Así como –quiérase o no- todo lo escrito es escritura, todo lo narrado es necesariamente narración. El problema es que las hay demasiado malas. En esta nota me interesa trabajar sobre aquellas narraciones que hacen como que no narran, que se desinteresan –como si se pudiera y como si valiera la pena- del arte narrativo o, tal vez, hasta lo denostan. Me vienen a la mente muchos ejemplos, pero podríamos dedicarnos a dos que convergen en mis publicaciones: las publicaciones de opinión en los medios de comunicación y los libros didácticos.
En ambos casos, pareciera como que no importara o diera lo mismo narrar bien que hacerlo mal.
Sin nudo narrativo no hay motor; y sin motor, todo da lo mismo. La historia que se está contando siempre es soberana, se hable de lo que se hable; toda decisión debe priorizar la trama antes que cualquier otra cosa. No hay manera de desenvolver nada sin una trama narrativa que le de sentido. Todos, todo el tiempo, contamos historias y a todos, todo el tiempo, nos encanta que nos cuenten historias. Ley de vida; estética basal; proceso emocional esencial.
Una narrativa bien armada me tiene que atrapar y luego llevarme a donde haya que ir. No puede pretender que yo vaya si no se ha dedicado a llevarme; no puede sospechar que me interesa si no se ha dedicado a captarme. A nadie le importan las cosas porque sí; nos importan las cosas que por alguna razón se nos han vuelto importantes. Esa importancia de las cosas es el núcleo de la narración. Lo que hace algo importante para uno es el deseo que me genera, la angustia productiva que moviliza en mi.
Hace unos días me topé con un ejemplo límpido y eficaz de trabajo narrativo. Unos tipos que se encontraron con una historia que no estaba funcionando y la desmontaron para repararla y volver a montarla. Y funcionó. Hicieron un trabajo fantástico, como si fueran mecánicos, pero eran narradores. Diagnosticaron lo que se estaba contando e identificaron los puntos donde todo aquel flujo se trababa, donde aquella corriente narrativa tenía fugas de sentido. Y la repararon.
“Nuestra primera tarea fue arreglar la historia”, dice el director de aquello al abrir el capítulo de su libro donde cuenta todo esto. “El principal problema de la historia –dice John- era que se trataba de la saga de una fuga con un enredo previsible y no muy emocional. (…) Para que la cosa funcionase los espectadores/lectores debían creer que la disyuntiva que enfrentaba el personaje era real”.
Y el dilema hasta ese momento era apenas un falso dilema para el público, porque el contexto de la historia hacía prever muy fácilmente la solución del conflicto. No había genuino nudo dramático. Todos ya sabían qué pasaría al final.
El personaje es Woody; la historia, Toy Story 2. Y la primera reparación que hicieron los mecánicos narrativos fue introducir en el inicio de la historia un segundo personaje –que hasta ese momento era solo referencial- llamado Wheezy –un pingüino- que pone ante Woody su problema como un verdadero problema sin solución simple; es la bisagra que le confiere el espesor faltante y la complejidad necesaria al nudo dramático. Él mismo padece la misma situación dramática de Woody y desde hace más tiempo, por eso es verosímil.
El dilema es ser juguete amado y luego olvidado por el niño que crece o ser juguete de colección, inmaculado, eterno e inerte. ¿Podrá Woody quedarse con quien ama, aun sabiendo que será descartado, o debe huir hacia un mundo en el que podrá ser mimado para siempre, aunque sin el amor para el que fue creado? Esta era una verdadera situación problemática; una intriga; una pregunta real.
La historia ha sido rescatada. Los mecánicos habían acuñado la frase “¿Tu elegirías vivir para siempre sin amor?” Cuando alguien pueda sentir angustia ante la pregunta habrá, entonces, narración. Y a partir de esa “reparación”, Pixar se relanzó a toda máquina a reelaborar el film que acabó teniendo el impacto cinematográfico que sabemos que tuvo. Quien cuenta la historia es Ed Catmull, su CEO, en su libro Creatividad S.A.
