacto con mi predecesora era constante y ella no dejaba pasar la más flaca oportunidad de manifestarme su desaprobación o de exhibir su superioridad sobre mí haciendo comentarios públicos para descalificarme.
Me eligió de enemiga y congregó a todo el que quisiera tomar partido por ella, es decir que hizo lo típico. Lo que hacemos todos a los que nos corre sangre por las venas: aferrarnos con uñas y dientes para que el entorno no cambie, para que nuestros vínculos permanezcan inalterables y los de quienes nos rodean también, para proteger con nuestra más pura irracionalidad aquello que amenaza contra el mundo conocido, sobre todo el de la identidad emocional.
Yo (él, ella, ellos) estábamos viviendo una historia infinitamente repetida. El problema, insisto, es que en la biblia no nos dicen qué cabronadas hizo el ex de Eva ni la ex de Adán cuando esos dos recibieron el título de la pareja del momento y ahora todos pensamos que somos los conquistadores originales de cualquier territorio o ser humano al que llegamos. A ver si alguien habla con los editores porque a ese libro —peligrosamente fundante, para colmo— le urgen un montón de ajustes, incluso más que al de Freud. En fin.
Tras el puñetazo en la pared vino un azotón de puerta y él se fue un par de días. Yo me quedé rumiando mi resentimiento, mis ganas de lastimarlo para devolver la herida de traición que me escocía, mis ganas de ser mala. Recuerdo aquellos días como un pasaje espeso en el que tuve miedo de mí misma, un túnel oscuro en el que fui capaz de concebir las venganzas más atroces. No ejecuté ninguna, desde luego. Pero la sola posibilidad de asomarme a mi lado torcido, me hacía sentir culpable.
Entonces ocurrió algo extraño (niños menores: no lo intenten en casa), tanto darle rienda suelta a mi lado cruel y a mi furia imaginando revanchas terribles y pensando mal de él, ella, nosotros, ustedes y ellos; me fue limpiando hasta que me hizo sentir realmente mejor, al punto que de pronto me iluminé y comprendí que sólo formábamos parte de un laberinto de espejos. Que todos éramos el reflejo de la carencia del otro, de la otra; que todos proyectábamos y veíamos en el de enfrente, el de al lado, la de atrás, aquellas piezas mal acomodadas de nosotros mismos.
Recuerdo también que tuve un vago pensamiento que en ese momento no me permití abrazar por estar en el centro del desencuentro pero ahora lo hago.
Pensé: tengo el honor de ser tu enemiga.
Hay mucho ahí, ser el enemigo de alguien es tremendamente valioso porque el otro nos elige y nos pone, queriendo o sin querer, en un lugar importante en su proceso de transformación.
Juro que no estoy en drogas, sólo intento transmitirles lo que pienso. Ha de ser que voy por el cuarto café o que el estribillo de la canción del veneno está colonizando otros pasajes neuronales del inquilino que llevo por cerebro. No sé.
El caso es que se nos va la vida queriendo ser buenos, al menos a la mayoría, creyendo en dioses, leyes, madres y padres, escuelas, caricaturas y publicidad que nos inducen a ser buenos. Y me parece que a veces hay que permitirse ser malo, asomarse a esa grieta profunda, darle forma al pensamiento de lo que odiamos, de lo que no soportamos; hay tantos mensajes personalizados en ello, tanta identidad por recoger y recuperar desde ahí, que nos perdemos de la mitad de nosotros mismos negándole la mirada a ese yo feo, perverso y jorobado del espejo.
No está de más atreverse a probar el caldo de nuestra maldad para enterarnos de qué carajos estamos hechos. Es lo que creo hoy, que también es viernes y que he sido un poquito mala. Pero ya me siento mejor.
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