Sandra Lorenzano
24/01/2016 - 12:00 am
Por medio de estas líneas
La primera mirada, al abrir la puerta, siempre se dirigía hacia el suelo, esperando encontrar la tarjeta rosa con el simbolito de “Correos de México”.
1.
“Estimada señorita, permítame decirle por medio de estas líneas…”
“Querido hermano, qué gusto nos dio recibir tus noticias…”
“Mi extrañado amor, mi corazón late aceleradamente al recordar aquellos días…” “Señor director, esperando que al recibir esta misiva…”
“A quien corresponda, por medio de la presente deseamos informarle…”
Cientos, miles, millones de historias se han contado después de cada uno de estos encabezados o de otros similares. Cientos, miles, millones de historias escritas o recibidas con frases como éstas, a lo largo de siglos, han alimentado la vida –la han enriquecido, la han transformado, a veces iluminado y otras dolorosamente destruido- de los seres que poblamos este planeta.
2.
Una mesa junto a la otra. En cada mesa una máquina de escribir. Frente a cada máquina, un escribiente. No, no estoy hablando de una vieja redacción de periódico en una película en blanco y negro. Ni ”Citizen Kane”, ni “Brazil” ese increíble film de Terry Gilliam. Estoy hablando de uno de las rincones más alucinantes de la Ciudad de México: la plaza de Santo Domingo en pleno centro histórico, a apenas doscientos metros del Zócalo.
Allí, se escriben cartas. Sí, ése es el oficio de quienes se sientan cada día frente a las máquinas de escribir (¡todavía usan máquinas de escribir!). Se escriben cartas a nombre de quienes no pueden o no saben hacerlo por sí mismos.
¿Se escriben cartas, dije? Se escriben sueños, deseos, enojos, reclamos, solicitudes, amores, complicidades, dolores, cariño, rupturas y reconciliaciones. Allí, en uno de los rincones más alucinantes de la Ciudad de México, se escribe la vida, y a veces, claro, también la muerte.
3.
La primera mirada, al abrir la puerta, siempre se dirigía hacia el suelo, esperando encontrar la tarjeta rosa con el simbolito de “Correos de México”. Ése era el aviso de que había una carta esperándonos en la sucursal de Avenida Revolución, junto a la iglesia de la Candelaria. Si era mi nombre el que venía en la tarjeta, yo aventaba la mochila de la escuela y salía corriendo a buscar ese sobrecito que decía ”vía aérea”, con los colores de la bandera argentina en los bordes y un par de estampillas con la cara de José de San Martín. Todavía guardo en una caja de cartón todas las cartas que recibí en los primeros años de exilio. Son uno de mis tesoros.
Quienes vivimos durante aquellos años lejos de nuestra gente querida generamos una dependencia absoluta del correo. Tanto que una amiga me contó el siguiente diálogo entre sus hijos de tres y cuatro años:
“¿Tú sabes quién es dios?”
“No, no lo sé”.
“Pues dios es un señor grande, grande, que reparte cartas”.
Sin duda nuestro dios era el cartero.
Las cartas que recibíamos eran largas, prolijas, hacían relatos detalladísimos sobre todo aquello que extrañábamos, y tardaban unas dos o tres semanas en llegar de Buenos Aires a México. ¡Dos o tres semanas! Ahora parece una eternidad.
Cuando alguien no nos contesta un mensaje de correo electrónico o un whatsapp casi inmediatamente nos sentimos defraudados, abandonados, traicionados. ¿La inmediatez nos ha robado profundidad? No sé si profundidad, pero sí nos ha robado tranquilidad. Vivimos pendientes de los mensajes que llegan de cerca y de lejos, de gente querida y de otra apenas conocida. Y tampoco para responder nos tomamos el tiempo y el cuidado con que respondíamos las cartas hace cuarenta años. Así que si de pronto escuchamos en el celular el sonido de un mensaje, cortamos lo que estemos haciendo para contestar rápidamente y que quien nos escribe no se sienta defraudado, abandonado, traicionado.
Por supuesto que también pienso en el reverso de esto: en lo maravilloso que hubiera sido tener internet y la posibilidad de la comunicación inmediata durante el exilio. Sin duda, otro gallo –mucho menos triste y nostálgico- nos hubiera cantado.
Y aunque reconozco que la tecnología me hacer pertenecer hoy al grupo de los ansiosos, a veces imagino que volvemos al intercambio lento de mensajes -algo así como un “slow food” epistolar (¿”slow mail”?)-, y que me siento, sin prisas de ningún tipo, a escribir una larga carta que irá por barco al otro lado del mundo.
Imagino también que la persona que la recibe, no se sorprende y por lo tanto no me manda un mensaje electrónico diciendo algo así como “¡Qué buena puntada, Sandra! Acabo de recibir tu carta”, sino que se toma el tiempo de leerla con calma y de responderme sin urgencias.
Será que en estos días que estoy pasando en Cuba, con un internet que funciona a veces y otras veces se escabulle, me he puesto anacrónicamente melancólica, y siento que extraño los barcos que a principios del siglo XX llegaban a aquel país, al sur de todos los sures, con las anheladas cartas que leían mis bisabuelos.
Desde esta isla imagino ahora la posibilidad de escribir una novela epistolar; una novela “slow mail” cuya trama fuera tejiéndose entre una carta y otra, a lo largo de los meses y los años. Sería una novela de amor, claro, porque un amor profundo se cocina a fuego lento, como canta Rosana, y lo sabe el “cartero de Neruda” (quien, a diferencia del coronel de García Márquez, no espera que alguien le escriba, sino que se siente un poco alter ego del poeta y se emociona con cada una de las cartas que éste recibe en su casa de Isla Negra).
En uno de los sobres junto con la carta escrita en papel de arroz (para que pese menos, cualquiera lo sabe) vendría una foto de Ella –en blanco y negro, por supuesto-, dueña de una sonrisa que apenas se insinúa, con la marca, en un rincón de la imagen, del lápiz labial dejado por un beso no por furtivo menos amoroso.
En el sobre que lleva la respuesta de Él, el pundonor no le ha permitido estampar el beso que responde al recibido, pero sí escribir con letras pequeña, debajo de su garigoleada firma, las dos palabras cursis y maravillosas que ninguno de los avances tecnológicos ha podido hacer desaparecer y que aún hacen que nuestro corazón se acelere:
TE AMO.
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