Narrar –decíamos- es un arte, y un arte mayor. Dominar sus reglas y desenvolverse en su interior es una habilidad fundamental. Creo que el ejemplo muestra su doble cara: por un lado su carácter esencial, sin el cual ninguna otra cualidad importa demasiado (efectos especiales; perfil de los personajes; marketing de lanzamiento; documentación; etc.) y por otro lado nos muestra también que es un trabajo, que tiene su mecánica, sus núcleos, que no es apenas una suerte ni tampoco una intuición repentina. Que las historias se arman -quiero decir- y que no es lo mismo cualquier pieza en cualquier lugar ni tampoco es lo mismo todo.
Muchas veces hemos discutido estos temas (con demasiada superficialidad, debo confesar) en relación a los libros didácticos y al registro expositivo escolar en general, que incluye también las clases de los profesores. Por allí nadie narra nada; a nadie parece importarle narrar nada; hay un cierto desdén por la narración, incluso; nadie se desafía con eso ni se luce con eso.
El libro está escrito como si la narración no existiera o como si fuera fácil o como si fuera una cuestión menor. Nunca vi un libro de texto que se propusiera capturarnos, antes de llevarnos. Se cree serio porque no lo hace y se olvida que acaba siendo inútil por no haberlo hecho. Confía demasiado en que todos estamos obligados a leerlo y estudiarlo, y entonces cree que con informarnos alcanza. Pero no. Presume una objetividad que solo me genera resquemores. Y deja la narración para los libritos de literatura, que para eso están. Y a veces ni la literatura nos salva –dicho sea de paso.
Pero lo cierto es que un libro de texto es como Toy Story 2 antes de que la arreglaran: una historia plana, sin causa y sin tensión dramática; nada nos lleva a nada. Nadie va al cine por una cosa así; ¿por qué abríamos de interesarnos por el capitulo de historia medieval del libro de 2do año, entonces? No acepto que los libros educativos ignoren o desdeñen la narrativa; sus nuevas generaciones tendrán que hacer algo con todo eso.
Yo sé que si se interesaran habría demasiada gente que se quedaría sin trabajo, pero no me importa, porque me importan más los demasiados niños que hoy se quedan sin estudio por esa ineptitud o esa terquedad. Narrar, antes que nada; después que vengan los problemas didácticos, de fuentes, de veracidades, de currículos, de estereotipos y de todo lo demás.
Y lo mismo pasa con las clases que dan los profesores. Ellos se olvidan de contar historias y van directo a lo que creen que importa y que en rigor no vale para nada si no se inserta en una esquema que le dé sentido –que eso mismo es una historia. Quieren suplir muchas veces la intriga por la simpatía, como si con eso bastara; o con el rigor, que es más inútil aún; o con el falso rigor, que ofende. No nos interesa que nos informen, si no nos capturan.
Creo que no les importa, pero también creo que no saben; y es lógico que no sepan, porque narrar es un arte mayor que se aprende con mucho esfuerzo y una carga importante de talento. (Pensemos en aquellos mecánicos de Pixar, a los que la misma Cía. llamaba “Banco de Cerebros”).
Hay muchos ejes clave para redefinir los modelos educativos que hoy tenemos, pero si tuviera que elegir uno primordial, empezaría por éste: que entre la premisa narrativa al modelo educativo y se imponga por sobre cualquier otra; que las escuelas pasen a ser antes que nada tramas de historias cruzadas circulando, rodando de aquí para allá, poniéndose en careo, complementándose, uniéndose o perdiéndose. Que se impongan las narraciones y las tensiones dramáticas atraviesen de cabo a rabo los procesos didácticos.
También hice referencia al inicio a las publicaciones como ésta. Creo que cometemos el mismo error y que –muchas veces- solemos tener los mismos desdenes.