Para qué sirve un entrenador de futbol y el exceso de opiniones

19/03/2016 - 12:00 am

Si algo lamento de los octavos de final de la Champions League 2016 es la falta de tiempo que impide clavarse frente a la pantalla de televisión, desconectar el teléfono, permanecer en ropa de dormir y de vez en cuando hincarse el diente a una porción de pizza fría.

Pero la vida es como es y el futbol, bien sabemos, transcurre en un universo donde no existen los Godínez ni los vencimientos bancarios.

Como sea, aunque con un ojo al plato y otro al garabato, pude ver algunos minutos, rodeada de amigos queridos, del Bayern Munich-Juventus y del Barcelona-Arsenal, tremendos partidos donde las escuadras de lo que podríamos denominar el mejor balompié del mundo se disputaban un pase a cuartos.

Al principio, cuando iba ganando la Juve, pensé en “Pinturicchio” Alessandro del Piero, ya retirado, mi principal motivo para que siempre vea con simpatía al equipo nerobianco de Turín.

Tengo para mí una clara preferencia, además, por el futbol italiano, que no es totalmente catenaccio como quieren hacernos creer algunos.

Total que las opiniones iban entre los elogios a Álvaro Morata, un descartado del Real Madrid que “la está rompiendo” en la Juventus y los ayes de admiración hacia el colombiano Juan Cuadrado, figurones que nos hacían soñar con la Vecchia Signora en los cuartos de final de la Champions.

Simultáneamente –sí, eso se puede hacer en el futbol- veíamos cómo ese tridente invencible de los azulgranas: el MERCOSUR deportivo formado por el uruguayo Luis Suárez, el argentino Lionel Messi y el brasileño Neymar, desafiaba el juego vertical y constante de los ingleses del Arsenal, vigilados por el ojo experto del legendario Arsène Wenger.

Y los comentarios: “Siempre he defendido el futbol italiano”, “Como juega ahora el Barça es demostración de que los entrenadores no cumplen una función imprescindible, que esas son cosas del futbol moderno”, etc.

Hasta que a Massimiliano Allegri se le terminó la alegría y el “jogo bonito” y sustituyó a Morata y Cuadrado.

Y los comentarios: “Los italianos, siempre igual, se echan para atrás para conservar el resultado”, “No olvidar que en el banco está Pep Guardiola”, etc.

Total: que sí importan los entrenadores porque el Bayern finalmente liquidó a la Juve. Y también es cierto que no hay entrenador, ni siquiera el genial Arsène Wenger, que pueda parar la calidad del futbol cuando esa calidad es sublime.

Por eso me divierte tanto este deporte: porque a la acumulación de opiniones encontradas que a nadie molesta en el contexto de “los especialistas” en que nos convertimos frente a una pantalla de televisión, se une cierta suspensión del juicio aliviadora, relajante. Nadie se tomará demasiado en serio lo que decimos.

Y pensé, pienso, en las tantas ocasiones que a diario exigen de mí una opinión que no tengo, que me cuesta encontrar, en un tiempo donde la mayoría –en parte estimulados por las tan mentadas redes sociales- reparte sus horas entre las diatribas, los insultos anónimos y las opiniones cerradas frente a los temas más diversos.

Recientemente, en el horrendo caso de la muchacha vejada y luego amenazada en La Condesa, la niña de Vice a quien no sólo agredieron sexualmente en una plaza, sino que también luego la hostigaron con insultos xenofóbicos y machistas, me sentí muy impresionada y dolida.

Recordé un hecho inolvidable en mi vida, cuando hace unos cuantos años ya, hablaba por teléfono en una cabina pública en el Eje Central, dando la espalda a los transeúntes y de pronto, sentí un fuerte pellizco en el culo, una sensación horrible en el cuerpo; cuando me di vuelta vi a un muchacho que corría presuroso tras “la travesura”.

Lo primero que sentí fue culpa porque llevaba entonces una falda azul muy delgada, tal vez demasiado transparente y un escalofrío en todo el cuerpo que se quedó durante mucho tiempo.

Es una sensación de horror, de ahogo, que no quiero ni pensar cómo se multiplica hasta el dolor más crudo en situaciones de violencia doméstica o en las violaciones que en diferentes sitios y circunstancias sufren a menudo muchas mujeres en el mundo.

Mi primera reacción fue leer las opiniones de gente como Jorge Zepeda Patterson que en este periódico ha publicado una columna sobre el tema imperdible, inspirada siempre por los mayores que me enseñaron a leer para tratar de entender la realidad, no para expresar inmediatamente mi opinión.

No tengo opiniones sobre todo y en el caso de tenerlas ni siquiera sé si importa tanto hacerlas públicas. Me gusta recorrer Internet, abrir los libros, las revistas, los periódicos para comprender algo de lo que pasa.

Para que las palabras hagan nido en mi cabeza y me ayuden a sacar una conclusión no definitiva, sino nutriente, que estimule mi análisis, la reflexión.

Como en el futbol, también reivindico el derecho a pensar una cosa en un momento y luego la contraria en el instante siguiente, porque la vida a menudo es como el balompié italiano: te encanta en un minuto, la abominas en otro.

Es probable que la opinión sea un derecho humano y todos puedan emitirla frente a cualquier tema o situación. Pero nada me convence de que no sea un derecho que haya que ganárselo a pulso, a conciencia. Y lo que resta, diría don Hamlet, es silencio.

Ah, el silencio, esa joya cara y extraña, tan prodigiosa y ausente en los días que nos toca por vivir, donde como dice la canción “hay tanta gente que nos llama, que no se oye nada”.

Eso: no se oye nada, nada, nada.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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