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Benito Taibo

14/02/2016 - 12:00 am

Imaginación y maravillas

Segunda parte La primera vez en mi vida que yo entré a un museo, debió haber sido en el año 1967. Yo era un muchachito muy delgado, aunque no lo crean, ansioso, lleno de curiosidad y por supuesto respondón, como lo sigo siendo. La escuela nos había llevado al Museo Nacional de Antropología y a […]

Las Mejores Experiencias De Mi Vida Tienen Que Ver De Alguna U Otra Manera Con Museos Foto Shutterstock
Las Mejores Experiencias De Mi Vida Tienen Que Ver De Alguna U Otra Manera Con Museos Foto Shutterstock

Segunda parte

La primera vez en mi vida que yo entré a un museo, debió haber sido en el año 1967. Yo era un muchachito muy delgado, aunque no lo crean, ansioso, lleno de curiosidad y por supuesto respondón, como lo sigo siendo.

La escuela nos había llevado al Museo Nacional de Antropología y a mí, me habían puesto a resguardo y vigilancia de la más estricta de las maestras. Estaba más «marcado» que un delantero centro brasileño. Pero en cuanto entramos, ella y yo, nos dimos cuenta que ni ella ni yo soportaríamos juntos la experiencia, así que me dejó al libre albedrío.

Este prodigio de ver como un muchacho que en clases se revolvía como un pez fuera del agua se comportaba, súbita y espontáneamente, en un dechado de buenos modales, fue posible gracias al asombro, la magnificencia, la brillantez, la belleza, esa piedra de toque que se llama cultura y que nos convierte en humanos.

Jamás olvidaré esa visita. Ese museo es mi casa, la casa de todos los mexicanos, salvaguarda de nuestra identidad y nuestra herencia, cada vez que entro tengo de nuevo siete años y me sigo admirando como entonces, viendo todo con los ojos nuevos de la fascinación,
del descubrimiento, de la sorpresa, del pasmo.

Porque de eso se trata. De que el museo cambie nuestras vidas para siempre.

Hacer de la experiencia de su visita, no la consabida y aburrida necesidad de «aprender», sino de la de «comprender”, quienes somos, de que estamos hechos, saber cómo fuimos para saber cómo seremos. No creadores de un marco de referencia para la educación formal (aunque también sirve para ello), sino fomentadores de «educación sentimental», esa que nos data de identidad, costumbres, formas distintas y mejores de ver cómo cambia el mundo, y cómo vamos cambiando con él.

Hay que ver a los museos, no sólo desde la estadística o la formación, tampoco desde la apreciación simple de la belleza o el dato duro, y sí, en cambio, como los lugares ideales de transmisión del conocimiento, herramientas fundamentales para la transformación de la sociedad y de los hombres. Lugares de evocación y simultáneamente de exaltación de valores fundamentales. Creadores de personalidad, experiencia viva, sensorial y emocional; un recordatorio permanente de la otredad, ese espejo que se encuentra en la mirada del otro, y que sirve, esencialmente, para recordarnos nuestra propia humanidad.

Y por supuesto, en la ciencia, está nuestra propia humanidad, porque en el avance, el descubrimiento, la enorme aventura de la pregunta repetida hasta el cansancio, la observación, el método, la prueba y el error, la demostración, el experimento, la hipótesis y la certeza, se encierra ese soplo vital que nos distingue, nuestra absoluta, maravillosa, conmovedora curiosidad.

Debemos reivindicar al museo como proveedor de estímulos científicos, crear espacios de razón y conocimiento partiendo de hechos, pero también de asombros.

Lograr la interactividad manual (el que el visitante toque y pasen cosas), la interactividad mental, dónde se perciba en quienes entren al museo un antes y un después provocado por la experiencia, hacerlos pensar, cuestionarse, reflexionar, y la interactividad cultural; dotar al visitante de experiencia emocional con cargas sensibles y simbólicas. Así, haremos del museo, un formador y simultáneamente un transformador . Y una vía más amable para la transmisión del conocimiento.

Que el museo sea un proveedor vital que genere más preguntas que respuestas, que en la visita, vaya incluido, el boleto de ida hacia la maravilla y el asombro.

Las mejores experiencias de mi vida, tienen que ver, de alguna u otra manera con museos. Toqué, por ejemplo, porque se puede, el enorme friso asirio que muestra una impresionante cacería de leones comandada por el rey Asurbanipal en el British Museum y tengo todavía entre los dedos, la sensación de que lo que estaba tocando no era un friso, sino la historia del mundo.

Sonreí, enigmáticamente, como se debe, frente a la Mona Lisa en el Louvre, mientras cientos de japoneses Ia miraban a través de los ojos de sus máquinas de fotografía.

Quise decirles de lo que se estaban perdiendo, pero ellos, a su manera, estaban también perpetuando el momento para siempre. La diferencia entre ellos y yo, es que yo, lo tengo tatuado en la memoria.

Yo, que soy un ateo convicto y confeso, sólo entró a las iglesias por su calidad intrínseca de museos. Jamás me he arrodillado en una de ellas, con una sola, curiosa excepción. En Florencia, en Ia Iglesia de la Santa-Croce, frente a la tumba de Galileo, que además está junto al mausoleo de Miguel Ángel, con lo cual, maté dos pájaros de un tiro, como se dice popularmente. No me arrodille para mostrar servilismo, sino vasallaje. A dos de las mejores mentes de todos los tiempos.

Sin duda, he tenido mucha suerte. El museo debería ser, gabinete de maravillas para ser tocadas, no sólo admiradas detrás de una vitrina, convertir la experiencia del conocimiento en una experiencia de vida.

Dejar para siempre en la memoria la experiencia dela aventura y del aprendizaje.

Mostrar que en la ciencia hay poesía y también, un espíritu juguetón y travieso que debe acompañarnos para siempre.

Todo esto viene a cuento, porque yo, aunque ustedes no lo crean, sigo buscando por el mundo al dragón, y sé que tarde o temprano lo encontraré. Porque tenemos no sólo derecho a la ciencia, sino también a la imaginación y a los sueños, que entre paréntesis, son dos actividades que los científicos abordan con singular destreza. Y prometo, que aunque sea sólo un dibujo rescatado dela más oscura noche de los tiempos, ese dragón llegará tarde o temprano a mi vida, y será donado a un museo, para que todos lo puedan admirar y querer como lo quiero yo.

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