Alma Delia Murillo
13/02/2016 - 12:00 am
El señor que se creía Dios
Era tan bajita que me empotraba en el mostrador de la tienda de abarrotes para llamar a la dependienta y pedir la lista de la compra que nunca pasaba de tres líneas en mi memoria: pan, azúcar, huevo.
Era tan bajita que me empotraba en el mostrador de la tienda de abarrotes para llamar a la dependienta y pedir la lista de la compra que nunca pasaba de tres líneas en mi memoria: pan, azúcar, huevo.
Aquel pueblo michoacano era como tantos pueblos de este país: decadente, abandonado, con un siglo de atraso, al nivel educativo más alto que podía aspirarse era la escuela primaria. Con doce años las mujeres estaban listas para embarazarse y parir hijos a destajo y los hombres para trabajar en lo que se pudiera y regar su inmadura simiente también a destajo. Ahí vivía mi abuela y ahí pasaban cosas muy extrañas.
Ante la ausencia de todo y de tanto, lo poco que había se convertía en tótem o en ley. La iglesia lo primero, la vida de los otros lo segundo, las fiestas en tercer lugar.
Me quedé colgando del mostrador porque nadie me oía, olfateando el aroma del pan recién horneado que se mezclaba con notas de detergente, suero y guayabas. Entonces vi algo que me disparó el corazón y me hizo salir corriendo y olvidar la consigna de la compra a riesgo de que la temible mujer que gracias a los imponderables designios de la sangre me tocó por abuela, me agarrara a palazos.
Así era ella, ni jalones de pelo ni nalgadas: palo y piedra o cintarazo vibrante. Cabrona.
Pero también era de otro modo, uno que reanimaba al mismísimo cielo con sus cantos, sus memorables dichos y su alma zumbona que uno podía escuchar con solo pasar junto a ella.
Mi abuela era católica desde la entraña hasta la punta de su prominente nariz, pertenecía a una congregación llamada Hijas de María y su vida era proclamar su fe católica, apostólica y romana.
El sacerdote del pueblo era su adoración y la de todos habitantes de esa pequeña calamidad llamada Urapa. Las señoras le besaban la mano, le llevaban guisos, gallinas, puercos, quesos recién cuajados y lo que tuvieran a mano para deleitarlo.
Se acercaba la fiesta del tres de mayo que era cuando el pueblo echaba la casa por la ventana y se olvidaba de la muerte y de la pobreza festejando por todo lo alto a la Santa Cruz.
Ese año mi abuela era parte del festival: aparecía disfrazada de loca y bailando entre un grupo de danzantes a los que tenía que distraer haciendo de diablito jodón, chingándolos como pudiera –y vaya que podía porque esa fue siempre su especialidad.
Entré con un tsunami desbordándome el pecho, le dije que la tienda de doña Teresa estaba cerrada y que por eso no había comprado los encargos. Me deslicé como perrito asustado hasta la cocina, dejé el dinero sobre la mesa y antes de que empezara con alguno de sus cagues legendarios, eché a correr rumbo a la barranca que había atrás de su casa. Me quedé merodeando por ahí hasta que logré sacar de mi cabeza lo que había visto: el sacristán, que era un tipo con cara de no arrancar una hierbita del jardín para no lastimarla, penetraba violentamente a una de las hijas de doña Teresa, apenas dos o tres años mayor que yo.
Cuando reaparecí fui notificada de mi castigo: me quedaría sin desayunar. (Por suerte me había llenado la barriga con los dulcísimos duraznos que se desprendían solos de los árboles de la barranca). Me salió barato.
Llegó el día de la fiesta, ella no cabía de gozo. Iba a participar en el espectáculo y además le habían encargado que zurciera una túnica del sacerdote. No podía estar más cerquita de Dios, eso decía.
Yo pensaba que estaba de la chingada que ese señor que se creía Dios tuviera de ayudante a un tipo que hacía lo que yo lo había visto hacer.
Doña Teresa y sus hijas, arregladísimas y radiantes como si fuera el día de su boda, estaban las primeras en la plaza para disfrutar del festejo. El número de mi abuela empezó, causó tal furor que me asusté más de lo que ya estaba ¿qué era todo aquello? Un pitido me atravesó de un oído al otro cuando vi al sacristán pararse junto a las Teresas y ponerles la mano en el hombro a las dos niñas. La madre veía con embeleso hacia donde estaba sentado el cura.
A mi abuela le aplaudieron a rabiar. Yo no hallaba dónde ponerme pero sabía que no podía perderme por ahí y provocarla con mis vagabundeos el día de su debut.
Cuando todo acabó me llamó y caminamos a la iglesia, cruzamos el jardín y nos metimos a la sacristía, yo temblaba. El sacristán apareció con un regalo para ella de parte del sacerdote, un escapulario que recibió conmovida como si la hubieran condecorado miembro de la caballería oficial del reino.
– Estos hombres son unos santos, hay que estar cerca de ellos para estar cerca de Dios.
Eso me dijo.
Luego se supo que una de las hijas de doña Teresa había “salido embarazada”, así, con la construcción verbal recayendo sólo sobre ella como si se hubiera encargado de preñarse a sí misma.
La criticaron un tiempo hasta que se corrió la voz de que el sacerdote la había perdonado y entonces mi abuela dijo que con el perdón de ese señor era como si el propio Dios la hubiera absuelto. Para el jaleo del miércoles de ceniza del siguiente año la otra púber también “salió embarazada”.
Ayer me pregunté cuánta ceniza para signar la frente de los devotos podría salir de las fosas de Guerrero repletas de cuerpos calcinados.
Hoy me pregunto cómo hicimos para lograr que este país siga siendo el pueblo de mi abuela que está dentro de otro pueblo de mi abuela, dentro de otro, dentro de otro.
Ella andaría frenética por ver a su hombre santo bajar del avión con la panza repleta de jamón, aceitunas y quesos. Es que nadie está más cerca de Dios que el Papa, eso decía.
Twitter: @AlmaDeliaMC
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