Jorge Javier Romero Vadillo
26/05/2016 - 12:02 am
Un Estado cimentado en la corrupción
La discusión política nacional ha estado enfocada, desde hace ya un buen tiempo, en la omnipresencia de la corrupción en la función pública nacional.
La discusión política nacional ha estado enfocada, desde hace ya un buen tiempo, en la omnipresencia de la corrupción en la función pública nacional. Las leyes de transparencia, las encuestas recurrentes y los estudios de campo han documentado fehacientemente lo que tradicionalmente ha sido del conocimiento público de la sociedad mexicana: el aprovechamiento privado del servicio público está en los cimientos y en las junturas de todo el edificio estatal mexicano desde sus orígenes.
La tradición patrimonial subsiste en mayor o menor medida en todos los países de matriz institucional española. Sin embargo, el desarrollo institucional ha atemperado en algunos casos la apropiación privada de los bienes públicos. En México, en cambio, desde la configuración inicial del Estado moderno, en los tiempos del Porfiriato, la manera de extender el dominio estatal a todo el territorio consistió en aceptar que los agentes del servicio público, lo mismo que los cargos electos, pudieran vender de manera privada sus servicios y su protección, al tiempo que usaban su investidura para negociar en su beneficio la desobediencia de la ley de los particulares.
Así se institucionalizó la relación de la sociedad con el Estado. Lo racional para cualquier mexicano que quiera obtener un servicio estatal, una licencia de obras, un contrato público o que haya cometido una falta que implique sanción es negociar directamente con el servidor público correspondiente el precio a pagar. Se trata no de una tradición cultural, como comer tortillas o chile, sino de un arreglo institucionalizado, aunque informal: esas son las reglas del juego, por más ilegales que sean y comportarse de una manera distinta –por ejemplo, de acuerdo con las leyes escritas– puede convertir una gestión sencilla en una monserga. Darle mordida al policía o poner un billete de cien pesos entre los formularios para obtener un permiso es un comportamiento mucho más apropiado para resolver un problema de tránsito o un trámite de ventanilla que esperar a la grúa o tener que volver con la copia magenta para anexarla a la naranja y la azul ya entregadas..
En buena medida se trata del reflejo de un Estado débil que no ha podido resolver su problema de agencia con base en las normas formales y en principios de ética pública asumida autónomamente por los actores involucrados. El policía o la funcionaria de la ventanilla tienen un grado de autonomía suficiente para vender su servicio de manera particular y para aplicar la ley “según su criterio”. Desde luego, un gobernador, un alcalde, un secretario o un director general tienen una capacidad discrecional mayor, directamente proporcional a su posición en la jerarquía estatal. Los márgenes de autonomía de hoy son menores que los del Porfiriato o los de la época clásica del régimen del PRI, pero siguen siendo amplios. Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental 2015 del INEGI, la tasa de prevalencia de corrupción fue de 12 mil 590 víctimas por cada cien mil habitantes. Y eso que desde hace décadas se han puesto en marcha leyes, reglamentos y programas para reducir la discrecionalidad de los funcionarios y que el cambio tecnológico ha disminuido sustancialmente el contacto directo entre los ciudadanos y los agentes estatales en muchos ámbitos del servicio público.
Tradicionalmente se ha tratado de enfrentar el fenómeno de la corrupción institucionalizada a golpe de leyes. La Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos data de diciembre de 1982 y fue presentada por Miguel de la Madrid apenas tomo posesión de la Presidencia de la República, como parte de su pretendida renovación moral de la sociedad. En estos días los legisladores se han entrampado en la discusión de las siete leyes que reglamentarían el ya constitucional sistema nacional anticorrupción, armatoste de cuatro patas: Fiscalía anticorrupción, Auditoría Superior de la Federación, Tribunal Federal de Justicia Administrativa y órganos de control interno de la administración pública coordinados por la rediviva Secretaría de la Función Pública, que se supone pondrán ahora sí un valladar a todo acto de apropiación privada por parte de los servidores públicos. La nueva ley de responsabilidades, con su 3 de 3 emblemático, se ha convertido en un terreno de agria disputa.
Han sido organizaciones civiles, agrupadas en la Red de Rendición de Cuentas las que han forzado a los políticos a construir un nuevo entramado legal para frenar la corrupción. Yo mismo he participado, desde el consejo asesor de la red, en el impulso de esta reforma de gran calado. Sin embargo, la considero insuficiente y en algún sentido pienso que hemos puesto la carreta delante de los bueyes (sin alusión personal alguna).
Me explico: si bien considero positivo la creación de un marco eficaz de vigilancia y sanción de los comportamientos corruptos, creo que se debe tener mucho cuidado para evitar reglas que puedan ser ineficaces para el objetivo planteado, pero que obstaculicen la gestión eficiente y expedita de las dependencias. Tampoco confío mucho en la eficacia de la creación de nuevos cuerpos burocráticos encargados de la tarea, en buena medida porque no existe garantía alguna de que no acaben siendo capturados por los grupos de interés. Me parece indispensable la creación de una fiscalía especializada, pero ésta sólo tendrá algún sentido positivo si es plenamente autónoma.
Tengo para mí que el patrimonialismo y la corrupción solo se acotarán sustancialmente cuando se desarticule su causa primordial: la existencia de un Estado clientelar que funciona como sistema de botín en el cual el empleo público se reparte discrecionalmente entre validos y leales. Un arreglo de estas características genera un sistema de incentivos de corto plazo entre los funcionarios que premia la disciplina y la lealtad, no el mérito y el buen desempeño, mientras propicia la avidez por la explotación del cargo mientras este dure, pues este depende de la fortuna del jefe burocrático a quien se le debe el empleo.
En el caso de los cargos electos, la no reelección ha sido nefasta para el horizonte temporal de quienes los detentan. El Estado clientelar ha generado un equilibrio de baja calidad en el que la ciudadanía ha resultado cómplice, pues se ha acostumbrado a relacionarse de esa manera con el Estado. Sin embargo, como bien dice el catedrático Carlos Sebastián (en su columna «Un ‘big bang’ reformador» en el diario El País) al referirse al caso español, “pasar de ese equilibrio a uno de mayor calidad, en el que los gobiernos gestionen con transparencia los bienes públicos, sin proporcionar bienes privados a minorías, y en el que los ciudadanos adopten las conductas de una sociedad meritocrática y exijan rendición de cuentas a los políticos, no se consigue con un par de leyes (…). Estas medidas parciales serían rápidamente fagocitadas por las prácticas del Estado que se quiere reformar. Es necesario un auténtico big bang reformador”.
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