En el pasado el acto religioso fue un acto generalmente privado para la que el mal pudiera ser superado poniendo en práctica las enseñanzas bíblicas y hoy es parte singular de la sociedad del espectáculo.
La economía alcanza a todo aquello que es rentable y lo transforma en mercancías que se pueden ofrecer a los grandes públicos sometidos a las creencias y la angustia del deterioro de estilos de vida convencionales (casa-trabajo-ocio- Iglesia).
Más aun, los enriquece y reconforta con un plus, pues está destinado a ofrecer un placer adicional al valor de uso con los recursos de la escenografía, el montaje, la imagen, el color, la estética, el sonido, la luz, la forma, el aroma.
Son los elementos de la llamada sociedad del espectáculo que Guy Debord inscribe en el “dominio autocrático de la economía mercantil” que convierte “el mundo en falsificación y hace de la falsificación el mundo”, y no solo eso, es como descubriría Marx, es producto de la lógica incesante de la reproducción ampliada de capital que convierte hasta los sentimientos religiosos en una mercancía.
En efecto, las religiones no están exentas de esta mecánica reproductiva, pues en sí misma son un producto que se encuentra en el mercado cultural y qué la gente consume atendiendo a la costumbre y la tradición, como lo vemos en los desplazamientos masivos al Vaticano o a los lugares donde el Papa reparte bendiciones.
Entonces, en cada una de estas manifestaciones está sometida, en mayor o menor grado, a ese plus sensual y es que los simples actos cotidianos como son el bautismo, las comuniones o los matrimonios, se transforman en ciertos casos en espectáculos públicos con toda su parafernalia y son materia de televisión, redes, diarios, revistas para que lo sepa el otro y tenga sentido la diferencia social.
Recuérdese, por ejemplo, la espectacularidad del matrimonio entre Enrique Peña Nieto y Angélica Rivera, La Gaviota, pero también son las parejas del mundo de la farándula, high society o del dinero.
Es el mundillo de la ostentación y la arrogancia que busca los sentidos y los sentimientos o aspiraciones de la gente. Vamos, una simple selfie, proyectada en las redes sociales busca tener ese efecto espectacular entre los seguidores.
En esa lógica la religión católica –o las religiones en el sentido más amplio- han tenido históricamente una función privada pero en esa autocracia de la economía está sometida a las reglas del mercado y la cultura de masas.
De tal suerte que el espacio íntimo de la fe se convierte en un producto que puede ser comprado y vendido a los grandes colectivos humanos.
En esa línea de espectacularidad no hay gran diferencia entre un acto masivo del Papa Francisco y un concierto de Rolling Stones. Francisco y Mick Jagger o Maddona, son el eje de un espectáculo ante miles de seguidores estremecidos por la palabra, la narrativa, la fuerza de la imagen. La separación entre el escenario y la masa es la diferencia necesaria en una representación de una deidad o una estrella de rock.
No es casual, entonces, qué el costo de la presencia del Papa haya corrido por cuenta de los grandes empresarios mexicanos con Carlos Slim a la cabeza y sea vendido por las televisoras a unos públicos habilitados como consumidores de espectáculos.
Y, claro, la presencia del Papa en México no puede tener competencia mediática aun cuando la realidad de la violencia se resista a aceptarlo.
Ahí, está la masacre del penal de Topo Chico, con la muerte de 49 reclusos y decenas de heridos de gravedad, y dónde los medios de comunicación han pasado rápidamente la página como si fuera un hecho irrelevante y no la constatación de una realidad cotidiana.
En México, en lo que va del sexenio peñista, los homicidios dolosos alcanzan decenas de miles y las familias desamparadas crecen en forma directamente proporcional, lo que en coherencia obligaría que el pontífice expresara personal palabras de consolación en un caso emblemático. No lo hizo, eso sí fue a estados álgidos: Estado de México, Chihuahua, Michoacán y Chiapas, producto seguramente de una negociación diplomática.
Pero, dirá alguno es nota roja no son actos de fe, y lo prudente es exaltar las cosas buenas que le suceden al país. Y la presencia del Papa es una cosa buena que no puede ser ganada por la violencia. Entonces, lo conveniente es desaparecer lo inapropiado y exhibir en forma ininterrumpida en todos los canales de televisión abierta y cable, cada uno de los actos del sumo pontífice contraviniendo el principio de pluralidad religiosa que consagra la Constitución y que en un artículo excepcional, el constitucionalista Diego Valadez, refiere en coordenadas históricas la difícil relación Estado e Iglesia católica.
Y si bien, la fe religiosa sigue cumpliendo con su función social, no está por fuera de la lógica del mercado y de sus competidores en las otras iglesias que crecen rápidamente. Se trata de que la exposición del “Santo Padre” alcance a las grandes audiencias y esto es una opción política, valiosa cuando el catolicismo pierde adeptos en el mundo y en México.
Se ponen a su servicio todos los medios de comunicación y el acto papal se vuelve espectacular aun en la solemnidad religiosa. Cada una de las frases pronunciadas y cada uno de los gestos dibujados alcanzan resonancia en el mundo católico, son el eco del espectáculo con todo el ritual, narrativa y parafernalia.
Los cientos de millones de católicos de todo el mundo siguen el paso a paso al sumo Pontífice. Las imágenes solemnes de sus misas son la constatación de la virtud católica y las frases, el refrendo moral de qué todavía se puede ser otro. Por eso cobran valor sus expresiones más contundentes. Como aquella donde Francisco llama a los jóvenes a no convertirse en sicarios porque: “Jesús nunca invitaría a ser sicarios sino a ser discípulos de sus enseñanzas”.
Sin embargo, estas frases como otras éticas y morales de su periplo por México: ¿qué lugar ocupan en el mundo de la falsificación de la realidad?
En ese mundo mediático que es un verdadero panteón de frases. Cómo es el mundo de lo efímero de los mensajes mediáticos. Y es qué pasados los días de esta visita volverá la rutina en esas pantallas que se nutren cotidianamente del espectáculo triste que representan la frivolidad de los talk show y las telenovelas, la corrupción e impunidad, los ayotzinapas, los tlatayas, los topochicos.
Al fin y al cabo, como reza aquella canción de Queen: The show must go on (El show debe continuar). El de los negocios donde todo termina por banalizarse e imponer la cultura del aquí y el ahora. La cultura del entretenimiento. La que atiende los sentidos y busca el olvido de lo de fondo.
Lo que simplifica el mundo.