Alma Delia Murillo
23/01/2016 - 12:02 am
El sexo no es para gordos ni parapléjicos
“Estaba convencida de que, como chica obesa, tal vez llegaría a echar tres o cuatro polvos en mi vida, y que les dejaría el sexo ocasional a las chicas guapas y delgadas, para quienes estaba pensado ese pasatiempo (…).
“Estaba convencida de que, como chica obesa, tal vez llegaría a echar tres o cuatro polvos en mi vida, y que les dejaría el sexo ocasional a las chicas guapas y delgadas, para quienes estaba pensado ese pasatiempo. (…) Pero ahora he descubierto la verdad: que cualquier mujer puede echar un polvo”.
Johanna es un adorable personaje cuya humanidad conmueve, enternece y hace soltar carcajadas y exhalaciones de desesperación. Johanna, de la novela Cómo se hace una chica (Caitlin Moran, Anagrama 2015) tiene catorce años y es extraordinariamente verdadera, aunque sea una chica de ficción. Recorrí la evolución de este personaje agradeciendo cada letra, siendo testigo de una intimidad compartida y enlazada con mi propia historia y con la de muchas personas que conozco.
Cuando tienes quince años, tu imagen no es perfecta y tiendes al sobrepeso, estás convencida de una sola cosa: soy tan fea que nadie querrá tener sexo conmigo.
Aunque a veces esta premisa pase por variantes del tipo “si alguna vez llego a coger me aseguraré de apagar las luces para que no vean mi cuerpo de salchichón” o “me gusta E, si bajo de peso tal vez se interese en mí”. La convicción es una: no pertenezco al mundo de los sexualmente atractivos.
Johanna descubre, con el tiempo y una valentía de gladiadora, que pesar ocho o diez kilos extra no es ningún impedimento para disfrutar tu sexualidad y que una buena cogida no depende en lo absoluto de cuánto gramaje registra la báscula de los respectivos involucrados. Pero el discurso es machacante hasta tal punto que llegan los veinte, los treinta y los cuarenta años y seguimos tasando el índice de atracción (si tal cosa existe) a partir del pesaje de las carnes y huesos del cuerpo que habitamos.
Porque no me negarán, queridísimos lectores, que el mensaje está ahí, más vigente que nunca y con más medios a su disposición para ser difundido que en ninguna otra época. Basta mirar la pantalla de la computadora, tableta electrónica, Smartphone, televisión, revista o espectacular publicitario que tengamos cerca.
Pareciera que hay un universo alterno en el que sólo existen mujeres delgadas y de cuerpos definidos con base en un modelo estándar acompañadas siempre de hombres musculosos de apariencia mamadora que son los legítimos dueños del disfrute sexual. Y las demás, o constituimos una extraña parafilia de seres bajitos, rechonchos y poco tonificados que deseamos lo imperfecto, o ya nos jodimos. O cómo le hacemos.
Mientras escribo esto recuerdo la historia de Mark O’Brien, el poeta y periodista estadounidense tetrapléjico en cuya vida se basó la película The Sessions (Ben Lewin, 2012). Anclado a una camilla y sin poder moverse pero tan vivo como cualquiera, decide que no piensa pasar un día más sin enterarse de qué va ese glorioso evento que divide a la humanidad en los que sí y los que no: el sexo.
No contaré la película, sólo diré que me hizo pensar en algo que jamás había cruzado por mi cabeza: los estereotipos atléticos de belleza limitan y deforman la percepción de lo que es sensual o erótico, sí; pero ni qué decir de la exclusión y segregación que hacemos con las personas cuyos cuerpos no son como los de la mayoría. Alguien que no puede moverse o quien le faltan las piernas o los brazos ¿cómo carajos resuelve su sexualidad? ¿tiene siquiera oportunidad de hacerlo? Por más que nuestros límites de lo conocido se empeñen en negarlo, natura dice otra cosa: somos el reino de lo biodiverso.
Y aún el más distinto de los cuerpos aloja una psique llena de deseos.
No hace mucho me hospedé en un lugar donde vivía un chico parapléjico y era evidente que el deseo lo inundaba, por mí y por cuanta mujer pasara junto a él. Qué circunstancia tan difícil la suya. Qué pena que el mundo no esté mejor preparado para facilitar la experiencia de O’Brien a otras personas.
Si tomamos la ruta de la realidad partiendo de una condición como la paraplejia para llegar hasta el cuerpo hermosamente cincelado que vemos en las revistas recorreremos una distancia en eras geológicas. Pasando por barrigas prominentes, cinturas deformes, nalgas anchas, piernas con celulitis, brazos rollizos, tetas pequeñas o penes flaquitos.
Entregarse a la alegría del placer es un derecho irrenunciable, único. ¿Por qué habríamos de cancelarlo por tener una condición distinta? Y cuantimás ¿por qué limitarlo en función de la talla del pantalón o los kilos que registra la puta báscula?
No tengo la más peregrina idea de cuántos seres humanos tenemos un cuerpo que se aleja del estándar publicitario, calculo que el número debe ser cercano al 99 por ciento. Pero más que el dato duro (oh, sí, más duro), me gusta pensar en la profundidad (oh, sí, más profundo) de la experiencia como un universo infinito donde todo cabe y donde la oscuridad es tanta, que nadie debería preocuparse por la despiadada luz de ese reflector escandalosamente ignorante, retrógrado y conservador.
El gozo no admite estándares, el gozo es el que es y bien vale, más que una misa, una fe incluyente que parte de una premisa: todos somos imperfectos y (casi) todos queremos coger.
Como dice Johanna, el mayor y más asombroso secreto del universo es que todos podemos, si queremos, tener un encuentro sexual y de pronto te das cuenta de que estás ahí, en algún rincón oscuro, entre beso y beso, tratando de averiguar hasta dónde puede llegar tu cuerpo.
Ese cuerpo, el que es tuyo, el que te lo ha dado todo.
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