Benito Taibo
21/02/2016 - 12:02 am
Gallina y nostalgia
Deben ser las fechas, o ese frío que se cuela por la ventana, o que uno va envejeciendo casi sin darse cuenta, no lo sé.
Deben ser las fechas, o ese frío que se cuela por la ventana, o que uno va envejeciendo casi sin darse cuenta, no lo sé.
El caso es que descubro que la nostalgia tiene diversas y curiosas maneras de funcionar dentro de nuestra cabeza, y sus disparadores pueden ser nimios o enloquecidos, pero que te toman siempre por sorpresa.
Hace un rato, traía sobre el hombro una pluma (que salió de mi almohada) y como por arte de magia, vino acompañada por el recuerdo de dos personajes entrañables y fantásticos que siempre en los primeros meses del año llegaban hasta la casa de mis padres a llenarla de risas, conversaciones inteligentes y regalos.
Me refiero a los escritores María Luisa Puga y su pareja, Isaac Levin. Esos que a finales de los años 90, hartos de la ciudad se marcharon a formar una escuela en Zirahuén, Michoacán, a la orilla de un lago, para enseñar a otros a juntar las palabras para que salieran de allí cuentos, novelas o poesía.
Fabulosos los dos, habían logrado lo que muchos ni siquiera nos atrevemos a soñar, construir una suerte de paraíso autosustentable donde la única ley que regía era la dictada por el talento.
Pero tal vez todo era demasiado bucólico, demasiado perfecto, así que caían un par de veces por año a la casa de los Taibo a recibir una dosis grande de abrazos y algarabía, de libros y de vino escanciado generosamente.
María Luisa reía bajo y fumaba como carretero mientras hablaba de literatura y contaba cosas maravillosas e imposibles; Isaac, por lo contrario, como una fuerza de la naturaleza, desplegaba un humor negro y ácido al cual yo siempre me plegaba.
Sus visitas eran siempre una delicia, intelectual y gastronómica. Uchepos, quesos, huevos de rancho, mantequilla, corundas y otras muchas maravillas michoacanas, salían de la enorme canasta que nos regalaban siempre.
Un día, mi madre, para festejar esos encuentros, sacó una caja de “Huesos de santo”, una suerte de mazapán asturiano por el cual había siempre bofetadas en la mesa y que venían de contrabando en maletas llegadas de España, envueltos en ropa sucia (para confundir al aduanero de turno). Isaac miró el que tenía en su plato con desconfianza, lo mordió, y casi a volapié soltó un: “Tanto pedo por unos camotitos capeados”. Y casi fue expulsado del jolgorio.
Fue en esa comida, cuando se habló de la “Gallina en pepitoria”, una receta familiar que ha pasado de generación en generación y que se había dejado de hacer por la escasa calidad de las gallinas que se podían encontrar entonces en el DF. –Gallinas pintas.- Dijo mi madre seriamente. –No valen las blancas- puntualizó.
Para no hacer el cuento largo, la siguiente visita de María Luisa e Isaac vino acompañada por una caja con una gallina pinta. Que estaba viva, y que fue llamada casi al momento y por decisión unánime: Almudena.
E Isaac advirtió que volvería al día siguiente a probar la famosa pepitoria.
Y así lo hicieron, pero comieron fabada…
Nadie se atrevía a matar a la gallina pinta que se había acomodado rápidamente en una esquina del despacho de mi padre, entre un libro de Martín Luis Guzmán y una biografía de Truffaut.
Almudena vivió cuatro años entre nosotros y era de una civilidad asombrosa.
Salía a cagar sólo cuando papá abría la puerta de la terraza y ponía un huevo cada semana, supongo que para no olvidar su condición de gallina. De vez en cuando bajaba al comedor y se sentaba a un costado de mi padre, mientras lo escuchaba embelesada.
Volvían año con año Isaac y María Luisa en diciembre a traer comida y amor y acariciaban a Almudena como se acaricia a un perro.
Murió de muerte natural.
Hoy, esa pluma en mi hombro, trajo hasta mí a Almudena, a María Luisa (y sí ustedes no creen en la casualidades, les dejo ésta: puedo decirles que a la altura de mi vista, ahora donde escribo, puedo ver en el librero en el cuarto estante a la izquierda, su magnífica novela “Las posibilidades del odio”, que llevo años buscando) a Isaac, el único judío tarasco del mundo con ese humor ácido e inteligente que extraño tanto, a las comidas multitudinarias en casa de mis padres, y a esos tiempos tan dulces que se fueron.
Serán las fechas, el frío que se cuela, los años que pasan. Será el sereno.
María Luisa murió el 25 de diciembre de 2004. Papá el 13 de noviembre de 2008. Isaac, el año pasado.
Pero esta madrugada, vinieron hasta mi casa a acariciar a Almudena, todos, a decirle que no se preocupe, que todo va a estar bien, que será siempre gallina de guardia y protección (como la considerábamos) y jamás terminará en un plato vuelta pepitoria.
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